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José María Lasalle, intelectual español: Las clases medias no se sienten representadas por la democracia

José María Lasalle, intelectual español: Las clases medias no se sienten representadas por la democracia
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Por iniciativa de los amigos de la UCUDAL nos enteramos de su existencia y de su visita a nuestro país. Lo rastreamos y nos embalamos con la posibilidad de entrevistarlo. Este académico que fue Secretario de Estado de Cultura del gobierno de Rajoy, tiene varios libros escritos y defiende a ultranza su condición de auténtico liberal. La charla no fue nada liviana, pero nosotros aprendimos bastante. Tómese un tiempo y disfrute la clase.

Por Jorge Lauro y Alfredo García / Fotos: Rodrigo López

¿Cómo está la situación en España hoy?

No es una situación fácil, es una situación muy compleja, que arrastra problemas propios pero luego los problemas asociados a la crisis que padece la democracia liberal en todo el mundo, y particularmente en Europa, donde la emergencia de corrientes autoritarias y populistas muy vinculadas a la extrema derecha están cuestionando el marco político tal como lo hemos entendido hasta ahora. Eso está generando un nivel de complejidad que nos acerca mucho al período de entreguerras.

Hablás del siglo XXI como del “siglo del populismo”.

Un populismo que tiene un fuerte componente autoritario, que inicialmente conectaba con los populismos latinoamericanos, por ejemplo, con la influencia que Laclau ha ejercido sobre Podemos, en España, o en el Movimiento Cinco Estrellas, en Italia. Pero poco a poco ha ido perfilando su imagen. Hoy en día el populismo en Europa resignifica el fascismo, le da un rostro aparentemente menos violento, pero con un componente autoritario, una visión verticalizada del poder, con dinámicas de persecución de la heterodoxia, del silenciamiento del espíritu crítico. Eso los aproxima a muchas de las coordenadas que habían identificado al fascismo.

España parecía estar a salvo. Fue de los últimos lugares a los que llegó un movimiento como VOX. ¿Qué pasó para que se diera ese advenimiento con tanta fuerza?

Pasó que el muro de contención que durante mucho tiempo ejerció el Partido Popular sobre la extrema derecha, al asimilarla democráticamente, en un escenario complejo como es el que vivimos en estos momentos, y que es consecuencia de sucesivas crisis que han ido deteriorando la capacidad de la democracia para asimilar sus extremos, ha acabado por romper ese muro.

¿No le abonó el camino desde la propia centroderecha?

Desde principios del siglo XXI ha habido un proceso de sentimentalización de la política en el que, a partir de lo que fue el movimiento neoconservador en Estados Unidos, que fue una relectura del pensamiento de Carl Schmitt a través de Leo Strauss, se consideró que las democracias liberales tenían que fortalecerse incorporando ciertos discursos que introducían las dialécticas amigo-enemigo que habían marcado el pensamiento de Carl Scmitt, adaptándolas al siglo XXI. Eso comienza con la administración Bush y poco a poco va calando como una parte del imaginario político que acompaña a la centroderecha en Europa y en el Partido Republicano en Estados Unidos. Y finalmente la crisis del 2008 y particularmente la crisis asociada a 2020 y los procesos de automatización tecnológica que están erosionando el poder de las clases medias está haciendo que la percepción que estas tienen de estar siendo proletarizadas nos lleve a un fenómeno parecido al que se vivió en el período de entreguerras, donde también las clases medias protagonizaron el secuestro emocional que el fascismo ejerció sobre ellas. Las clases medias están desalineándose de su complicidad con la democracia. No se sienten representadas por ella. Piensan que su poder adquisitivo y su estatus se ven cada vez más afectados y se consideran las grandes perdedoras de lo que está sucediendo a nivel global. Y eso incide en los discursos políticos de los partidos de centroderecha en la medida en que han sido los grandes capitalizadores del voto de la clase media.

Pero la clase obrera también se siente atraída por ese discurso populista de derecha, en muchos países.

Por supuesto, pero por fenómenos distintos. El fenómeno de la automatización tecnológica está haciendo que el valor del trabajo especializado cada vez pese menos en los PBI de los países desarrollados. Eso está proletarizando a las clases medias y a la clase trabajadora. La máquina está progresivamente sustituyendo a la clase trabajadora, y la inteligencia artificial a la clase media. La clase media tiene patrimonio, y eso le da un margen de maniobra. Pero la clase trabajadora se enfrenta a que su proletarización la lleva a los espacios en donde la migración se hace visible. Ahí es donde se produce el contagio del fascismo, porque la clase media profesional, si se proletariza, pierde estatus y poder adquisitivo, pero si se proletariza la clase trabajadora es que pasa a vivir con el infierno que en su imaginario encarna el inmigrante. Es lo que pasa en Francia, o lo que puede pasar en las zonas obreras de Madrid, Barcelona o tantos otros sitios de Europa. Eso es lo que hace que el fenómeno se conecte, aunque no tenga los mismos componentes, pero responde a una misma dinámica global que comparte el movimiento populista de extrema derecha.

Para el obrero europeo la migración hoy se ve como un competidor y una amenaza.

La mayor competencia es el robot y la automatización, porque  hacen que su trabajo pierda valor. Y al perder poder adquisitivo entra en escenarios de renta semejantes a los de las clases migrantes. Pero a nivel de estatus, de habitar barrios, de competir en las escuelas, las clases trabajadoras se ven perjudicadas porque los cupos migrantes pertenecen a grupos especialmente protegidos por las dinámicas lógicas de un Estado que protege el bienestar de todos, pero especialmente el de las clases más desfavorecidas. Eso propicia el odio y el resentimiento de la clase trabajadora. Está pasando en Francia, y esa es la explicación del fuerte ascenso de Marine Le Pen y de la extrema derecha.

¿Cómo se combate ese escenario apocalíptico que se está viendo?

Comprendiendo, en primer lugar, que la automatización requiere legislación, derechos y políticas de equidad. No se puede permitir que nos lleve a un escenario como sucedió en la revolución industrial, que la pobreza de la clase trabajadora y la desigualdad crezcan hasta límites que atenten contra la propia dignidad humana. A la automatización hay que humanizarla. Y hay que cobrar consciencia de que el gran problema que está generando la automatización es el de la agudización de la desigualdad en términos cualitativos, que tienen que ver con la educación, con la capacidad para reinventarse profesionalmente en competencia con las máquinas, que afectan claramente a segmentos de la sociedad que no van a poder ser reasimilados dentro del proceso productivo y van a perder algo que es básico dentro de nuestra cultura occidental, la idea de que el trabajo nos dignifica. Y esto forma parte de la agenda política.

Le das una importancia fundamental a la parte económica, en definitiva. Sin embargo, quizás el cambio mayor sea en la mentalidad de la gente.

La revolución tecnológica no solamente está afectando la estructura económica. La automatización está cambiando el concepto de trabajo, pero también está modificando ontológicamente al ser humano. Está alterando sus hábitos de comportamiento, sus códigos de valores. El ser humano que se coloca delante de una pantalla del ordenador durante horas es tratado, por lo que está del otro lado de la pantalla, no como una persona, sino como un consumidor de contenidos y un usuario de aplicaciones tecnológicas. Lo está sacando de los contextos de seguridad que le permitían considerarse un ciudadano. Y ahora se ve tan solo como un generador de datos al que gobiernan algoritmos a nivel inconsciente, pero que a nivel consciente están propiciando cambios conductuales tan importantes como la polarización, el fomento del odio, la agresividad en las redes.

Es la condena a muerte del ciudadano kantiano.

Pues sí, porque está siendo condenado a ser un menor de edad. Ese es el gran desastre que está acompañando a la revolución digital. Estamos renunciando a creer que la modernidad podía proporcionarnos la capacidad para ser ciudadanos responsables de nuestra conducta. El gran problema que está generando la automatización es que vivimos una libertad asistida. Nos están ayudando a ser eficientemente lo que ya somos. Están desterrando de nosotros la posibilidad de errar. Cuando uno entra a una plataforma a consumir determinados contenidos esa plataforma memoriza y selecciona cuáles son nuestros hábitos, y nos conduce a un bucle en el que nos refuerza esos hábitos, y vamos convirtiendo la tecnología en una necesidad cotidiana sin la cual no podríamos sobrevivir.

De ahí lo de “no hay mentes libres en cuerpos obedientes”, como escribís en tu libro.

Sí. Este es el gran drama. Estamos generando unas dinámicas de servidumbre que nacen de lo cognitivo y que están claramente alterando las bases de nuestra cultura democrática. No solamente esto afecta a las clases con niveles educativos más bajos, sino que afecta también a las elites, aunque no sean capaces de reconocerlo, que cada vez se van sintiendo más atrapadas en un consumismo, un hedonismo que hace que renuncien a los pocos valores que ya tenían. Los están maquinizando a niveles absolutamente disruptivos en términos del ecosistema digital.

Lo que está en juego hoy, en definitiva, es el sistema democrático.

Si estamos cuestionando la ciudadanía kantiana, cuestionamos el modelo de nuestra democracia, porque para que una democracia funcione es necesario que el ciudadano tenga capacidad de imputación moral sobre sus decisiones. Si no tiene esa capacidad, estaremos cuestionando la base de legitimidad de la democracia, y eso está justificando la emergencia de cesarismos autoritarios, y una nostalgia del autoritarismo.

Planteás que eso se produce por miedo e inseguridad.

Claro. En un mundo como el nuestro, que está agotando la capacidad para generar respuestas a las preguntas de una realidad que está saliendo de una modernidad tardía para entrar en un proceso de una postmodernidad acelerada, y que además está siendo sacudida por infinidad de catástrofes. Y la estructura de valores y la institucionalidad que acompañaba el ejercicio de esos valores están siendo cuestionadas abiertamente por la desintermediación que genera el mundo tecnológico, que nos aboca a que uno no tenga respuestas. Si internet cuestiona la jerarquía epistémica sobre la que se sostiene la verdad, y no la admitimos, y nos vale lo mismo el testimonio de un conspiranoico que nos explica el mundo a través de una burbuja catastrófica donde la explicación está en QAnon, pues nos acabamos cargando la democracia, porque damos el mismo valor a un reputado catedrático de la universidad que a un conspirador.

¿Cómo se combate la posverdad?

Con educación. Creo que el gran proyecto que tenemos por delante es redefinir la educación. Hemos definido la educación sobre la base artistotélica de “cómo explico la realidad que corpóreamente interpreto a través de la razón”, y que me pone en comunicación con otros. Y ahora me enfrento a una realidad distinta, y es que me coloco frente a una pantalla que me ofrece una infoesfera que me hace olvidar esa realidad. El mito platónico de la caverna y de las ideas se está materializando a través de la pantalla. Y para combatir eso, como bien vieron los griegos, cuando definieron su paideia, su proyecto educativo, que es el que nos ha acompañado hasta ahora, pues necesitamos una redefinición de la realidad. Tenemos que generar habilidades críticas para que la pantalla no nos secuestre emocionalmente, y eso implica un cambio radical de los ejes del conocimiento. Y eso requiere todo un proceso de cambio, de regulación, de concientización social que se eleve al discurso político. Por el momento esa realidad no se da.

Las multinacionales tecnológicas son mucho más rápidas.

Trabajan el Leviatán, buscando la perfección del modelo. La pantalla del ordenador está pensada para que eludamos la conciencia crítica que acompaña al ciudadano kantiano. No se busca a un émulo de Kant sino el de un niño que está casi en su fase más infantil. Todo está pensado para que nos enganchemos de una manera irreflexiva con lo que está sucediendo del otro lado de la pantalla. Y eso requiere alterar el comportamiento humano y darle herramientas para no dejarse arrastrar por esa enorme capacidad que está haciendo que la tecnología entre en el escenario del mito y de la magia, con todo lo que eso representa. Y no olvidemos que el fascismo y el nazismo también tuvieron mucho que ver con ese pensamiento mágico.

La tecnología como la generadora de respuestas.

Olvidando que es un poder y que como vio Foucault, nunca es neutral. El poder, especialmente el tecnológico, y eso lo ha analizado la escuela de Frankfurt, con Adorno o Walter Benjamin, es un poder que no es neutral y que está permanentemente recreando el mito fáustico, de llevarnos a ir más allá de las posibilidades presentes. Y esa dinámica requiere un cambio en el modelo de la educación, que haga que seamos capaces de comprender que estamos frente a una realidad que no puede dejarse ir de las manos del control humano.

Cuando las fuerzas políticas que encarnan esto lleguen al poder político, no se frena más.

Ese es el debate.

Trump fue una especie de manifestación de eso.

Fue un ensayo.

Bastante exitoso.

Sí, que durante cuatro años permitió desarrollar un proyecto casi de laboratorio, del que está aprendiendo el mundo que alimentó la emergencia de Trump. Cuando Hitler fracasa en 1923, tras el golpe de Múnich, espera casi diez años para definir perfectamente el proyecto y allanar los obstáculos que en 1923 le habían impedido convencer a los que supuestamente tenían que haber estado alineados con él. Por eso digo que Trump es un proyecto que no ha sido enterrado, porque hay detrás una fuerza que es plenamente consciente de que la tecnología es poder, que tiene la capacidad de cambiar el mundo y las personas que lo habitan. Hay un movimiento muy interesante que se llama “Ilustración Oscura” (Dark Enlightenment), un movimiento neoreaccionario que cada vez tiene más adeptos y más fuerza dentro de la derecha alternativa norteamericana, que viene a reconocer que la democracia es un obstáculo para la única posibilidad real de superar el mundo de catástrofes, de incertidumbres. La tecnología necesita liberar toda su fuerza de cambio para llevarnos a la utopía del futuro. La democracia es un obstáculo, que está impidiendo que el ser humano no sea capaz de vencer a la muerte porque tiene ciertos límites éticos alrededor de la finitud de la vida. Eso está ahí, y es algo que está presionando el imaginario que generan las grandes corporaciones tecnológicas, y que alimentan a la política norteamericana. Y ya no hablamos del caso chino porque ahí no hay ningún tipo de limite democrático, es decir, la pulsión transformadora de la tecnología está al servicio de un capitalismo de vigilancia y de una verticalización confuciana del Partido Comunista chino.

El populismo de derecha actual es el heredero autoritario de los neoliberales de los noventa.

Sí, creo que en gran medida es el producto de un neoliberalismo que saca a la luz el gen autoritario que tuvo en sus orígenes y que viene de la mano de considerar que el ser humano es, antes que cualquier cosa, un homo economicus, y que por lo tanto solamente tiene un condicionante moral, el ser eficiente a través del egoísmo en determinar cómo gestiona sus necesidades en un intercambio de mercado. La democracia tiene interés para el neoliberalismo si contribuye a que el mercado funcione dándole una estabilidad a los precios. Y para que haya estabilidad en los precios tiene que haber orden. Y si no hay orden, no hay estabilidad de precios, y no se asigna lo que para el neoliberalismo es el verdadero test de valor moral, que es la justicia o injusticia de los precios. Y eso evidentemente implica una interpretación donde el ser humano ni se ve como persona ni como ciudadano, sino básicamente como consumidor, y eso nos vuelve a conectar con el discurso que comentábamos antes, acerca de cómo nos trata la infoesfera, la pantalla. Por eso hay una peligrosa complicidad, que funciona casi de manera espontánea entre el anarcolibertarismo de los líderes de las grandes corporaciones tecnológicas y grandes promotores de lo que ha representado la infoesfera, y el neoliberalismo. Y si en el contexto que estamos describiendo se propaga el desorden, entonces el gen autoritario que subyace en el pensamiento neoliberal, prima. Porque si no hay orden, no hay prosperidad. Eso los chinos también lo han interiorizado también, y es curiosa la conexión de un neoliberalismo que también en parte se ha acabado convirtiendo en el catolicismo del capitalismo de Estado que ejerce China a nivel planetario.

Muchas veces se habla de liberalismo y neoliberalismo como sinónimos.

No lo son. Se declaran liberales porque en el fondo se creen los verdaderos intérpretes del pensamiento liberal, que nace del humanismo, de los principios y valores que articularon la modernidad. Y la modernidad nació de un discurso de la razón, de un discurso iusnaturalista, que veía al ser humano como un ser obligado ante Dios a cumplir con unos deberes en relación con sus semejantes. Ese discurso moral, como lo vio Max Webber, alimentó el nacimiento y el pensamiento del mundo capitalista, y es lo que el neoliberalismo hace desaparecer. El liberalismo plantea que a la economía se llega como consecuencia de un proceso sin ser la causa original de ese proceso. El neoliberalismo invierte los términos y considera que el origen está en el interés económico. Curiosamente hace una interpretación ideológica muy semejante a la que se plantea el marxismo. Es una dialéctica.

Para el marxismo la base material es fundamental.

La escuela austríaca parte de una dialéctica muy parecida a la del marxismo. Y por eso, cuando cae el muro de Berlín, en un contexto dominado por una cierta hegemonía interpretativa neoliberal, en los años noventa, se considera que en el fondo quien ha ganado es el neoliberalismo, porque lo que ha provocado la caída del muro de Berlín ha sido el pulso económico que Occidente le ha planteado a la Unión Soviética, y especialmente después de la revolución conservadora de Reagan y Thatcher. Y claro, ahí uno se olvida que no, que era una confrontación, como bien vio Popper, entre una sociedad abierta y otra cerrada. Entre los valores humanistas de la cultura ilustrada, incorporados al discurso de la democracia liberal, con todo lo que representaba, donde también estaba la defensa de un mercado libre, pero no en una interpretación neoliberal sino ordoliberal, que fundamenta lo que luego es el mercado común europeo, o el New Deal de Roosevelt. Y, sin embargo, todo eso se deja atrás y se cree que es consecuencia de la eficiencia de un modelo económico basado en una prosperidad estrictamente neoliberal. Al final, la crisis de 2008 puso de manifiesto que el problema estaba adentro del diseño. Tras esa crisis hemos sido capaces de mantener una cierta prosperidad, pero, sin embargo, infiltrada ya la automatización. Por eso creo que la gran batalla que hay que dar es una batalla de igualdad. No puede haber orden social, paz social ni progreso si no hay igualdad.

Libres e iguales, como dice Rawls.

Por supuesto. Los dos grandes autores de una enorme actualidad en estos momentos, a pesar de que han pasado ya muchos años, siguen siendo John Rawls y Amartya Sen.

Por estas tierras emerge un tal Javier Milei. ¿Cómo lo valorás?

No es un fenómeno nuevo. Lo encarna el pensamiento libertario norteamericano, el anarcoliberalismo, esa especie de neoliberalismo autoritario que va calando entre clases medias que han perdido su estatus y que se sienten desprotegidas. Es lo que Ayn Rand describió en una novela que se llama La rebelión de Atlas. Ese discurso no es nuevo. También lo protagoniza el pensamiento librecambista legitimador de la revolución industrial, que Herbert Spencer lo convierte en un catecismo político. De igual manera que un comunista no es un socialdemócrata, aunque hablen de igualdad, de justicia y de solidaridad, Hannah Arendt no es Ayn Rand, y Popper no es Hayek. Si le preguntas a alguien quién encarna la reflexión moral sobre la libertad, tendrías que ir a Locke. Sobre el Estado, para un liberal, habría que ir a Montesquieu. Sobre los efectos sociales de este discurso en la sociedad, a Tocqueville y Stuart Mill. Y en todos ellos la libertad no se entiende sin ley, sin regulación. Montesquieu decía que no hay libertad sin ley. Libertad sin ley no es libertad sino licencia. Para que pueda haber responsabilidad tiene que haber reglas y tiene que haber ley. Si no, y también lo decía Abraham Lincoln, es el derecho que los lobos creen tener sobre las gargantas de los corderos. Y esa ley de la jungla que se la apliquen otros si quieren hablar de liberalismo, porque eso no es liberalismo.

En nombre del liberalismo.

También en nombre del socialismo Stalin levantó el “paraíso socialista”,  y ya sabemos el desenlace de millones de muertos que tuvo, en opresión, en dictadura. El propio Mao. En determinado momento se puede construir una distopía alrededor de la igualdad y también alrededor de la libertad, si la libertad se interpreta como ley de la jungla. Para eso ya tenemos los planteos de Herbert Spencer o Ayn Rand.

La tecnología está condicionando a los poderes políticos. El caso de Trump fue paradigmático. Llega por la tecnología y después es vencido por reacciones de las mismas empresas que lo censuraron.

Solamente lo censuran de una manera clara y definitiva en el último minuto del partido, el 6 de enero de 2021, cuando se toma el Capitolio. Hasta ese momento no se le había censurado. Lo que permite la toma del Capitolio tuvo que ver, precisamente, con que no había censura. En el último minuto las corporaciones tecnológicas decidieron que se ponían del lado de la democracia. Carl Schmitt, el gran teórico del fascismo, decía que soberano es aquel que decide en los momentos de excepción. Y en la excepcionalidad se ve realmente al soberano. ¿Quién fue soberano el 6 de enero de 2021? Las corporaciones tecnológicas, que sin la ley ejercieron una soberanía que no es democrática sino aristocrática. Hay un poder aristocrático.

Capaz de censurar al presidente de los Estados Unidos.

O de legitimar un golpe autoritario, si no llega a censurarlo. Ojo. Si no se llega a censurar a Donald Trump y se le bloquean las cuentas ese día, ¿quién nos garantiza que la propagación de sus soflamas no iba a provocar un fenómeno parecido al Tea Party cuando surgió, que también surgió por contagio de redes, haciendo surgir mil hongos por todo Estados Unidos? Podrían haberse producido cincuenta asaltos a las asambleas y parlamentos, perfectamente. La sociedad norteamericana estaba emocionalmente secuestrada ante lo que estaba sucediendo en esas últimas horas de la administración Trump. Y no fue la ley la que impidió que Trump no llegara a ser presidente de los Estados Unidos, sino las corporaciones, que bloquearon la capacidad intoxicación que a través de las redes sociales Trump estaba generando en ese momento.

¿Cómo el aparato del Estado no reacciona frente a eso en Estados Unidos?

Pues porque el modelo político norteamericano es un modelo de monarquía presidencial, donde el presidente es el comandante en jefe hasta el último momento. Algunos militares tuvieron que recordarle al presidente de los Estados Unidos que tenía que resignar el poder. Si una parte significativa de la sociedad norteamericana, por no decir mayoritaria casi, se hubiera echado a la calle para defender la continuidad de Trump como presidente,  ¿quién hubiera tenido la responsabilidad de restablecer el orden público? Él. Y si él no se alineaba, ¿qué hubiera sucedido, con un congreso secuestrado?

Lo salvó Mike Pence.

Efectivamente. Lo que sí vimos en ese escenario es que Jack Dorsey, CEO de Twitter, reconocía que estaba tomando la decisión de censurar la cuenta de Donald Trump aunque eso dañaba la imagen reputacional de la empresa y la libertad de expresión. ¡Vamos!, ¿cómo alguien, ante un claro escenario de golpe de Estado, puede considerar que tiene dudas de dónde está la legitimidad de la decisión?

Sin embargo, las redes sociales sirvieron para que Obama llegara al gobierno.

Porque son los desarrollos tempranos del modelo, cuando el acceso a la tecnología y el acceso inicial a las redes estaba vinculado a unos grupos sociales…

Más elitistas.

Que tenían clara esa conciencia kantiana de la que hablábamos antes. El problema es que las redes sociales se han ido extendiendo al conjunto de la sociedad y han ido desarrollando modelos en que los diseños algorítmicos lo que buscan favorecer es la generación de tráfico, de datos, para luego comercializar esos datos. Y han comprendido que en los sesgos algorítmicos generas más datos si favoreces el odio y la polarización que si favoreces un debate intelectual entre políticos.

¿Y no se frena más que con educación? ¿O con controles?

Se controla con ley y con educación, y eso significa que los algoritmos deben ser regulados. Y de hecho la Unión Europea está trabajando sobre inteligencia artificial. Ya lo ha hecho con reglamento de datos, en el sentido de que ha generado un blindaje que propicie la confidencialidad de determinados datos asociados a la privacidad e intimidad de las personas. Está regulando el ámbito del mercado digital, ordenándolo alrededor de ciertas series de condicionantes, y que la transición digital sea humanista y preserve al ser humano en su centralidad y en su dignidad. Y eso está limitando enormemente los desarrollos en inteligencia artificial. Y creo que el escenario futuro es la regulación de los algoritmos, en el sentido de que, de igual manera que hacer un yogur está sujeto a unas reglas que protegen la salud de las personas y establecen desde plazos de caducidad a responsabilidad sanitaria, así en el ámbito de la salud mental asociado a comportamientos conductuales que sabemos que inciden de una manera muy determinante en nuestro consumo de contenidos y uso de aplicaciones en internet a través de los algoritmos, deben ser también objetos de regulación.

Como la publicidad de las golosinas para niños.

Por supuesto. Si estamos fijando normas sanitarias, tiene que suceder lo mismo con los algoritmos. Estoy simplificando y no quiero ser populista, pero en el fondo es lo mismo que está sucediendo. Tenemos que comprender que el algoritmo debe ser regulado. Y, es más, debe introducirse una función social alrededor del algoritmo, de igual manera que la propiedad privada tiene una función social y, por ejemplo, un creador tiene un derecho de propiedad limitada en el tiempo sobre la explotación de una novela o una película, aunque se preserva su autoridad moral por el resto de su vida, y lo mismo debe suceder con esto. Con los algoritmos la regulación debe evitar sesgos que propaguen el odio, la violencia, que generen discriminación, etcétera. Y también con los datos. Hace falta ir generando mecanismos, y en esto Europa está tratando de liderar, para propiciar una gestión colectiva, como sucede con los derechos de autor, pero aplicados al ámbito de los datos. Lo que no podemos hacer es permitir el diseño de una economía plataformizada que transforma el capitalismo desde un tipo fordiano, donde había un pacto capital-trabajo, a otro cognitivo donde ese pacto se rompe y solamente hay capital y el trabajo se desintermedia, rompiendo todas sus costuras legales, para pasar a convertirse en un producto de uso sin ninguna compensación por parte del titular de la plataforma.

Es muy difícil vencer la tendencia hedonista de las personas. Somos nosotros mismos los que generamos los datos. ¿No implicaría limitar la libertad de los individuos?

Implica limitar la libertad del individuo sometiendo la creatividad como sucede ahora con condicionantes éticos respecto a determinados valores que deben ser preservados. ¿Limita la libertad de movimiento el hecho de que cuando nos movemos en coche debamos observar un código de circulación? No hay una restricción de la movilidad, sino que hacemos posible la movilidad, sin que acabemos en una jungla. Si eso pasa en el terreno analógico, ¿por qué no debe pasar lo mismo en el tecnológico? ¿Qué razón hay para negar que lo que ha sido beneficioso para la sociedad, para el individuo, no vaya a operar en el ámbito de la infoesfera? Se está produciendo un incremento de las enfermedades mentales, una alteración de los códigos conductuales de las personas, que están generando situaciones de discriminación, polarizaciones que están desestabilizando el modelo político. Situaciones de desigualdad económica que están concentrando la riqueza que genera la economía plataformizada en unas poquísimas manos a costa del daño que está teniendo en los profesionales, en las clases medias y trabajadoras. Estamos alterando los ejes de normatividad de nuestro mundo tal y como lo conocíamos y estamos entrando en otro que no tiene normas. Y se nos promete que al final del camino seremos compensados por los daños que tengamos que sufrir como sociedad durante esa transición. ¿Y dónde se ha visto que una sociedad democrática tenga que extender un cheque en blanco a favor de esa posibilidad?

En la iglesia.

Claro. Volvemos a la edad autoculpable de la que hablaba Kant. Habíamos aceptado desde hace dos siglos que esa realidad no era operativa. Si aceptamos que vuelve a ser operativa, ¿eso cómo se llama? Se llama regresión. Significa que una reacción se ha producido y nos ha vuelto a la casilla de salida, ¿y dónde queda el progreso de este tiempo?

¿No hay una tendencia, a nivel de la humanidad, de creer que la democracia no es tan importante cuando hay otras cosas en juego?

Si asociamos una relación causa-efecto entre democracia y catástrofes, si se acepta socialmente que hay una conexión entre la propagación de la catástrofe y el fracaso gestor de la democracia en relación a esa catástrofe, entonces las catástrofes se llevarán por delante las democracias, porque la sociedad lo que reclamará es eficacia en cómo neutralizar los efectos y las externalidades negativas de las catástrofes. Por tanto, no se puede aceptar esa concatenación y esa causalidad. La política tendrá que poner de manifiesto que la democracia ha sido capaz de gestionar con relativo éxito la pandemia, donde más calidad democrática había.

Los chinos tuvieron un control bárbaro.

¿Nos creemos las cifras de los chinos? ¿Dónde está la credibilidad china? ¿Alguien puede pensar que en China ha habido cuatro mil setecientos muertos, como al día de hoy se sigue sosteniendo? Cuando la pandemia a nivel global ha sido multimillonaria. ¿Solo cuatro mil personas han podido morir en China? A ver si soy capaz de explicarlo. ¿China ha tenido éxito gestionando la pandemia?

Aparentemente, sí.

Claro. Aparentemente, sí. ¿Con qué coste? Sabemos que si ha tenido éxito es reforzando un capitalismo de vigilancia que ha desarrollado un modelo de plataformas que en estos momentos ha hecho posible que el chino de a pie asuma que su vida se premia o se castiga en función de cómo cumple con las obligaciones que socialmente establece una plataforma. Es decir, ha entrado en un escenario de práctica desaparición de cualquier pauta crítica y de emancipación social. ¿Podemos valorar ese coste, en términos morales y éticos? Para un demócrata ese coste es tan inasumible que aunque tan solo proporcionara cuatro mil muertos, no es equiparable al efecto pernicioso de hacer más eficiente la tiranía. Ese modelo, para mí, en términos de legitimidad ética, carece de cualquier tipo de consideración. Pero frente a eso, países como Japón, Corea del Sur o Taiwán han vivido la pandemia con cifras bajas de fallecidos y curiosamente han incrementado los índices de calidad democrática que tenían antes de que se produjese la pandemia. Han generado mecanismos de plataformas democráticas a través de las cuales el debate público se ha preservado, han cuestionado a sus propios gobiernos en determinados momentos, y las democracias no se han erosionado.

A Taiwán le queda poco.

Le queda poco en la medida en que tal vez China siente cada vez más la tentación de anexionársela, como puede pasar con Hong Kong. Progresivamente China está incrementando la presión sobre aquellos ámbitos en que la liberad está más o menos socializada.

Setecientos millones de personas sacadas de la pobreza, con el régimen opresor. Capaz que con democracia y libertad seguirían como campesinos muertos de hambre. ¿Cómo se contrapone eso a lo ético?

La historia ha demostrado que el supuesto éxito de la planificación que el socialismo hacía en la Unión Soviética y que ofrecía unos datos con los que querían convencer a mucha gente en Occidente de que la revolución era un éxito, sin embargo, cuando se levantó el telón de la mentira oficializada se demostró que no era así. Sucedió desde Chernóbil hasta el desastre ecológico del Mar de Aral. Si no hay un régimen de opinión pública libre, sin mecanismos de controversia social y debate público en libertad, los supuestos avances que uno ofrezca, entonces no hay la suficiente base ética para aceptarlos en términos de razonabilidad. Es verdad que China está creciendo económicamente, nadie puede discutir que ha mejorado la realidad que tenía hace cincuenta años. Pero China aloja en su seno a muchos millones de chinos que viven en el inframundo, en situaciones económicas que son peores que en el tercer mundo, y que curiosamente contribuyen a la mejora de la prosperidad y de la competitividad de la economía china. Esas situaciones tensionan cualquier modelo.

¿Y en qué se diferencia eso de Amancio Ortega con fábricas de tejidos en Bangladesh o Filipinas, con gente en las mismas condiciones?

Son situaciones que pueden tener cuestionamientos éticos discutibles, pero en un caso estamos hablando de un debate sobre los efectos de la desigualdad que la globalización está teniendo en la generación de una prosperidad que disfrutamos los países desarrollados. Y otra cosa muy distinta es que un país esté construyendo la imagen de que su prosperidad está asociada al éxito de su modelo de capitalismo de vigilancia, de plataformas que potencian aún más la desigualdad, y que lo que están haciendo es sacar a un país que estaba en el infradesarrollo llevándolo a unos niveles tolerables de prosperidad más o menos generalizados, pero que conviven con situaciones de persecución de la libertad y de vulneración de los derechos humanos. Otros países que afrontaron procesos de take off económico y prosperidad fueron capaces de conciliarlos con el reconocimiento de los derechos humanos, con la  extensión de la democracia y con un debate público que cuestionaba que ese avance pudiera ser considerado como un auténtico éxito. En las sociedades desarrolladas occidentales, en todo su proceso de creación de prosperidad, el debate crítico acompañó el proceso a nivel intelectual y a nivel político. En China esa realidad no se da.

Bélgica exprimió al Congo y de ahí sacó sus riquezas.

Con debates sociales y con crítica. Y en un modelo democrático que finalmente reconoció sus contradicciones.

Lo que no quiere decir que los chinos dentro de cien años no lo reconozcan también. El tema es por qué Occidente no cuestiona ese modelo de desarrollo chino.

Una de las cosas que tiene que ir asumiendo la cultura occidental, si realmente quiere contribuir a un modelo de gobernanza que permita a todos los seres humanos entendernos sin acabar volviendo a vivir las matanzas del siglo XX, es respetar al otro en su diferencia. Pero siempre y cuando respete ciertos estándares que a mí, como occidental, me identifican como una democracia. China está afrontando un proceso de cambio que está orientado básicamente a sacar al país de su atraso milenario en términos económicos y sociales, pero no está levantando su estructura autoritaria. Y yo cuestiono lo segundo, y considero que lo primero no libera a lo segundo del debate político que creo que debe acompañar a las sociedades occidentales, el estar en relación con China y fraguar con ella convenios, acuerdos, relaciones.

Acordate de la actitud que tuvo Europa con Sudáfrica en la época del apartheid, cuando se condenaba universalmente. Con China no se escucha eso, porque la potencia económica china aparentemente condiciona al mundo, hoy por hoy.

Si tuviera que llevarlo realmente al terreno de la reflexión, creo que es más consecuencia de una inhibición culpable que Europa tiene en su relación con China asociada en la medida en que no ha resuelto todavía los procesos postcoloniales. A Europa le cuesta mucho trabajo cuestionar determinados fenómenos políticos que tienen que ver con las relaciones que históricamente fraguó el colonialismo con determinados países.

¿Complejo de culpa?

Europa no puede entenderse a sí misma y todavía es un proceso que está pendiente. Francia lo personifica muy claramente en su relación con África, y particularmente con Argelia. Y evidentemente hablo del resto de los países europeos, empezando por el Reino Unido, Alemania y Bélgica. Todo esto de alguna manera pesa como una culpa colectiva, que lastra mucho a Europa, porque también críticamente reflexiona sobre el eurocentrismo de sus planteamientos en las relaciones con otros países. Europa y las democracias occidentales son muy conscientes de que son ellos los que tienen capacidad para influir en China, cuando se producen violaciones de derechos humanos. El caso de Hong Kong es claro. Los debates públicos en el Reino Unido o dentro de la propia Unión Europea están proyectándose sobre la relación que mantienen con China. No hemos llegado a un escenario de sanciones económicas, pero si la situación en Hong Kong siguiera deteriorándose, ¿por qué hemos de aceptar a priori que Europa no vaya a enfriar sus relaciones comerciales? Como ha pasado con Europa en relación a Israel con la represión palestina. Europa ha ido evolucionando a algo que parecía imposible hace veinte años, yendo hacia una posición crítica en su relación con Israel. Por otra parte, si analizamos los tratados de cooperación de Europa con China, vemos que hay una diplomacia fría en la relación. Son muy pocos los países europeos que tienen una relación bilateral con China. Creo recordar que son Grecia, Italia y Portugal.

Europa es absolutamente subsidiara de Estados Unidos en su política internacional.

Bueno, ya no, como se ha puesto de manifiesto en el debate público tras la crisis de Afganistán. Creo que Europa ha tenido conciencia de que necesita replantearse su política exterior y comprender que Estados Unidos en algunos momentos no ha demostrado toda la fiabilidad que merecería, como se ha visto ahora, con la crisis abierta en Francia con la venta de submarinos a Australia.

Algunos argumentan que es muy difícil que una sociedad en donde la gente empieza a tener libertad de opción para consumir cosas luego no quiera decidir quién lo dirige. Se empieza por la libertad de mercado y se termina por la libertad política. ¿Ves posible ese proceso en China?

Me gustaría creer que ese proceso tendría que ser así. Creo que con el tiempo he ido entendiendo que culturalmente Asia aloja la capacidad para interpretar la democracia con éxito social tal y como lo demuestran sociedades como la coreana, la japonesa, la taiwanesa, o en su momento Hong Kong, o la propia India, que es una democracia extremadamente compleja. Han sido capaces de ir erosionando desigualdades milenarias que estaban enraizadas en su cultura, a raíz de la educación, del avance económico, de políticas de fomento de la igualdad, y sin cuestionar la democracia. Avanzando en los procesos democráticos. Eso me haría pensar que en el horizonte chino pudiera darse una situación así. Sin embargo, el control que la tecnología proporciona a un capitalismo de vigilancia como lo es el chino es tan poderoso, con una capacidad de control y al mismo tiempo de seducción, en sociedades que salen prácticamente de una esclavitud milenaria a un escenario de prosperidad más o menos extendido y homogéneo, que no sé si finalmente ese desenlace será el esperable. No lo sé. Realmente estamos hablando de un país de mil quinientos millones de habitantes, al que toda la estructura política, un diseño tecnológico y un proyecto económico conducen a la homogeneización en una serie de patrones sociales que están consiguiendo una sociedad disciplinaria. Un gran panóptico. Y en ese escenario, ¿dónde está el pensamiento crítico fuera de algunos intelectuales, que están siendo valientes y capaces de cuestionar el sistema tal y como lo entendemos?

Los chinos mandan estudiantes a Europa, a Estados Unidos. Gente que se forma, que viaja. Extranjeros que entran. No es una sociedad cerrada como la que podía ser la de Europa Oriental ¿Eso no genera apertura?

El pensamiento marxista pensó que la estructura del mundo era económica.

Me reconociste que el neoliberalismo también.

Pero la revisión gramsciana pone de manifiesto que, aunque no se quiera admitir deliberadamente, la estructura del mundo es cultural.  En China estamos frente a una cultura milenaria que combina dos marcos interpretativos que no favorecen la libertad sino la obediencia. Uno es operativo para la elite, que es el confucianismo, y el otro es operativo para la masa social, el taoísmo, la hibridación con esa posmodernidad acelerada que transforma el mundo en un capitalismo de plataformas en el que sale a la luz todo lo que antes estábamos comentando y que desestabiliza el orden de la democracia liberal en culturas abiertas a la libertad desde un punto de vista histórico, como lo son las sociedades occidentales, ¿qué efecto no van a tener en una sociedad donde estructuralmente la cultura tiene una vigencia de la obediencia con un arraigo tan poderoso? Ese es el debate, que no lo afrontamos porque entre otras cosas nos faltan sinólogos. Los chinos nos conocen mejor a nosotros de lo que nosotros conocemos a los chinos.

¿Pero no hay un fundamentalismo democrático en querer imponer los valores de Occidente en culturas milenarias, en el mundo musulmán o en China?

Es un debate recurrente pero que creo que ya no es operativo en el mundo actual. Creo que más allá de dónde provengan geopolíticamente las ideas que acompañan a la identificación de cuáles son los patrones de la dignidad humana, esta existe. Y la dignidad humana plantea unos valores comunes, y esto lo defiende Amartya Sen, que no es precisamente alguien que responda a ese análisis. Donde el derecho a la educación, al pensamiento crítico, a la identidad, a responsabilizarnos de una autenticidad personal o comunitaria que no cuestiona al derecho a la propia identidad, disímil de los patrones comunitarios, en la lectura cultural que queramos dar, es aceptablemente común para todas las civilizaciones. Incluso, a los valores confusianos o taoístas. Sin embargo, cuando eso se hibrida con una ideología y con una estructura social que a través de la tecnología organiza un elemento como es la obediencia, estructuralmente hegemónico, ya no estamos hablando de eurocentrismo ni estamos tratando de subvertir un cierto multiculturalismo global. Estamos hablando de que es un autoritarismo eficiente. Podrá proporcionar prosperidad, pero la capacidad crítica para cuestionar ese modelo, que es un indicador común a todas las civilizaciones, se está negando. Y esto es lo que me preocupa de China. Y no creo que sea respetable. Para mí es cuestionable en términos éticos. Creo que las democracias occidentales debemos tener presente que hay determinadas situaciones que a lo mejor deben entorpecer la facilidad con que estamos manteniendo relaciones con China. Ciertos condicionantes debemos tener. Negarle a un profesor universitario la capacidad para poder publicar libremente, aquí, en Teherán o en Sudán del Sur, debe ser objeto de protección por parte de quienes defendemos unos ciertos valores comunes al conjunto de la humanidad.

Está perfecto poner el foco en China. Pero Estados Unidos lleva invasiones al mundo, explotaciones de todo tipo. ¿Por qué no se pone en la picota ese tipo de cosas?

Se le ha puesto, y seriamente, durante mucho tiempo. Lo que sucede es que, en estos momentos, creo Estados Unidos está bastante alejado de estos patrones neocoloniales que caracterizaron una parte muy importante de su diplomacia durante la Guerra Fría. No creo que en estos momentos Estados Unidos esté contribuyendo de una manera abierta a la vulneración de los derechos humanos, activamente respaldando a gobiernos que cuestionan la democracia.

Arabia Saudí.

Arabia Saudí es un país donde existe una presión internacional y política muy grande, que le lleva a ir cuestionando su modelo político.Pero también está evolucionando la manera en que nos estamos relacionando con determinados países, y el ejemplo de Arabia Saudí está muy bien traído. Reconozco que es verdad que es un problema para la comunidad democrática la convivencia con un país como Arabia Saudí, que en parte también está condicionando nuestra manera de gestionar el realismo político, por la dependencia en el ámbito de los hidrocarburos o la generación de la importación de gas natural. Pero se van produciendo avances.

Y España le vende armamento.

Como Francia, y otros países, por supuesto. Forma parte de las contradicciones éticas de nuestra democracia, que dan lugar a discursos críticos que no son silenciados. Ese es un elemento cuantitativo que en mi opinión no es menor. Para mí es sustancial. Hay cosas que no me gustan de mis gobiernos, como estoy convencido de que hay cosas en Francia que a muchos franceses no les gustan de la política exterior que su país lleva en el África Subsahariana. Pero sin embargo hay una prensa que discute esa política, hay unos diputados en el parlamento que critican y obligan al gobierno a dar explicaciones sobre por qué eso se está produciendo, y hay un daño reputacional a las marcas que se nutren de ese tipo de negocios con esos países que no reúnen ciertos estándares éticos que una sociedad democrática interioriza como propios. Y ese dato, para mí, es un elemento que no salva la responsabilidad geopolítica pero que con el tiempo entiendo que hará posible cambios como los que, de alguna manera, empieza a vivir la sociedad saudí.

Donde ya dejan manejar a las mujeres.

Sé que es una frivolidad decir que eso es un avance, pero está denotando que hay ciertas tensiones sociales que se están produciendo. También habría que reflexionar hasta qué punto los europeos no tenemos un prejuicio a la hora de interpretar y juzgar nuestra relación con el mundo árabe, y en particular con el islam. Seguimos pensando en el islam cuando hablamos de Arabia Saudí, pero el islam es chií, sufí, suní, es una complejidad. Eso nos abre un ámbito de reflexión.

Explícame la defensa de Gramsci por parte de un liberal.

Hemos sido víctimas de una interpretación ideologizada del marxismo, que ha sacado a Marx de sus ejes más profundamente humanistas. Creo que una parte muy importante del pensamiento marxista, en el sentido de una lectura de El Capital, debería ser limpiada de la ideologización economicista que lleva a cabo el revisionismo marxista leninista a partir de la revolución soviética y de la última Internacional. Para quienes defendemos una modernidad crítica, ese es un proceso que no nos debe preocupar. Yo hago una lectura de Carl Schmitt, de las lógicas amigo-enemigo, que me parece, en términos plásticos, muy verosímil cuando identifico y analizo la política. ¿Y eso hace que desprecie a Carl Schmitt? No, todo lo contrario. Lo pongo en valor en las partes en que considero que su análisis puede ser interesante y enriquecedor.

¿Y Gramsci?

Creo que Gramsci hace una revisión del pensamiento marxista que saca a la luz un aspecto que no ha sido suficientemente valorado por los gramscianos, como lo es el valor que realmente está atribuyendo a la cultura desde un punto de vista estructural. Eso supone revisar totalmente el pensamiento marxista. Creo que es verdad que un elemento motivacional y conductual muy importante en el ser humano tiene que ver no con la lengua o con la identidad nacional, cuando se habla de cultura, sino con la cultura en sus raíces más profundas, y que tienen que ver con el universo simbólico en el que uno ha construido una parte fundamental de su educación sentimental. No es lo mismo nacer en la Alejandría cosmopolita de los años veinte y treinta, o en la Constantinopla de los últimos estertores del imperio otomano, que nacer en el Berlín de los años cuarenta o en la Italia de los años treinta. Donde en un determinado momento la cultura opera a nivel estructural, como en el imperio austrohúngaro, por ejemplo, se conforman identidades y maneras de aproximarse al mundo donde el valor de la tolerancia, la importancia del respeto al otro, la empatía, condicionan de una manera enorme nuestra aproximación al conocimiento. Los análisis de Lukács, ¿de quién dependen? ¿De su cultura austrohúngara o de su formación marxista? ¿Qué es más importante en él? En mi opinión pesa mucho más en su idea del asalto a la razón, y en su pensamiento que es original desde un punto de vista cultural, el entorno europeo que un análisis marxista.

Gramsci en definitiva lo que hace es darle a la superestructura el verdadero peso que tiene.

No quiero entrar en esto porque al final me veo de pronto erigiendo a Gramsci en un profeta del siglo XXI. Pero sí sería importante reivindicar que Marx es deudor de un mundo economicista como lo era el que culturalmente generó la revolución industrial. Pero Marx es un humanista. Uno lee a Marx y evidentemente está viendo a un humanista detrás. ¿Cómo no se va a ver un humanista en Marx, Gramsci o Maquiavelo? ¿Qué es más importante en un Gramsci: Maquiavelo o Marx? Fíjate lo que te digo.

Algunos dicen que El Príncipe es un manual para gangsters.

No estoy de acuerdo. Maquiavelo es un pensador republicano, un pensador obsesionado con cómo la ley debe controlar el poder. Es un lector de Salustio, de Tito Livio, de Polibio, de Cicerón, pero que decodifica su pensamiento como parte de la antigüedad y lo moderniza, haciéndolo partícipe del Renacimiento, y de una sociedad de masas que está experimentando los primeros cambios de una modernidad política temprana. Y ese es Maquiavelo. Y no es un manual de gangsters.

¿Por qué te definís como pesimista activo?

He leído mucho a Raymond Aron, que se reivindicaba como tal, como un pesimista activo. Si yo biográficamente interpreto el mundo de cuando nací, a finales de la década de los sesenta, y vi la caída del muro de Berlín, la eclosión de la democracia en toda Europa central, el desmantelamiento de todo lo que fue la dictadura soviética, y analizo el mundo hoy, y si sobre todo lo analizo desde una mirada europea que se proyecta sobre la propia Europa, pues me dejo atrapar por la idea de Santayana de que el hombre tropieza dos veces con la misma piedra de la historia, y entonces me siento un poco pesimista. Tocqueville era un poco pesimista también. Pero eran pesimistas esperanzados, activos, que consideraban que el progreso era consecuencia de caer, levantarnos y avanzar unos pasos. Pues no puedo evitar pensar en esa reflexión de Vico de un eterno retorno.

También viste caer la dictadura de Franco y hoy ves el resurgir de VOX.

Claro, y yo vengo de una familia doblemente republicana y represaliada por la dictadura, entonces me sienta muy mal todo lo que veo. Me duele mucho. Porque además yo he vivido directamente un proceso de secuestro de la memoria deliberado en mi familia, para tratar de olvidar lo que representó la represión sobre ella. Y yo me he sentido en parte partícipe, porque como español me he creído, durante mucho tiempo, que la transición fue un éxito. Pero creo que fue un éxito basado en que una parte de la sociedad española decidió olvidar, de manera generosa, y no se procedió a lo que creo que es fundamental en toda sociedad democrática, que son los procesos de sanación. Ahora, la sociedad vasca, por ejemplo, en relación al terrorismo, está contando con una gran inteligencia con un proceso de sanación lento, que curiosamente se está reflejando en la literatura, en el cine, en la novela, donde no hay justos y pecadores. Incluso dentro de los pecadores hay justos y doblemente pecadores. Es una sociedad que está tratando de sacar a luz la complejidad de todo lo que vivió, pero que quiere salvar de forma correctamente honesta la memoria de las víctimas, que fueron los asesinados por ETA. Y sin embargo se está llevando a cabo un proceso de sanación, que en algunos aspectos está permitiendo una reconciliación real. En otros no, pero eso forma parte de los procesos de sanación, el no esconder lo que ha pasado. Y creo que la sociedad española en un determinado momento construyó la transición sobre la generosidad del olvido de quienes habían sufrido la represión.

De los cien mil en las cunetas.

Sí, de los cien mil en las cunetas. Y no solamente eso, sino del secuestro de una memoria republicana conscientemente gestionada y sufrida durante los años cuarenta y cincuenta. Mi familia vivió eso directamente, entones yo sé de lo que estoy hablando. Mi abuelo, que pertenecía a una clase media republicana, pues no fue condenado a muerte, pero al no retractarse de sus ideas políticas o convicciones republicanas tuvo que estar viendo, y esto me lo imagino mentalmente, cómo desmantelaba su biblioteca para ir vendiendo los libros y con eso sobrevivir, porque nadie le daba un trabajo. O vendía sus violines. Ahora mis hijas estudian violín, pero mi abuelo tuvo que vender sus violines, sus partituras. Entonces, claro, hay unos procesos de dignificación ética asociados a unos comportamientos que fueron secuestrados en la memoria de una manera deliberada. Y no creo que mi abuelo tenga que agradecer que se le respetara la vida para vivir esa humillación intelectual. Y que eso no esté operando sobre el presente, cuando se trata de reconstruir la memoria histórica, me produce un especial dolor, y por eso entiendo que, con pesimismo, sigo siendo activo porque hay cosas que no me gustaría volver a ver. Y no me gusta volver a encontrar que se hacen ciertas justificaciones con respecto al pasado.

 

 

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