Jueces y docentes
Que una niña sea promovida de cuarto a quinto año de escuela por decisión judicial, contra la opinión de la institución educativa en que cursa estudios, resulta extrañísimo. Al punto que, históricamente, no se conocen precedentes de decisiones de ese tipo.
Sin embargo, el hecho es consistente con el cada vez mayor desacuerdo –estoy tentado a decir el “caos opinativo”- que impera en nuestra sociedad respecto a muchas cosas, y en particular respecto al valor y al papel de las instituciones.
En un país en que no basta con probar la corrupción sino que es necesario argumentar para demostrar que la corrupción es indeseable, o en el que se considera una defensa admisible que otros sean tan o más corruptos que el ocasional denunciado, un país en que cada quien cree que alegando un “derecho” (sin importar si ese derecho es o no reconocido por alguna norma) puede pasarse por alto todas las normas y todos los procedimientos, no puede extrañarnos el caso de la promoción judicial ni que el mismo sea objeto de polémicas y ocupe los titulares de tapa de los diarios.
Eso también es consistente con otro rasgo que se está volviendo típico de nuestros debates públicos: el abordaje de temas importantes y permanentes a partir de casos melodramáticos, casi de folletín, aptos para despertar emociones y juzgamientos masivos para el caso concreto, sin ver las consecuencias generales que inevitablemente aparejan las soluciones adoptadas para cualquier caso en particular.
En este caso concreto, entran en conflicto dos funciones sociales muy importante: la función educativa y la función judicial. Para condimentar el asunto, está en juego también la situación personal de una niña que, según resulta de las actuaciones judiciales, padece de algún déficit atencional y de motricidad. Por si fuera poco, se cruzan en el debate teorías educativas, por ejemplo las que cuestionan a la “repetición” como mecanismo adecuado desde el punto de vista educativo.
Cualquier abordaje sensato del tema requiere definir ante todo una cuestión institucional: ¿tienen los jueces uruguayos competencia para juzgar las decisiones de las instituciones educativas? Y, si la respuesta es afirmativa, ¿cuál es el alcance de sus competencias y qué tipo de decisiones pueden tomar al respecto?
Al día de hoy, el debate está centrado entre quienes cuestionan la competencia del Poder Judicial para pronunciarse sobre la evaluación y promoción de un alumno (es la posición en general de todo el sistema educativo, incluidas sus autoridades) y quienes afirman que ninguna actividad puede estar exenta del control de legalidad que ejerce el Poder Judicial.
Paradójicamente, las dos posiciones parecen estar en lo cierto. Ninguna actividad debería ser ejercida sin posibilidades de contralor por parte de un organismo imparcial y especializado en el derecho. Por otra parte, también es cierto que los jueces no son competentes ni están técnicamente calificados para disponer por sí la promoción de un alumno.
¿Cómo se resuelve, desde el punto de vista institucional, esa aparente contradicción?
Quizá el problema no esté en la intervención del juez, sino en la naturaleza de la medida de amparo que dictó.
Supongamos que sea cierto el presupuesto en que se basa la sentencia (que la niña en cuestión no fue debidamente atendida en sus particularidades atencionales y motoras por parte de la Institución en la que estudiaba, por más que se le permitía escribir en una “tablet” debido a sus dificultades con la escritura). En todo caso, el asunto a resolver era si la niña había logrado o no cumplir con los requisitos exigibles para aprobar cuarto año de escuela, cosa notoriamente por fuera de las competencias y capacidades de cualquier juez. Es decir, el juez podría haber concluido que el desarrollo del curso, o la evaluación de la niña y la decisión de denegarle la aprobación, no habían cumplido con ciertas exigencias o garantías reglamentarias. Eso, tal vez (no conozco el caso más allá de haber leído la sentencia), podría haberlo llevado a disponer una nueva evaluación docente, con más garantías. O incluso eventualmente haber dado lugar a una demanda posterior de los padres contra la institución educativa por los daños y perjuicios causados a la niña. Lo que parece inadmisible es que el juez disponga por sí la promoción de la alumna. Porque eso obviamente está fuera de sus competencias y de su calificación técnica.
Los jueces deben resolver a menudo sobre actuaciones técnicas en áreas de desconocen. La responsabilidad médica es un caso típico. Los jueces –en base a pericias técnicas y otros elementos probatorios- deciden si el médico actuante cumplió o no con las reglas y los protocolos de su profesión. Lo que los jueces no pueden hacer es realizar por sí un acto médico en sustitución del que fue mal realizado por el médico demandado.
Si la evaluación de un alumno es un acto técnico, propio de educadores, los jueces pueden, en base a pericias y otros medios probatorios, determinar si se realizó en forma reglamentaria y con las debidas garantías. Pero, al igual que les ocurre con los médicos, no pueden sustituir al docente para dictar la aprobación del curso.
Esto es lo que puedo decir sobre el aspecto estrictamente jurídico del asunto, sin perjuicio de que mi opinión pueda no ser compartida o pueda ser rechazada con otros argumentos.
Lo que me parece importante del asunto es que, una vez más, pone en evidencia lo endeble de nuestros acuerdos institucionales. Basta que un problema institucional se cruce con una situación ideológica o políticamente cargada, o emocionalmente removedora, para que nuestras convicciones institucionales sean superadas o incluso olvidadas al calor de la emoción, del fervor ideológico o de la camiseta partidaria.
Muy probablemente, la decisión judicial de este caso esté fuertemente incidida por conceptos ideológicos que pugnan por imponerse en nuestra sociedad. Así, la idea de que la repetición choca con “un derecho intrínseco de todo niño o adolescente que es la razonable expectativa de seguir avanzando en su educación y preparación”, como afirma la sentencia, implica una definición técnica, y muy probablemente ideológica: la de que la repetición es un instituto educativamente inadecuado. No es que esa postura carezca de dignidad y antecedentes. Todos conocemos la posición de Vaz Ferreira, que se oponía a las calificaciones educativas y a los exámenes. Sin embargo, la repetición está establecida en la reglamentación de la enseñanza y, hasta que un debate técnico y público laude el tema y cambie la reglamentación, no es admisible concluir que la repetición en sí misma viola derechos.
Lo verdaderamente preocupante es que ciertas convicciones ideológicas intenten aplicarse en crudo, sin pasar por el tamiz del debate público y sin el trabajoso pero necesario esfuerzo de convertirse en normas. En ese aspecto, éste no es un caso aislado.
El resultado es una sociedad imprevisible y sin garantías, en la que nadie sabe a qué atenerse. En el fondo, eso no les conviene a tirios ni a troyanos, a oficialistas ni a opositores. No le conviene a nadie, si nos miramos todos como ciudadanos.
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