Justicia por mano propia por Hoenir Sarthou
Mientras que el País palpita con el mundial de fútbol, otro policía fue asesinado y el Ministerio del Interior se apresta a reconocer que las cifras de violencia se han disparado a niveles record, superiores a todo lo conocido hasta ahora. No hacen falta muchas estadísticas para saberlo. Basta con seguir las noticias policiales en la prensa.
Sin embargo, está ocurriendo también algo más novedoso. Empiezan a proliferar los “arrestos ciudadanos” y, en barrios de Montevideo y ciudades del Interior, los vecinos se organizan para “patrullar” por su cuenta y autoproporcionarse la seguridad que, alegan, les niegan el aparato policial y judicial.
No hace mucho circuló un video en el que se ve a un grupo de personas torturando literalmente a un presunto ladrón, capturado por ellos mismos, mientras la policía demora en llegar a hacerse cargo del asunto. No es un caso aislado. Videos de arrestos ciudadanos más o menos violentos abundan en Youtube y en las redes sociales.
Más recientemente, una “patrulla” civil detuvo a una persona que circulaba por la calle con una garrafa de gas al hombro. Se instó –sin ningún derecho- a la persona a que demostrara el origen de la garrafa, para lo que tuvo que ir, con los vigilantes aficionados, hasta la casa de su madre para que ésta les explicara que la garrafa era suya y que se la había prestado a su hijo. Alguno de esos vigilantes fue entrevistado por la prensa y manifestó que habían realizado “un arresto ciudadano”. El error es notorio y preocupante. El arresto ciudadano, para ser legítimo, requiere que la detención se produzca en el momento mismo de cometerse o tentarse efectivamente un delito, y nunca por sospechas o preventivamente.
No hace falta tener una bola de cristal para saber cómo termina esa clase de cosas. Pronto habrá que tener tanto o más miedo de las patrullas civiles y de los arrestos ciudadanos que de los delincuentes.
No faltará el idiota (nunca faltan) que diga: “¿Y a mí qué me importa? Si se la dan a los chorros, bien merecido se lo tienen.”.
Esa actitud es idiota porque, cuando la furia y -¿por qué no?- el autoritarismo de los particulares se adueña de las calles, los límites desaparecen. ¿Alguien se sentirá tranquilo si, además de los delincuentes, grupos de personas furiosas, asustadas, sin ninguna preparación y quizá con elementos de agresión, puede detenerlo en la calle y pedirle cuentas de lo que hace. ¿Cuánto tardarán en producirse errores, abusos y en definitiva daños irreparables? No sólo para eventuales delincuentes, sino también para personas inocentes que, como el hombre de la garrafa, llamen la atención o provoquen la desconfianza de los vigilantes aficionados.
Lo que está ocurriendo era claramente predecible desde hace años. Los lectores habituales de esta columna estarán aburridos de leer que el casi setenta por ciento de deserción del sistema educativo y los demás indicios de marginalidad cultural que registra el País aseguraban el aumento de la delincuencia violenta. Como los habrá cansado leer que las políticas sociales y educativas aplicadas desde hace años son contraproducentes, porque, en la medida en que no se fundan en la educación y el trabajo, fomentan y profundizan la marginalidad cultural. Finalmente, los habrá aburrido la idea de que las políticas de impunidad de los delitos chicos y de los cometidos por menores de edad, impunidad que comprende también a los padres de los menores, contribuyen al desastre, porque ignoran que el camino del delito empieza siempre por delitos chicos cometidos por menores de edad, con la tolerancia o complicidad de los padres o adultos a cargo.
Ahora quiero detenerme en un aspecto de todo eso: la ideología en que se apoyan esas políticas.
Muchos tendrán noticia de la abundante literatura supuestamente académica que, afirmando el origen social del delito, demuele uno a uno los mecanismos a través de los cuales las sociedades han prevenido y combatido tradicionalmente a la delincuencia.
“La enseñanza no puede darle al niño lo que no recibe en la casa”. “La enseñanza no debe imponerse a los niños, debe atraerlos y divertirlos”. “La cárcel sólo perfecciona al infractor como delincuente”. “Los niños, niñas y adolescentes no deben ser castigados por sus infracciones”. “Los padres no pueden ser responsabilizados por los delitos de sus hijos porque sería criminalizar la pobreza”. “Tampoco debe ponerse en duda la patria potestad de los adultos infractores sobre sus hijos porque sería separar al niño niña o adolescente de su ámbito afectivo”. ¿Les suenan conocidas esas frases?
Claro que sí. Bueno, ese es el sustento ideológico de buena parte de las políticas oficiales tanto en la educación como en lo social y en lo criminal. Y los resultados son lo que estamos viviendo.
Lo gracioso del asunto –si tuviera alguna gracia- es que quienes sostienen esas tesis creen ser “progresistas”, “avanzados” y “modernos”. Desde esa certeza, han mirado por sobre el hombro a todo el que, con sentido común, les dijera que estaban equivocados. Así han propiciado, involuntariamente, todo lo contrario de lo que pretendían.
En lugar de una sociedad más justa, integrada, pacífica y tolerante, generaron primero una sociedad cultural y económicamente dividida. Luego, una sociedad con más delitos y rencor social de los que nunca había tenido. Y ahora –si no se rectifica el error y se cambian con urgencia las políticas- presenciaremos todos la consecuencia inevitable de las demoliciones conceptuales llevadas a cabo: una reacción fascistoide y autoritaria de consecuencias imprevisibles, que tanto puede manifestarse políticamente como en acciones violentas directas. Es lo que se logra cuando se demuele algo sin conocerlo.
El derecho penal –en particular la existencia de estamentos judiciales y policiales profesionales y especializados- no tuvo por motivo original combatir el delito. Las sociedades siempre se las arreglaron para reprimir las conductas antisociales. Lo hacían por vía de ajustes de cuentas más o menos pautados entre clanes o familias. O mediante la justicia por mano propia de la víctima o de sus deudos.
La función del derecho penal fue, ante todo, poner límites a las costosas y a menudo sangrientas venganzas en serie que acarrea la justicia por mano propia. Para eso, empezó por expropiarles a las víctimas el derecho a la venganza o a la justicia. El Estado se apoderó del poder de castigar y, en compensación, les prometió a las víctimas que se ocuparía de hacerles justicia castigando a los infractores.
¿Se entiende la idea?
Creer que el derecho penal es el sumum de la violencia, y que cerrar los ojos ante los delitos es una forma de contribuir a la paz social, es un error de dimensiones elefantiásicas.
El resultado es conocido desde hace siglos: cuando el Estado deja de actuar como garante de la paz social, cuando cierra los ojos ante los delitos y la violencia, la sociedad se reapodera de la justicia. Lo hace mediante ajustes de cuentas, violencia privada y vigilantes improvisados.
Eso es lo que está empezando a pasar, para desconcierto de los aprendices de brujo que han desmontado algo sin conocerlo.
No puedo explayarme más en el tema por razones de espacio. Lamentablemente, habrá oportunidad de retomarlo, porque el problema al que me refiero no ha hecho más que empezar.
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