En este periplo que comenzamos hace dos semanas, explorando y reflexionando sobre la corrupción en clave filosófica como posible aporte a los tiempos que corren, primero con Platón y luego con Aristóteles, hoy nos toca avanzar hacia la modernidad. Aterrizamos en esta oportunidad, en la concepción de Thomas Hobbes, quien nos ofrece una perspectiva distinta sobre el poder y la corrupción, presentando al Leviatán como la única fuerza capaz de contener el egoísmo natural del ser humano.
Hobbes (1588-1679), uno de los principales filósofos políticos de la modernidad, aborda indirectamente la cuestión de la corrupción a través de su visión del ser humano y del poder político. Si bien no trata la corrupción de manera explícita, su pensamiento es pertinente para comprender cómo surge y se sostiene dentro del marco del poder. En su obra más influyente, “Leviatán” (1651), formula una teoría del Estado y del gobierno que responde a su pesimista concepción de la naturaleza humana y la vida en sociedad. Para entender su perspectiva sobre la corrupción, es esencial profundizar en tres conceptos clave de su pensamiento: la naturaleza humana, el contrato social y el poder soberano.
Hobbes parte de la premisa de que los seres humanos, en su estado natural (antes de la existencia del gobierno), están motivados por el interés propio, el miedo y el deseo de poder. Describe a los humanos como egoístas, violentos y movidos principalmente por pasiones como el miedo a la muerte, el deseo de seguridad y la búsqueda de placer. Esto genera una condición que denomina la “guerra de todos contra todos” donde la vida sería “solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve”. Desde esta perspectiva, la corrupción es una manifestación natural de la conducta humana cuando no existen mecanismos para contener el egoísmo y el deseo de poder, es decir, que las personas actuarán en su propio interés a expensas de los demás, lo que puede considerarse una forma de corrupción innata.
Para escapar del estado de guerra perpetua y la anarquía, los seres humanos forman un contrato social. Este acuerdo implícito implica que los individuos ceden sus derechos naturales a un soberano absoluto a cambio de seguridad y paz. Este soberano, que puede ser un monarca o una asamblea, debe tener un poder absoluto para mantener el orden y evitar la caída en el caos. El propósito del contrato social es evitar la corrupción y el conflicto inherentes a la naturaleza humana a través de la imposición de un poder externo que mantenga la ley y el orden. En este sentido, la corrupción no surge solo de la mala conducta de los individuos, sino de la debilidad o inexistencia de un soberano fuerte que mantenga el orden. Para Hobbes, la corrupción política ocurre cuando los gobernantes carecen de la autoridad suficiente para controlar los impulsos egoístas de los ciudadanos o cuando el propio soberano pierde el control del poder que le fue confiado.
Hobbes sostiene que el poder soberano debe ser absoluto, ya que solo un soberano con autoridad ilimitada puede garantizar la paz y la estabilidad. Cualquier fragmentación del poder, como las luchas internas entre diferentes ramas del gobierno o las sublevaciones populares, debilita el control del soberano y conduce inevitablemente a la corrupción y el caos. En este sentido, la corrupción no solo ocurre a nivel individual, sino que también puede suceder cuando el poder político se fragmenta o se debilita. Por ello, rechaza cualquier forma de gobierno que limite el poder del soberano, como las democracias o las repúblicas, ya que considera que fomentan la discordia y las divisiones internas, lo que facilita la corrupción. En lugar de eso, propone una monarquía absoluta o una soberanía total para mantener el orden social.
Si bien Hobbes no utiliza el término “corrupción” en el sentido moderno, su teoría política implica una visión de la corrupción como una desviación del orden natural y la paz social debido a la fragmentación del poder o la falta de autoridad efectiva, es esencialmente un retorno a la condición natural de conflicto e inseguridad. La corrupción, entonces, no es simplemente la conducta deshonesta de los individuos en el poder, sino un problema sistémico que ocurre cuando el contrato social se rompe o cuando el soberano pierde su capacidad de imponer el orden. Por ejemplo, una sociedad que permite la disputa de facciones o la disolución de la autoridad central tiende hacia la corrupción y el caos.
La única manera de evitar la corrupción es garantizar la centralización del poder en una autoridad soberana fuerte y absoluta. Para él, cualquier intento de limitar este poder –como la división de poderes o la implementación de controles democráticos– genera inevitablemente corrupción y conflicto. La fuerza del Leviatán (la entidad soberana) debe ser tal que pueda imponer leyes y castigar a quienes las violen, asegurando así que los individuos actúen en beneficio del bien común, aunque solo sea por temor al castigo.
Hobbes no se preocupa por la moralidad del soberano ni por si actúa de forma “corrupta” según estándares modernos, sino por su capacidad de mantener el orden. Para él, un gobierno es legítimo si garantiza paz y seguridad, sin importar si el soberano se beneficia o si es opresivo. De hecho, lo peor que puede ocurrir sería la disolución del poder soberano, que llevaría al caos del estado natural. Desde la perspectiva hobbesiana, la falta de gobernabilidad y la división del poder en facciones conflictivas fomentan la corrupción política y el conflicto social. La solución es un poder soberano absoluto, que imponga orden en una sociedad naturalmente egoísta y propensa al caos. Cabe preguntarse entonces: ¿Hasta qué punto la corrupción que enfrentamos hoy refleja la debilidad del poder soberano y la fragmentación política, tal como lo predecía Hobbes?
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