Se le atribuye a Aristófanes la expresión de que “educar no es llenar un vaso, sino encender un fuego”. Despertar el deseo de saber es desde los antiguos filósofos griegos la esencia de la educación y el primer paso es el arte de escuchar. La escucha es el cimiento de la práctica educativa. El maestro debe escuchar a su alumno para conocerlo y solo si lo escucha podrá hacerle las preguntas adecuadas que lo guíen a pensar mejor. Solo si escucha podrá ofrecer un discurso que sea significativo para quienes reciben su enseñanza. Los alumnos cambian positivamente cuando tienen un maestro, un profesor, que los escucha, que les presta atención y se interesa por ellos. A su vez, el alumno solo podrá aprender lo que le enseñan si antes aprendió a escuchar. Escuchar le llevará a ampliar su lenguaje, a pensar más crítica y reflexivamente, a salir de sí mismo y encontrar en el otro alguien con quien crecer. La mutua escucha es un excelente punto de partida en la relación entre educadores y educandos.
A su vez, para que esto sea posible es necesario que ambos se muevan por el deseo del encuentro con el otro, por una auténtica relación de apertura. Si quien enseña no tiene deseos de dar a conocer lo que sabe, de compartir su experiencia, de ofrecerse a sí mismo, no puede darse una auténtica práctica educativa. La pasión por la propia vocación docente, el amor por el alumno y el deseo de educar, impactan en quien escucha de modo determinante. Aunque esto tampoco es posible si del otro lado no hay alguien dispuesto a escuchar, a recibir lo que el maestro entrega y apropiárselo. Gran parte de la crisis educativa tiene que ver con esta crisis del deseo y de la escucha, donde muchas veces, tanto de un lado como del otro, no hay un apasionado deseo por enseñar o por aprender.
Una larga lista de dificultades.
En la actual crisis que vive la educación, en medio de grandes transformaciones socioculturales, parecería algo ingenuo pensar que solo con recuperar el deseo de enseñar y de aprender se resolverían todos los problemas, porque no todo depende del educador concreto. Es cierto que los expertos en educación detectan graves dificultades entre los modelos tradicionales de enseñanza y las generaciones actuales; desde las dificultades para seguir mentalmente un discurso oral durante varios minutos, hasta para comprender argumentos, para abstraer temas complejos, sin utilizar recursos audiovisuales. Los que viven atrapados en las redes sociales, hiperestimulados por el ruido constante y la fugacidad de los contenidos, parecerían seres a los que captar su atención podría ser un desafío titánico. Podemos agregar a esto problemas sociales, políticos e institucionales, dificultades estructurales y el descrédito que la figura del maestro tiene en algunas sociedades como la nuestra, junto a la falta de reconocimiento social que no le pone en un lugar ejemplar ante sus alumnos, la situación parece cada vez más difícil.
Por otra parte, la educación en muchas partes ha comprado el mito de la igualdad. Es claro que nadie con sentido común ha de oponerse a la igualdad de oportunidades y a la inclusión de todos en el sistema educativo. Pero cuando se confunde la equidad con que todos deben ser iguales en todo, se quiere pelear contra la naturaleza y se termina bajando el nivel de exigencia para favorecer a los menos capaces. La vida nos enseña a todos que no somos iguales y que no tenemos las mismas capacidades en todas las cosas. Sin embargo, sigue siendo moneda corriente la presión institucional o de los propios padres a los docentes para que no exijan lo que naturalmente deberían exigir para poder enseñar.
Otro problema que afecta a todos los niveles es la colonización de la mentalidad instrumental que solo busca resultados, con un pragmatismo aplastante que hace perder el gusto por el saber y anestesia la curiosidad que lleva a la búsqueda del conocimiento. Si lo que importa son las notas, los créditos, los resultados que se miden como si fuera una cadena productiva, el saber ya no vale nada más que como medio para alcanzar otros intereses.
Salir al encuentro del otro.
Vivimos en una época narcisista, donde las personas están demasiado centradas en su propio ombligo y lo que no tiene que ver con ellos, no les interesa. Las redes sociales a su vez amplifican este narcisismo de estar pendiente de sí mismo y de la propia imagen. Por eso quien educa ha de tener en cuenta que solo capta la atención de quien le escucha si lo que va a decir es significativo para el oyente, es decir, si tiene que ver con sus intereses, con sus preguntas, con su propia vida. Pero no ha de quedarse allí instalado, sino que desde ese punto de contacto ha de ayudarle a descubrir que hay un mundo más allá de sí mismo. De hecho, llegamos a saber quienes somos realmente cuando nos vemos obligados a salir de nosotros mismos y aprendemos a comunicarlo a los demás.
Kierkegaard escribió en “Migajas filosóficas” (1844) que el maestro es la oportunidad para que el discípulo se conozca a sí mismo. Siguiendo los pasos de Sócrates, entiende que lo más importante es que el maestro propicie el autoconocimiento del discípulo y le oriente a hacerse preguntas, a conocerse, a cuestionarse, a pensar por sí mismo.
Aristóteles y Platón señalan como principio de la filosofía el deseo de saber, innato en todo hombre, excitado por la admiración y la curiosidad ante los fenómenos de la naturaleza. El deseo de saber tiene que ver con la curiosidad, como deseo de saber, enterarse de cosas. 2600 años después, se demuestra que las instituciones educativas que buscan despertar la curiosidad en los niños estimulan el deseo de saber, poniendo en el centro al alumno, y donde la figura del maestro-profesor es de un gran prestigio social, son las más reconocidas por sus resultados a nivel mundial.
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