Dunkerque (Dunkirk), Gran Bretaña/Holanda/Francia/USA 2017. Dirección y libreto: Christopher Nolan. Fotografía: Hoyte van Hoytema. Música: Hans Zimmer. Con Fionn Whitehead, Damien Bonnard, Aneurin Barnard, Kenneth Branagh, Mark Rylance, Tom Hardy, Cillian Murphy, James D’Arcy. Estreno: 27.07.2017. Calificación: Buena.
La escena inicial es perfecta: cuatro soldados ingleses desarmados escapan, mientras desde la banda sonora se escuchan disparos. La cámara en mano los capta desde atrás y avanza pegada a ellos, mientras se acercan a las trincheras cercanas a la costa. Al enemigo no se lo ve ni se lo verá en el resto del film: ni un soldado alemán capturará la lente de Dunkerque, ni siquiera una esvástica, y la palabra nazi tampoco se escuchará nunca. Sólo será el enemigo el que aceche, siempre fuera de campo, lo cual adquiere un doble sentido conceptual: por un lado es la presencia en ausencia, adquiriendo con ello una estatura siniestra; por otro, queda despersonalizado, como si el cineasta Christopher Nolan quisiera indicarnos que ese enemigo pudo haber sido ayer el nazi, aunque hoy pueda ser otro cualquiera. Como reflexión, resulta por lo menos inquietante.
La batalla de Dunkerque fue un hecho clave de la Segunda Guerra Mundial, pero también un hito en la construcción de la identidad británica. Tuvo lugar meses después de iniciada la contienda, del 26 de mayo al 4 de junio de 1940, cuando el ejército nazi de un solo golpe tomó Francia y se dispuso a humillar a Gran Bretaña, a quien veía como su principal rival en la disputa por el poder europeo. Lo que Dunkerque muestra de esa caótica retirada -definida por Winston Churchill como “una derrota gloriosa”- son acciones diferentes en tierra, mar y aire, narradas en paralelo aunque en realidad no sea tan así, ya que la de tierra dura una semana, la del mar un día, y la del aire apenas una hora. Ese montaje alterno es una constante en la carrera de Nolan, quien ya jugó con el tiempo en Memento, la trilogía de Batman, El origen e Interestelar. Pero lo que en esas películas funcionaba como un ingenioso juego de cara al público, aquí cobra un sentido mucho más dramático.
Porque el resultado obtenido con ese vaivén es el terror, compartido entre la platea y los protagonistas del film, el terror a las bombas que los Stukas nazis arrojan sobre los indefensos soldados, que esperan angustiados en la inmensa playa por una salvación que nunca parece llegar. Para canalizar ese meditado terror Nolan utiliza mil recursos: el sonido, con el aullido de los aviones cayendo en picada sobre la playa; el fuera de campo, enfocando las caras de horror de la enorme masa de jóvenes soldados que miran hacia el cielo amenazador, sin poder esbozar la más mínima autodefensa; y la cámara en mano, corriendo al lado de ellos en una fuga inútil, porque en una vasta superficie lisa de arena nunca hay un lugar en donde poder esconderse.
Lástima que el epílogo del film contradiga todo lo hecho hasta ese momento. Porque cuando parecíamos seguros que el sagaz montaje alterno, la palpable tensión dramática y el incontenible frenesí visual conducían a aceptar la película como un elogio de la derrota, surgen diez minutos finales en que Nolan editorializa un discurso de acento tan patriotero que lo que parecía un alegato antibélico termina convertido de un plumazo en un elogio del belicismo. Con líderes mundiales como los que se ubican en Washington y Pyongyang, ese tipo de mensajes parece bastante irresponsable, por no decir peligroso. El desubicado final no empaña de todas formas la gran calidad del resto, porque resulta imposible escapar a la tensión e intensidad generadas por ese implacable mecanismo de relojería llamado Dunkerque.
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