La igualdad después de Bolsonaro por Hoenir Sarthou
Confirmando todas las predicciones, Jair Bolsonaro fue electo presidente de Brasil con algo más del 55% de los votos emitidos.
En Uruguay, las reacciones no se hicieron esperar. Los dirigentes políticos se alinearon casi mecánicamente según lo que creen que ese resultado podría pronosticar para el Uruguay. Así, muchos dirigentes oficialistas (incluso algunos que por ocupar altos cargos en el Estado deberían haberse abstenido) lo deploraron y lo calificaron como un retroceso y un desastre para la democracia. Del otro lado, los opositores blancos y colorados manifestaron satisfacción por el hecho de que el PT haya sido desplazado del gobierno y, en algunos casos, relativizaron las acusaciones de autoritarismo, discriminación y conservadurismo extremo que pesan sobre Bolsonaro.
Brasil tiene con Uruguay diferencias históricas, económicas, sociales, culturales, raciales y religiosas, sin olvidar las de tamaño, que dificultan tomarlo como espejo anticipatorio de lo que ocurrirá acá. Pero eso no parece importarles a muchos políticos uruguayos cuando analizan el proceso electoral brasileño, quizá porque en realidad no están hablando de Brasil sino de Uruguay.
¿Es posible extraer del actual proceso político brasileño conclusiones aplicables al Uruguay?
Todavía es pronto para criticar o elogiar la política económica que adoptará el gobierno de Bolsonaro, porque una cosa es lo que dicen los candidatos y otra lo que hacen –o lo que pueden hacer- cuando son gobierno. Así las cosas, el debate uruguayo sobre Brasil está centrado, sobre todo, en un tema: ¿cómo fue posible que las preferencias electorales brasileñas viraran tan rápida y drásticamente desde el discurso progresista del PT hacia el discurso autoritario y conservador, con tintes cuasi fascistas, de Bolsonaro?
Esa es la pregunta que desvela a dirigentes y analistas políticos. Unos quieren saberlo para reproducir el fenómeno, otros para prevenirlo, y otros simplemente para entenderlo.
Algunas explicaciones son obvias y casi nadie las niega: el fuerte impacto de la corrupción (mensalao, lava jato, Petrobrás, Odebrecht, etc.), el distanciamiento del PT de las organizaciones sociales que le dieron origen (sindicatos, Movimiento Sin Tierra, organizaciones religiosas de base, etc.), sus políticas respecto a la inversión financiera y del agronegocio, las alianzas con sectores muy cuestionables de la política brasileña (Temer, etc.), las dificultades económicas, el aumento de la inseguridad pública, y finalmente el desgaste de casi tres lustros de gobierno.
Todas esas cosas podrían explicar una paulatina decepción e incluso la pérdida de votos del PT. Pero no parecen explicar la rabia, el encono y la disposición a aplaudir cualquier incorrección política de Bolsonaro o de su candidato a Vice (que deja a Bolsonaro como un bebé de pecho). He visto declaraciones de votantes brasileños, en los medios formales y en videos filmados por amigos. Me sorprendió la agresividad, la satisfacción vengativa, con que, tanto gente pobre e ignorante como gente acomodada y educada, proclamaba su voto a Bolsonaro. También vi, en videos similares, la actitud de superioridad con que algunos votantes del PT se referían a los de Bolsonaro, tratándolos de ignorantes y fascistas. Hubo odio en estas elecciones brasileñas, de uno y otro lado. Se nota. Y no es fácil explicarlo.
El PT, con limitaciones, les proporcionó comida, protección y algo de educación a muchos brasileños pobres. Lo hizo sin afectar a los brasileños ricos y sin impedir inversiones de dudosa conveniencia. ¿Por qué tanta agresividad, entonces?
La principal objeción contra Bolsonaro es ser discriminador. La campaña del PT se basó en buena medida en eso. “Machista, racista, homófobo”, fueron las acusaciones que más se le dirigieron. En eso estaban basadas las grandes manifestaciones de “EleNao”.
¿Y si esa fuera una de las causas del odio?
El PT, como la mayoría de los gobiernos progresistas, pretendió instalar una lógica de justicia social basada en pilares nuevos. Al concepto tradicional de igualdad (tan incumplido siempre), lo sustituyó por el de “no discriminación”. E interpretó a la “no discriminación” como “discriminación inversa”. Lo que se tradujo en políticas focalizadas, es decir en la concentración de beneficios y el “empoderamiento” en ciertas categorías sociales: mujeres, madres solteras, negros, homosexuales, transexuales, población marginal”.
Hay un problema adicional con esa clase de políticas. Como atienden a categorías que se consideran discriminadas, suelen aplicarse con mediación de organizaciones que pretenden representar a esas categorías, organizaciones feministas, de afrodescendientes, de gays, de transexuales. El resultado suele ser que el “empoderamiento”, y los beneficios, se concentran en los voceros y líderes de esas organizaciones.
¿Qué ocurre si en una población de millones de personas pobres, entre las que hay hombres, mujeres, niños, blancos, negros, indios, homosexuales, heterosexuales, etc., se adoptan políticas que benefician y “empoderan” sólo a algunos, no por ser pobres (todos lo son) sino por ser negros, mujeres u homosexuales?
El resentimiento. Sutiles, o no tan sutiles, microfracturas sociales nacen cuando un blanco pobre ve que otro pobre, igual que él, es beneficiado por ser negro, o un negro pobre y heterosexual ve a otro beneficiarse por ser homosexual. Eso tal vez explique, en buena medida, por qué tantos pobres, negros y mujeres votaron a Bolsonaro.
Las políticas sociales universales –cuyo paradigma es la enseñanza pública- operan de manera distinta, menos conflictiva. Generan derechos o beneficios disponibles para toda la población. Con ellas también es posible hacer justicia social. Un sistema público y universal de enseñanza, un régimen jubilatorio general, un sistema de salud universal, o comedores públicos a los que pueda concurrir cualquier persona necesitada, son políticas pensadas para los pobres. Los ricos seguramente elijan no usarlas. Sin embargo, les corresponden también a ellos. Son derechos a los que no se accede por la raza, el sexo, o la orientación sexual, sino por ser persona.
Quizá porque es más barato y más espectacular, los progresismos optaron por el otro camino: hacer justicia a las categorías, no a las personas. Y eso termina por partir a las sociedades en identidades enfrentadas, demandantes y recelosas. Justo lo que necesitaba Bolsonaro.
Muchas cosas de Brasil no son trasladables al Uruguay. Pero los efectos de las políticas focalizadas y de la discriminación “positiva” probablemente sean universales.
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