La ola humana de las redes sociales y la degradación del liderazgo
Es como un cuento absurdo: la posibilidad de hacer llegar al mundo entero nuestro mensaje tolerante, libertario, independiente y diverso en las redes, nos está convirtiendo en anónimas e indefinibles gotas de una gigantesca ola que dicta el deber ser y aplasta al que discrepa. Solo un liderazgo responsable podría evitar el tsunami, pero no es este un tiempo de buenos líderes.
Se necesita un carácter bien puesto para soportar una ola humana. Las hubo siempre y las seguirá habiendo, y las más de las veces traen malas noticias. Las olas humanas avanzan a la velocidad de la emoción y del reflejo: todo lo contrario a lo que debe hacer un líder, un gobernante, o cualquier tomador de decisiones. Pero mientras que antes las olas se formaban al final de un proceso largo y lleno de obstáculos que propiciaban su maduración, hoy el impulso se convierte en acción de forma inmediata. No hay filtro, pausa ni autocrítica. Todo debe ser como parece ser. Así son las redes.
Y aquí surge uno de los peores nudos: el ser humano tiene casi nula capacidad de admitir un error, dejarse convencer y cambiar de opinión. Una vez que fijó posición, la marcha atrás deja de funcionar.
Antes, la información se tomaba su tiempo. Llegaba madurada a los ojos y oídos de la sociedad. Algunas veces bien, otras con poca pericia, pero estaba chequeada y contrastada. La gente reaccionaba ante los titulares como es lógico e inevitable: se alegraba, se indignaba, celebraba o insultaba, pedía monumentos para los buenos o linchamientos públicos para los malos, gritaba en blanco o gritaba en negro. Y luego de algunas horas -recién ahí- empezaba a notar que en esa historia, como en todas, existían grises. Los tiempos, más humanos, permitían pensar.
La expresión de esa opinión se registraba con días, semanas y hasta meses: en cartas, carteles, encuestas, en una plaza pública llena o en las urnas. El liderazgo tomaba nota y resolvía qué hacer ante una manifestación pública contundente. De allí a la decisión había un camino largo, por una razón demasiado obvia: la información puede circular rápido, pero las decisiones más delicadas y complejas requieren siempre un proceso de maduración que solo el tiempo y la preparación permiten.
La maduración es tiempo. El que sea necesario para ver los asuntos con claridad, para estudiar las consecuencias de cada acto, analizar los argumentos a favor y en contra, evaluar riesgos y oportunidades, y advertir lo que es obvio: que las cosas nunca son como parecen al golpe de vista.
El tiempo aleja al líder de las emociones y de la tentación de subirse a la ola, y lo pone en sintonía con las razones. Y es con las razones -desde la sensibilidad y los valores, sí, pero con las razones- que un buen líder debe dirigirse.
El pasado no fue perfecto ni mucho menos: tuvimos atrocidades, pero también teníamos diques de contención; había tiempo suficiente como para pensar tres veces antes de tomar la plaza pública.
Para subirse y surfear la ola de las emociones estamos todos preparados. Lo difícil es lidiar con la presión de la tribuna sin caer en la opción tan fácil como destructiva de quien a todo responde “sí”.
Lo estamos viendo todo: sociedades que de la noche a la mañana descubren que son víctimas de la opresión de un país o unión de naciones; padres que en minutos son sentenciados socialmente como abusadores de menores; dueños de estancia acusados de esclavizadores en juicios públicos sumarísimos; gobiernos que en minutos son señalados como autores intelectuales y materiales de una desaparición; personas que al calor de las emociones son transformadas en héroes populares o en víctimas merecedoras de amor incondicional. Todo es a velocidad de vértigo pero su costo, en vidas perdidas o lesionadas y en dinero, dura mucho.
En los poderes de los Estados, las grandes decisiones son en extremo complejas y se convierten en fichas de dominó que van empujando a otras con consecuencias muy difíciles de calcular. Para estudiarlo y anticiparse hay gente que dedica su tiempo, su sudor y sus lágrimas, y que se preparó durante años para ello.
¿Sometería alguien los pasos a dar en su intervención quirúrgica a lo que “la gente” opine en las redes luego de leer algunas decenas de caracteres y de tomarse unos 15 o 20 segundos para decidir qué piensa al respecto? ¿O confiaría en un profesional que estudió años y que se pasa la vida haciendo operaciones? La segunda opción puede salir mal, como todo en la vida. La primera saldrá mal.
Una cosa es ignorar las opiniones de la sociedad, pero otra es permitir que una suerte de termómetro del estado de ánimo social reemplace el trabajo serio, enfocado, obsesivo, especializado, reflexivo y prolongado en el tiempo de aquellos que son especialistas en un área.
En la era de la educación estamos despreciando a los especialistas y abrimos la puerta cada vez más grande a quienes encuentran soluciones mágicas a los grandes desafíos en minutos.
En la era de la libertad, de la diversidad y de los derechos, estamos coqueteando cada vez más con el racismo y la xenofobia, mimetizándonos en un martillo de opinión que aplasta la disidencia.
Dos comportamientos contribuyen para ese resultado: uno es que no hay tiempo de maduración entre la causa y la consecuencia; del estímulo se pasa a la reacción en segundos, sin filtros ni escalas, sin pausa ni reflexión; la opinión se registra, se sistematiza y se convierte en masa tangible, concreta y caracterizada con números y nombres.
El otro es que quienes deben hacerse cargo de liderar licúan su responsabilidad en lo que dicte la ola. Los líderes no están soportando la presión. Cada vez más frágiles y emocionalmente inestables, sienten pánico del escrache y se convierten en seres dependientes de la dirección del viento.
Es un liderazgo que no lidera y que se entrega a la tentación de estimular la ola o simplemente de surfearla.
La ola se quedará: es incontrolable. La variante manejable es la institucionalidad. Los nuevos tiempos piden una institucionalidad cada vez más sólida que genere líderes preparados, convencidos y con un respaldo fuerte, que puedan pararse frente al viento de las consignas fáciles, infantiles, demagógicas e irresponsables sin ser tumbados.
Sin eso, transformaremos decenas de siglos de experiencia en una era de la inmadurez que convierte cosas delicadas en un frívolo juego, que en defensa de los derechos se apropia de ellos, y que en pos de la diversidad todo lo uniformiza. Y cuando eso ocurre, es fácil imaginar el desenlace.
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