La cultura de la pandemia ha dado un paso más en la progresiva invisibilización de la muerte, cierre del ciclo de la vida, que sufre nuestra sociedad. No la ignoramos: cada día se nos informa de que mueren ciudadanos y la palabra muerte está en nuestro vocabulario. Pero está vacía de vivencias e imágenes. La pérdida de la vida se produce muy frecuentemente en solitario y también en soledad para su grupo de pertenencia. No es un fenómeno global. En occidente la solemnidad cristiana suele prevalecer, pero no obsta a que haya quienes la viven de forma de conjugar el dolor con la fiesta centrada en la vida. México y Nueva Orleans son ejemplos que conocemos.
La actitud de una sociedad respecto a la muerte es una de las características importantes que definen su cultura. Es más, la aparición de ritos funerarios es un hito en el desarrollo cultural de la humanidad, que denota un nivel más elevado de conciencia.
En nuestro país la actitud de la sociedad respecto a la muerte ha evolucionado en forma permanente. Los libros de José Pedro Barrán[1] son referencia obligatoria. Definen dos períodos para el tema estudiado: la “sociedad bárbara” (1800 – 1860) y la “sociedad civilizada” (1860 – 1920).
En la sociedad bárbara, sentimientos y pasiones individuales y sociales son expresados y el cuerpo, físico y social, juega un rol protagónico. La vida sin el contexto social es inconcebible.
La muerte en la sociedad bárbara se vivía como un hecho social y se convivía con ella como uno más de los hitos del ciclo vital. Todos habían visto morir a miembros de su entorno, y el acostumbramiento disminuía la angustia del contacto con el fin de la vida. En vez de ocultarlo, se lo exhibía. La gente convivía con calaveras y huesos de antepasados y con sus propios ataúdes, encargados con mucha anticipación.
La agonía, el deceso, las honras fúnebres y el enterramiento se vivían colectivamente. La familia y vecinos y amigos, incluyendo niños, rodeaban al agonizante y se despedía del mismo en vida, en su cama y en su casa. “La muerte en el seno de la familia y amigos era el gran seguro contra la angustia” (Barrán, T 1). La iglesia Católica llevaba los viáticos con una procesión al son de campanas, comunicando el próximo deceso. El muerto era velado en su cama o a cajón abierto, para dar al que se iba el último saludo. El velatorio carecía de “pompas fúnebres” y de lujos (excepto para los grandes). Durante y después del entierro se convidaba a los presentes con comida y bebida y en el velorio solían decirse chistes, cantar y, a veces, bailar. La fiesta resultaba un buen antídoto contra la angustia de la pérdida y el miedo de la muerte propia.
Los funerales de lujo se reservaban para el Poder (gobierno, Iglesia y ricos). Implicaban misas de cuerpo presente y túmulos y sepulcros suntuosos dentro de las Iglesias. “El muerto estaba representado por los símbolos de su prestigio” (ob cit).
En épocas de peste 1857, fiebre amarilla, 1868, cólera), la sociedad se retraía. La muerte sucedía en el Hospital (percibido como “moridero”) o en lugares de aislamiento. Sucedía que no se avisara al médico o al párroco hasta la muerte porque se consideraba necesario acompañar al enfermo en su agonía, “…verlo morir…” (ob.cit). Se buscaba evitar la angustia proveniente de morir entre extraños.
Los cementerios de Montevideo eran lugares descuidados en que la presencia de restos visibles era común. El día de difuntos era una verdadera romería. En el medio rural hubo familias que construyeron y cercaron cementerios privados, pero también ocurría que quedaran ataúdes al aire libre. En los ranchos pobres se solían ver cráneo o huesos de los padres.
En el novecientos, la sociedad civilizada, las clases altas iniciaron el proceso que disciplinó, impuso límites y formalidad a la expresión de los sentimientos, adhiriendo a manifestaciones puritanas, condenó el ocio y la fiesta. Se descubrió la intimidad, priorizando lo individual de la vida privada sobre lo colectivo. Primaron la vergüenza, la culpa y la disciplina. “El juego, la risa impúdica y el desparpajo del cuerpo tenían los días contados” (Barrán, Tomo II). El proceso se difundió lentamente en la sociedad que conservó (¡conserva!) aspectos de las prácticas anteriores, sobre todo en las clases bajas y en el medio rural.
La cultura civilizada solemnizó la muerte y estableció la necesidad de su dignidad. Se asoció “… con la majestad de lo terrible e inexorable” (ob cit). Las creencias tendieron a orientarse hacia la razón y el intelecto. Dejó de hablarse de la muerte y menos de los aspectos macabros inherentes a ella.
Los cementerios se ordenaron como jardines arbolados y aparecieron los monumentos funerarios, destinados a resaltar la importancia en vida del fallecido. La belleza de capillas ardientes durante los velatorios, coches fúnebres barrocos y cargados de coronas y los monumentos funerarios majestuosos, procuró negar la muerte y sus aspectos macabros.
También se profesionalizó y mercantilizó a la muerte. Pasó a ocurrir con mucha frecuencia en centros de salud y empresas especializadas compitieron por las nuevas mercancías de los ritos funerarios, que culminan crear cementerios privados.
El proceso descrito se acentuó en la segunda mitad del S XX y en el XXI. La muerte, su acompañamiento y tareas inherentes pasaron a ser profesionalizados. Se muere en un centro de salud, se vela al fallecido en lugares especializados, lo que también está desapareciendo. Es frecuente hoy que las honras fúnebres se reduzcan a participar en el cortejo fúnebre al cementerio o, en caso de cremaciones, a acompañar a la familia a dispersar las cenizas en lugares donde no queda rastro de su memoria. Hoy hay quienes conservan las cenizas en su casa.
La pandemia aceleró el borramiento de la muerte como hecho normal del ciclo de la vida. Cotidianamente se difunde el número de muertos y sus edades. Se muere en la soledad de los Centros de Terapia Intensiva y de allí se lleva al cadáver a cajón cerrado a su entierro. Se supone que la familia es avisada cuando alguien fallece y que, si tiene los medios, dispone de los restos. Imagino – porque no se ha hablado del tema, que cuando las familias son demasiado pobres o no resultan ubicables, las intendencias proveen, a modo de honras fúnebres, ataúdes sencillos y lugares de enterramiento en cementerios, o en lugares acondicionados para que cumplan esa función. Los informativos muestran campos de tumbas precarias o de hogueras funerarias en India.
La muerte es un acontecimiento social, demasiado frecuentemente precedido por la separación pre-fallecimiento de los ancianos, exiliados a residencias. Impacta el número de muertos por su número, que conocemos en versiones prolijamente despojadas de emoción. La familia se ve privada de la contención que le prestaba la sociedad y el miedo o la angustia se viven a nivel individual, gestados ante la factibilidad de la propia muerte en soledad, la imposibilidad de acompañar en el tránsito a un ser querido, o de despedir y honrar al que parte.
Sabemos que mucha gente muere y sabemos que muere sola, lejos de su espacio físico y vincular. La negra nube de la pandemia agudiza la tendencia notoria de nuestra cultura a separarse de la muerte, a sacarla de los ámbitos de cotidianeidad, como maneras de alejar el miedo, el dolor y la angustia que implican la pérdida de tantas vidas. Cabe preguntarse si cuando la pandemia termine, reconoceremos la importancia de dar un lugar a esos sentimientos inherentes a nuestra vida cotidiana, evitando la negación. Me pregunto también si podremos generar nuevas formas de solidaridad en el duelo y, después de la soledad de la pandemia, crear nuevas maneras de conducir los procesos de la vejez, la enfermedad y la muerte.
[1] Barrán, José Pedro, Historia de la Sensibilidad en Uruguay, Tomos I y II
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