La otra democracia por Hoenir Sarthou
La campaña electoral ocupa los espacios mediáticos y publicitarios, invadiendo también los espacios personales, tanto virtuales como presenciales.
Una nube de políticos, publicistas, periodistas, politólogos, encuestadores, sociólogos y analistas de todo tipo nos dicen que la política es lo que vemos y oímos: las campañas, las encuestas, los jingles, las intenciones de voto, los discursos, los votos, la cantidad de legisladores, los pases de una a otra lista, los resultados, las cuotas parlamentarias y las posibles alianzas. En suma, la política es lo electoral y lo parlamentario.
No se equivocan. Esa es la política que rinde. La que trae votos, cargos, asesorías, encuestas y tandas publicitarias, información, análisis televisivos y toda clase de negocios que rondan a esa forma de la política y viven de ella.
Pero, mientras que los candidatos se exhiben, sonríen, bailan y cantan al son de jingles publicitarios, mientras que los encuestadores encuestan, los publicistas publicitan, los analistas analizan, los periodistas informan y los medios facturan, la vida sigue.
Hablo de la vida que realmente importa. De lo que ocurre con la enseñanza, con la salud, con la deuda pública y las deudas privadas, con la gestión del agua, de la tierra, de la energía, de nuestros puertos, con los salarios, las jubilaciones, con todo lo que de verdad es clave para nuestras vidas.
Eso también es política. Me atrevería a decir que es la verdadera política, la que hace al funcionamiento real de la sociedad y de sus habitantes.
Sin embargo, muy poco se ha hablado sobre esos asuntos en la campaña propiamente electoral, la dedicada a la elección de representantes y de autoridades. Los dos temas más profundos y polémicos fueron planteados lateralmente, por medio de proyectos de reforma constitucional, es decir por vía de democracia directa. Por un lado, la iniciativa popular que proponía eliminar a las AFAPs, elevar las jubilaciones más bajas y restablecer en 60 años la edad jubilatoria. Por otro, la iniciativa oficialista de habilitar los allanamientos nocturnos.
Las dos fórmulas electorales, las que hoy compiten con miras al balotaje del 24/11, se oponían al proyecto relativo a la seguridad social. En términos de democracia representativa, las dos se vieron avaladas por casi el 90 de la población. Sin embargo, en términos de democracia directa, el resultado de ese plebiscito indica otra cosa. Casi el 40% de la población votó por eliminar las AFAPs y por mejorar las condiciones jubilatorias, contrariando la voluntad expresa de las dirigencias políticas ganadoras.
¿Cómo interpretar eso? ¿Cómo es posible que la democracia representativa arroje resultados tan distintos a los de la democracia directa? ¿Cómo explicar esa especie de esquizofrenia de la voluntad popular?
Los politólogos darán sus explicaciones. Pero yo voy a formular una.
En las consultas de democracia directa, cada persona, cada ciudadano, se enfrenta directamente con el problema del que se trate. Y, claro, muchos tienen opinión sobre el tema. Por ejemplo, gran parte de la población sabe que el sistema de AFAPs es un fraude. Como sabe –ahora lo sabe y por eso no se inyecta- que las “vacunas” de la pandemia esconden algo raro. Y sabe también que los privilegios de UPM y la entrega del puerto a Katoen son verdaderas vergüenzas nacionales. Como sabe que lo de Neptuno es inexplicable y que todo lo del hidrógeno verde huele muy mal.
En cambio, cuando se trata de elegir representantes y autoridades, de alguna manera la relación entre el voto a un candidato y la actitud de ese candidato ante los problemas se vuelve difusa. Todo el aparato publicitario y mediático nos empuja a votar imágenes, a elegir al menos malo, o al más simpático, a impedir que gane el peor, o el más antipático. Como en gustos no hay nada escrito, si una elección se trata de imágenes, de simpatías y antipatías, la relación entre el voto y los problemas concretos se pierde un poco.
No digo que un plebiscito sobre los temas que mencioné lograra hoy la mayoría de los votos. En una campaña plebiscitaria median muchas cosas, como el miedo a las consecuencias, la publicidad adversa, el aparato político puesto en contra. Sí digo que la intuición popular no es tonta y que aunque no lo exprese en voz alta, sabe cuando hay gato encerrado. En el Uruguay de hoy hay una legión de gatos encerrados, por más que el sistema político se las arregle para silenciar los maullidos.
Los partidos políticos tienen su zafra cada cinco años. Después, gobierno y oposición van a lo suyo. Pero la política verdadera sigue. Miles de personas se mueven cada día por reclamos sensatos. Ríos, lagunas y arroyos contaminados, deficiencias en la atención de la salud y en la educación, contratos de inversión escandalosos, proyectos turísticos o industriales en áreas protegidas, abusos de autoridad, entrega y afectación de aguas subterráneas… en fin, causas cuyos defensores son personas comunes, ciudadanos, integrantes de la sociedad civil, que hacen política verdadera todo el año y todos los años.
Nos han acostumbrado a esperar y a creer que los cambios políticos sólo pueden venir por la vía de un cambio de gobernantes, es decir por una modificación de la intención de voto electoral de la población. Pero no es esa la lección que deja este año.
El dato es muy claro. 40% del cuerpo electoral le dijo “no” a lo que le recomendaban los candidatos de las dos coaliciones políticas mayoritarias. Pero sólo un 10% decidió no promover a esos candidatos al gobierno del país.
No sé para ustedes, pero para mí hay una conclusión clara: la sociedad uruguaya está mucho más próxima a generar cambios estratégicos por la vía de la acción ciudadana y de la democracia directa que por la vía electoral de la democracia representativa.
Es una idea en bruto. Para analizar, pensar, y sacar conclusiones, una vez que pase el carnaval electoral, cuando los parlamentarios se sienten en sus bancas y el nuevo presidente se disponga a firmar y a cumplir nuevos contratos secretos.
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