La utilidad del diablo por Hoenir Sarthou
Este es el último número de Voces de 2017. Están cerca navidad y fin de año, fechas de nostalgia y de celebración, de ausencias añoradas y de presencias celebradas. Tiempos de introspección, pero, sobre todo, de compartir. ¿Y qué compartir con ustedes en esta despedida momentánea?
Quizá algo que me da vueltas en la cabeza desde hace tiempo y que seguramente seguirá haciéndolo sin detenerse. No sé si lograré transmitirlo, pero voy a intentarlo.
Gran parte de nuestras vidas –de nuestras vidas públicas, sin duda, y probablemente también de nuestras vidas privadas- las dedicamos a adjudicarnos culpas recíprocamente.
La cosa viene de lejos. Todos somos culpables porque Adán y Eva pecaron. Los descendientes de europeos lo somos porque nuestros antepasados invadieron América (sin olvidar que casi toda la historia de la humanidad es una historia de invasiones y de migraciones más o menos violentas). Los europeos y los americanos somos culpables de traer a africanos como esclavos. Los uruguayos en particular somos culpables de haberle “comprado” el proyecto “Estado tapón” a Inglaterra y de haber aceptado el exterminio de los Charrúas dispuesto por Rivera.
Un poco más acá en el tiempo, los colorados y los blancos –cada cual con su culpa- siguieron promoviendo revoluciones y degollatinas. Después, los batllistas fueron culpables de instalar una cómoda lógica de facilismo, burocracia y bienestar urbano. En tanto los blancos lo fueron de no entender el progreso y de aferrarse a una tradición conservadora de caudillos rurales. Más adelante, la izquierda fue culpable de traer la violencia y desestabilizar la democracia. Y los militares de dar un golpe de Estado y de practicar la tortura y la desaparición. Andando el tiempo, los “rosaditos” fueron culpables de destruir la industria y de que los niños comieran pasto. Y ahora el Frente Amplio es culpable de desarticular la institucionalidad, abrir el país a inversores inescrupulosos y endeudarlo más que nunca.
Durante todo ese tiempo, además, los ricos fueron culpables de oprimir a los pobres, los capitalistas a los obreros, los heterosexuales a los homosexuales, los hombres a las mujeres, los viejos a los jóvenes, los funcionarios públicos a los trabajadores privados y los plenamente capaces a los discapacitados.
Ahora la tortilla podría darse vuelta y los sindicalistas serán culpables de extorsionar a los empresarios, los frenteamplistas de perseguir a los blancos y a los colorados, los jóvenes de desconsiderar a los viejos, las mujeres de discriminar a los hombres, los homosexuales de imponer la pauta homonormativa a los heterosexuales, y así hasta el infinito.
La tradición bíblica (que es bastante más amplia que la católica y que la cristiana) no inventó al Demonio (Satán, Lucifer, el Diablo), pero lo adoptó con entusiasmo por una buena razón. Colocar al “Mal” fuera de nosotros mismos es un acto de astucia. Si toda conducta que nos avergüenza, nos remuerde o nos causa arrepentimiento, es obra del Demonio y no parte de nosotros mismos, vivimos mucho más tranquilos. Lo único que puede reprochársenos es cierta debilidad ante las tentaciones del Demonio. Pero el mal (lo que sea que consideremos el mal) no está en nosotros, sino afuera, en otro u otros demonios que lo encarnan por completo.
Si alguna duda cabe de que seguimos usando al Diablo, bastaría ver cómo manejamos la culpa, al menos en los discursos públicos. Si hay pobreza, corrupción y mala administración, la culpa es del gobierno. Si hay delincuencia, la culpa es de Bonomi. Si las decisiones del gobierno salen mal, la culpa es de la oposición, que dejó una herencia maldita y ahora obstruye, o de la prensa, que informa mal. Si hay violencia sexual, la culpa es del patriarcado o directamente de los hombres. Si hay ignorancia, la culpa es de los docentes o de las nebulosas autoridades de la enseñanza. Siempre un demonio externo, siempre aparentemente ajeno.
La culpa es una versión recortada de la causalidad. De los muchos factores que inciden para que un hecho se produzca, elegimos a uno para coronarlo como causa del suceso nefasto. Demonizar a uno de los muchos factores causales es también una forma de autoexcluirnos como causa, es decir de liberarnos de toda responsabilidad y de todo compromiso con lo que ocurre. Si la culpa es de los comunistas, o de los fachos, o del gobierno, o de los funcionarios públicos, o de los “pichis”, o de “los uruguayos” (esa extraña categoría que comprende a todo el país con la única exclusión de quien la usa), todos los demás podemos quedarnos tranquilos. Es más, cumplimos de sobra con denunciar al culpable.
La realidad es bastante más compleja. La mayor parte de las cosas que ocurren, por ejemplo en materia económica, política, social, cultural, ocurren porque la atmósfera colectiva en que tienen lugar habilita a que ocurran. Y la atmósfera colectiva no es obra de un demonio culpable. Es obra de todos, en mayor o menor grado, por acción o por omisión.
La otra consecuencia del pensamiento culpabilizador es la santificación de las víctimas. Si toda la responsabilidad causal por cada hecho negativo es de un culpable, es natural demonizarlo y presumir que, por el contrario, las víctimas son siempre esencialmente inocentes y ajenas a todo mal. O sea: la víctima jamás es parte del sistema de relaciones que genera víctimas y victimarios, o explotados y explotadores. Las víctimas son, por definición, víctimas puras.
El siguiente paso de ese razonamiento es castigar al culpable y premiar a las víctimas. Es decir invertir la situación. Nada lo expresa mejor que una vieja canción que pasa por revolucionaria: “Que la tortilla se vuelva/ que los pobres coman pan/ y los ricos mierda mierda”.
Por supuesto, cualquier sistema en que alguien coma mierda será atroz y generará nuevas víctimas y nuevos culpables. Pero el pensamiento culpabilizador funciona así.
Hechos relativamente recientes han sido celebrados como la esperada reivindicación de las víctimas. Así, los EEUU tuvieron un presidente negro. Chile, Argentina y Brasil tuvieron presidentes mujeres, reelectas además. Y hasta nosotros tuvimos una senadora “trans”. Sin embargo, los resultados no han sido para especial celebración. Cualquiera diría que no va por ahí la cosa. La razón es simple: el mundo no es injusto porque los presidentes y los senadores sean blancos, hombres o heterosexuales. En todo caso, eso es consecuencia de un cúmulo de causas que no se modifican cambiando el sexo o el color de los presidentes.
El tema de la culpa nos plantea otras incertidumbres filosóficas. ¿Existe realmente el libre albedrío? ¿Hasta qué punto nuestros actos son voluntarios? ¿Hasta qué punto elegimos quiénes vamos a ser? ¿Qué papel juegan en ello nuestros genes, neuronas y hormonas? ¿Cuánto pesa la cultura en que nacimos, la educación que recibimos y la experiencia vital que gozamos o soportamos durante la niñez, la juventud y aun en la madurez?
Es posible que la noción de culpa tenga incluso menos sentido del que suponemos. ¿Qué tal si los premios y los castigos debieran considerarse apenas medios prácticos para lograr o evitar ciertas conductas, y no una justa retribución moral por ser quienes no elegimos ser?
Pasar del pensamiento culpabilizador al pensamiento causal no es tarea sencilla ni irrelevante. Por un lado, porque complejiza cosas que parecen simples. Denunciar, juzgar y condenar a un supuesto culpable, sobre todo cuando no se asume responsabilidad por el juicio, es una tarea fácil y hasta grata para muchos. En cambio, entender las causas profundas de los fenómenos es un trabajo mental y anímico abrumador. Nunca estaremos seguros de haber considerado todos los factores y, tarde o temprano, descubriremos que somos parte del problema, un eslabón más del complejo entramado causal de la realidad.
Mientras juzgamos culpas ajenas, muchas veces no vemos que está en nuestras manos una parte, grande o pequeña, de la solución. Bastaría con que, en lugar de preguntarnos “¿Quién tiene la culpa?”, nos preguntáramos “¿Puedo hacer algo para cambiar esto?”. Nos sorprenderá ver cuántas veces la respuesta a la segunda pregunta es “Sí”.
Feliz inicio del año para todos.
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