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¿Libres para morir? por Miguel Pastorino

¿Libres para morir?  por Miguel Pastorino
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En bioética ha ido creciendo en los últimos años la importancia del reconocimiento de la autonomía de los pacientes, desde el consentimiento informado, las voluntades anticipadas, testamento vital, generando leyes que han ido consagrando los derechos del paciente en respeto por su libertad, como respeto a su dignidad. Esto supone un impresionante progreso respecto de un paternalismo legitimado por un absolutizado principio de beneficencia donde solo el médico sabía lo que era bueno y mejor para el paciente. Desde el informe Belmont hasta el Convenio de Oviedo de 1997 (Derechos Humanos y Biomedicina) el respeto a la autonomía refería al consentimiento informado, y a la protección de los más vulnerables cuya autonomía se encuentra limitada o menoscabada. Y todo esto es algo para agradecer y cuidar.

Hipertrofia de la autonomía

Hoy estamos caminando hacia el otro extremo, pasando del paternalismo médico a la absolutización de la autonomía del paciente. El principio de autonomía en algunos autores se ha vuelto dogmático, llegando a violentar la misma dignidad de la persona porque ella misma lo solicita, desconociendo que hay derechos fundamentales que son irrenunciables. Algunos autores pretenden una hipertrofia de la autonomía, convirtiendo al profesional de la salud en un simple dispensador de servicios sin implicarse en las decisiones sobre la salud del paciente. Aquí se debilita la alianza terapéutica y se deja de lado el proceso de discernimiento compartido, porque la autonomía se erige en principio absoluto e ilimitado. Se abandona así al paciente a su propia decisión sin más nada que una supuesta libertad absoluta, suelto de cualquier apoyo para saberse comprendido y acompañado. ¿Serán los deseos particulares los que deban definir los actos médicos? ¿Es el deseo fuente de derecho olvidando la condición humana y su inviolable dignidad?
Existe hoy una valoración sobredimensionada de la autonomía individual, y se tiende a pensar que, si alguien pide algo, hay que acceder a su petición sin complicarse más, porque el otro es soberano en su decisión, lo cual es en sí mismo muy ingenuo, especialmente si se trata de personas que están sufriendo mucho y rodeadas de presiones sociales y emocionales, o se sienten una carga para los demás. O también puede ser una sutil forma de abandono, excusado en que es “su decisión”.
Esto se debe, en parte, a la influencia de una filosofía individualista y subjetivista de los derechos, especialmente con el concepto de autopropiedad. Pero el consentimiento voluntario tiene un límite: uno no puede pedir que se le haga daño, uno no puede pedir que lo maten. Sin embargo, se esgrime la autonomía como argumento para la eutanasia olvidando que el límite de la autonomía son principios de no maleficencia y de justicia, donde la libertad no lo es todo ni es absoluta. Esto ha llevado a la visión que lo que importa es que la persona decida, sin importar lo que elija, aunque sea hacerse daño. Una concepción de la libertad como fin en sí misma, donde no importa lo que se elija, lo que se busca salvar es que uno puede decidir sobre sí mismo.
La autonomía personal es un punto neurálgico de la ética y del derecho, y la bioética principialista lo tiene como un principio fundamental, pero desde Platón hasta nuestros días sabemos que no todos los modos de actuar son igualmente válidos éticamente, que hay acciones que podemos juzgar como elogiables o condenables. Procurar la autonomía me asegura que serán libres para actuar, pero no me asegura nada sobre la bondad de sus acciones. Que las decisiones sean libres no las hace simultáneamente buenas, ni humanizantes, ni deseables necesariamente.
No debería ser la autonomía, reconocida y respetada, el punto final para pensar la ética del final de la vida, porque afirmar que una decisión ha sido libre, no dice nada sobre su bondad: simplemente que ha sido realizada libremente.

La importancia del entorno

Pero más preocupante todavía es que en los casos de los pedidos de eutanasia, la libertad está más condicionada, con lo cual el problema se complejiza más y puede resultar paradójico predicar la libertad absoluta de quienes la tienen más restringida y afectada por su falta de valoración y por el entorno de relaciones que le afectan en su deseo de acabar con su vida.
Incluso hay estudios y testimonios que han mostrado la fuerza de la presión ideológica de cierta visión individualista de la autonomía del paciente, que empuja a los pacientes a solicitar la eutanasia o el suicidio asistido por presión psicológica y social, por sentirse egoístas si pretenden vivir un tiempo más del valorado socialmente. La percepción de la propia valía personal tiene mayor impacto en estas decisiones que el sufrimiento, si la vida tiene sentido o no.
De hecho, los especialistas en Cuidados Paliativos siempre advierten sobre los peligros de no saber interpretar ni atender correctamente el deseo de morir de un paciente. Así lo afirma el Dr. J. Batiz: “Cualquiera con un poco de experiencia en la atención a enfermos graves sabe que, cuando un enfermo solicita la muerte, es muy importante averiguar qué hay detrás de esa petición. Tal vez sea una llamada de atención para que se le alivie el dolor o se le ponga remedio al insomnio; o quizá, una queja encubierta para que se le trate de una manera más humana o se le haga compañía, o sencillamente, para que se le explique lo que le está ocurriendo. Los enfermos en fase terminal pasan por fases muy diferentes en su estado de ánimo. Así, quienes pedían la muerte en un momento de desesperanza o de abatimiento, unos días después, quizá tras suprimirles el dolor o facilitarles la posibilidad de desahogarse en una conversación tranquila, vuelven a encontrar sentido a esta última fase de su existencia. Está claro que no desean la muerte como tal, sino que buscan salir de una situación que les resulta insoportable” (J. Batiz, Bioética y Cuidados Paliativos, 2021).
Pedir la muerte porque se sufre (física o mentalmente) no es una elección libre, si lo que se quiere en realidad es dejar de sufrir. La eutanasia no atiende las causas del deseo de morir, sino que simplemente ofrece la salida rápida: eliminar el sufrimiento eliminando al que sufre. “La vida suele perder el sentido cuando uno no ama y, sobre todo, cuando uno no se siente aceptado y amado por los demás, en particular por los de su familia. En ocasiones, incluso en el mejor de los casos, suele darse entre la gente enferma – como sucede en los mayores- un intenso sentimiento de pesar por considerarse una carga para la vida familiar; con la eutanasia, a ese sentimiento de pesar se añadirá oro de culpabilidad porque, quien teniendo la posibilidad de terminar con su vida, no decide hacerlo, gravando así la vida de los más cercanos y de la sociedad en general, se considerará un egoísta insolidario” (Masferrer, La eutanasia en España, 2021).

La dignidad inviolable

Por otra parte, porque alguien pueda “libremente” pedir que le esclavicen, que le exploten o que le maten, que atenten contra sus derechos fundamentales, no da derecho a terceros a consentir ese pedido, en razón de su dignidad inviolable e inalienable. Porque la dignidad conforma un principio biojurídico que tiene a la persona en el centro y que se convierte en fundamento de la autonomía y no al revés. Por ello una justa ubicación del principio de autonomía debe ubicarse siempre protegiendo la dignidad de la persona, incluso a pesar de ella, ya que el valor de una vida no es algo subjetivo, sino algo reconocido por todos como igual dignidad de todos los seres humanos sin importar su condición.
Los derechos humanos que originalmente eran defensivos, para proteger a las personas del Estado, muchos los entienden hoy como extensión del poder individual, asumiendo la forma de derechos subjetivos que corresponden a una amplia variedad de deseos individuales sin relación con la justicia y con el bien común. Se consideran derechos sobre uno mismo, independientes de toda idea de bien o de justicia exterior al individuo y reducen la dignidad humana a la voluntad de autodeterminación: “El derecho a disponer del propio cuerpo va reemplazando progresivamente el principio de indisponibilidad y autoriza las prácticas hasta entonces prohibidas por respeto a la dignidad humana” (G. Puppinck, Mi deseo es la Ley, 2021). Lo que vale ya no es tanto la vida sino la libertad de decidir por encima de todo, aunque sea en contra de la vida y de la dignidad de las personas: “La libertad individual sin un contenido, que aparece como el más alto fin, se anula a sí misma, pues sólo puede subsistir en un orden de libertades. Necesita una medida, sin la que se convierte en violencia contra los demás. No sin razón los que persiguen un dominio totalitario provocan una libertad individual desordenada y un estado de lucha de todos contra todos, para poder presentarse después con su orden como los verdaderos salvadores de la humanidad. La libertad necesita, pues un contenido. Lo podemos definir como el aseguramiento de los derechos humanos” (J. Ratzinger, Verdad, valores y poder, 2012).

La eutanasia contraria a los Derechos Humanos

Pero más allá de la absolutización de la libertad como fin en sí misma y las visiones reduccionistas e individualistas del ser humano que inciden en una visión de la eutanasia como derecho y ejercicio de la autonomía personal, se olvida que muchas peticiones de eutanasia en lugar de ser expresión de un deseo de morir, son un reflejo de carencias de la medicina y de la sociedad, son un reflejo de la falta de solidaridad, de cuidado y de valoración de los más vulnerables. Aunque se esté usando como slogan “La eutanasia como derecho”, no existe como derecho humano en ningún pacto internacional de derechos humanos, y es un antiderecho, porque es un homicidio a petición. Nada más lejos de un derecho humano que terminar con la vida de una persona. Otra cosa es dejar morir en paz, no alargando la vida fútilmente. Pero matar no es un derecho, y la eutanasia no se trata de lo que uno decida, sino de autorizar a que un tercero tenga que dar muerte a alguien que considera su vida indigna. La decisión final siempre será de un tercero que valorará si esa vida merece eutanasia o no.
A nadie se le obliga a vivir, pero eso no significa que el suicidio asistido o el homicidio a petición (eutanasia) tiene que estar legitimado y asegurado por los servicios de salud.
En los pocos países donde se ha legalizado, cuando se asume culturalmente que es una supuesta expresión de respeto por la dignidad de la persona, surgen inevitablemente consecuencias fatales. Donde la ley ha permitido matar o dejarse matar al enfermo y dependiente, se comienza a ver como egoísta a quien quiere vivir bajo esas circunstancias, invirtiendo los valores, donde ya no se cuida del frágil, del necesitado, sino que se lo ve como alguien que podría hacer uso de su libertad para terminar rápido con el asunto. A partir de crear un “derecho” al suicidio asistido comienza a existir un deber de liberar a los demás del peso del cuidado. Y en países como Holanda, el paso de la eutanasia consentida a la no consentida se deslizó por la aceptación social de la eutanasia como un acto moralmente justificado. Con dureza y claridad lo expresó el filósofo Robert Spaemann: “La ficción de la voluntad soberana justamente en una situación de extrema debilidad es cínica, sobre todo en relación a los perjudicados en la vida como los pobres, los solos, los enfermos crónicos o los peor asegurados. La oferta del suicidio asistido sería la salida más infame que una sociedad puede idear para evitar la solidaridad con los débiles y la más barata” (Sobre la buena muerte, 2020).

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