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Los dos silencios

Los dos silencios
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La caída del Comandante en Jefe del Ejército (el segundo en menos de un mes), del Ministro y del Subsecretario de Defensa, y de media docena de generales en actividad son, por ahora, el resultado de la que parece la mayor crisis planteada en el ámbito militar desde la dictadura.

La información sobre las actas de los tribunales de honor militares, en las que el criminal José Nino Gavazzo admitió uno más de los tantos delitos que ha cometido, fue publicada por el periodista Leonardo Haberkorn. Esa publicación fue el detonante esta vez. Sin embargo, los hechos revelados por la publicación y por esas actas son muy viejos.  Hace cuarenta y cinco años que ese crimen, su autor, y las investigaciones que debieron hacerse, navegan por los ámbitos militares, políticos y judiciales sin que nadie hubiese considerado necesario aclararlo. De hecho, el delito se le había atribuido a otro militar, preso por esa causa.

Podemos suponer que esa información habría seguido secreta de no mediar Haberkorn y su presumible fuente. De hecho, las actas llegaron a Presidencia, donde fueron homologadas, y el Ministro de Defensa -según su versión, no desmentida- habló con el Secretario de la Presidencia para advertirle sobre el contenido de los documentos y la conveniencia de hacer la denuncia penal.

Sin embargo, la denuncia no se hizo y nadie impidió que uno de los implicados, el general González, fuera designado Comandante en Jefe del Ejército en sustitución de Manini Ríos.

La revelación profunda de este episodio es doble. Uno de sus aspectos refiere a la estructura militar, y otro al poder político, civil.

Por un lado, confirma que el estamento militar preserva una tradición que viene desde la dictadura. Los generales involucrados en este episodio, los que conformaron el tribunal de honor y los jefes máximos, tendrían diez o doce años de edad, y probablemente fueran todavía a la escuela primaria, cuando se cometió el crimen en cuestión.  Sin embargo, ninguno consideró su deber hacer la denuncia de los hechos.  Registraron en las actas la declaración de Gavazzo (que podrían haber eliminado) pero no actuaron. Al parecer, todos sabían que quien estaba preso por ese delito no era el responsable. Pero no hablaron. Transfirieron la responsabilidad al poder político y aceptaron que éste mantuviera el silencio.

Pepe Mujica marcó una vez la estrategia respecto a los crímenes durante la dictadura militar. “Esto se va a acabar cuando nos muéramos (sic) todos”, dijo. Y la frase, que fue tomada con cierta ligereza, era más honda de lo que parecía. Significaba que no se haría nada para cambiar la cabeza ni la formación de los militares actuales o futuros.  El paso del tiempo, según Mujica, eliminaría, junto con las personas, a la doctrina de la seguridad nacional y al silencio cómplice de los cuadros militares.

Pues, bien, eso no pasó. Las nuevas generaciones de jefes militares siguen administrando el silencio con los mismos criterios que sus predecesores. La solidaridad de cuerpo, o de logia, incluso con los viejos delincuentes presos, sigue vigente (quizá con la excepción de la fuente de Haberkorn). Tampoco hay razones para creer que deje de funcionar ante nuevas irregularidades que puedan ocurrir en la gestión de bienes y personas en el ámbito militar.

Pero el silencio, incluso el silencio cómplice, no es patrimonio sólo de los militares.

Basta ver la actitud del poder político ante el hecho. Sabían o debían saber del contenido de las actas, al menos, el Presidente de la República, el Secretario de la Presidencia, el Ministro y el Subsecretario de Defensa. ¿Y qué pasó? Nada.

Hasta que Haberkorn destapó el tarro. Entonces, sí, una barrida de generales y ministros, espectacular, ejemplarizante. Pero, ¿qué habría pasado si la prensa no hubiese intervenido?

Lo que pasó durante tantos años. Lo que está pasando, cada vez con más descaro, en todos los ámbitos del Estado: silencio y secretos.

Al mismo tiempo de este escándalo, la oposición planteó crear una comisión investigadora sobre la gestión del MIDES. La propuesta fue rechazada por los votos del oficialismo.

Uno puede indignarse y decir, ¿cómo puede negarse un gobierno a que se investigue la gestión de uno de sus ministerios? ¿Acaso no deberían estar ansiosos por demostrar la falsedad de cualquier acusación y por restregar por la cara de los acusadores los logros del Ministerio? No. El gobierno no ve así las cosas.

Lo realmente insólito es uno de los argumentos usados por los parlamentarios oficialistas para negarse a la investigación. “Una comisión investigadora en año electoral es impensable”.

Desparpajo puro. Resulta que los contralores parlamentarios sólo pueden aplicarse en años no electorales, como si la elección concediera alguna clase de impunidad.

Desde hace muchos años, desde aquel lejano primer gobierno de Sanguinetti, después de la dictadura, muchos esperábamos que se “civilizara” y democratizara a la formación militar, que se acostumbrara a los militares a respetar la Constitución y las leyes, a acatar a los Poderes del Estado y a rendir cuentas de sus actos.

Pero ocurrió lo contrario. La cultura del secreto, de la impunidad y del silencio, de la que se acusaba a los cuadros militares, se ha desarrollado con creces en el poder político. En el de los gobiernos colorados y blancos primero, y en los del Frente Amplio después.

Mi amigo Roger Rodríguez suele hablar de la “cultura de la impunidad”. Una cultura que nació –esto lo digo yo, y cada vez tengo menos dudas- de la forma tortuosa en que se negoció la democracia en el Pacto del Club Naval.

Muchos temíamos que eso impidiera el control democrático de los militares. Pero cada vez se hace más evidente que sus efectos han llegado mucho más lejos. Hoy sería necesario civilizar y democratizar al poder político.

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