Lula y la muchacha del metro por Hoenir Sarthou
La anécdota le ocurrió a una persona que conozco en uno de esos países que nos resultan remotos y culturalmente incomprensibles. Pongamos que fue en Suecia o en Noruega, no recuerdo bien. El hombre –uruguayo él- estaba en el metro y observó que, entre los molinetes que, previa introducción de una ficha de determinado valor, permitían el acceso a la zona de abordaje de los trenes, había una entrada libre, sin molinete o con molinete gratuito. Sin embargo, nadie pasaba por esa entrada. Todos introducían su ficha y pasaban por los molinetes pagos. Intrigado, se dirigió a una chica que limpiaba o cumplía no sé qué función en el lugar (nada cuesta imaginar la cara ancha, el cuerpo robusto, el pelo rubio y la sonrisa candorosa, casi al punto de parecer tonta).
-Disculpe, ¿para qué es esa entrada?
La muchacha lo miró sorprendida, sonrió con mayor candor aun y dijo con naturalidad.
-Para que pasen los que no tienen dinero.
El uruguayo no contestó enseguida. Le llevó varios segundos digerir la respuesta y confrontarla con sus instintos rioplatenses.
-Pero… –dijo al fin, intrigado- ¿Cómo evitan que entren por ahí personas que tienen dinero pero no quieren pagar?
La muchacha volvió a sonreír con cierta inquietud o desconcierto. Arqueó una ceja. Parecía sorprendida. Finalmente dijo con extrañeza:
-¿Y por qué alguien iba a querer hacer eso?
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En Brasil, a muchos kilómetros de distancia, el ex presidente Lula está preso. Se lo acusa de muchas cosas, pero está preso por un apartamento lujoso que la fiscalía afirma le fue regalado por la empresa Odebrecht y que Lula y sus partidarios afirman que nunca fue de Lula.
En Brasil pasaron y pasan muchas otras cosas. Tienen un presidente sobre el que pesan acusaciones penales tan o más graves que las de Lula. Es algo común en Brasil, donde tres cuartas partes de los integrantes del sistema político tienen procesos penales abiertos.
Durante los gobiernos de Lula y de Dilma Rousseff ocurrió el “mensalao”, por el que casi todos los legisladores cobraron grandes coimas mensuales por votar lo que el gobierno quería, y, más importante aun, ocurrió el multimillonario vaciamiento de Petrobras.
Sin embargo, todos discuten sobre el apartamento de Lula. La fiscalía lo acusa en base al testimonio de los directivos de Odebrecht, que están presos y recibieron promesas de aligerar sus condenas a cambio de sus testimonios. Por su parte, Lula, el PT -y sus aliados del oficialismo uruguayo- sostienen que hay una conspiración de la derecha para desplazar a los progresismos del Continente, lo cual también puede ser cierto, dependiendo de qué entendamos por “derecha”.
Entiendo que judicialmente sea importante saber si Lula se llevó reales, dólares o apartamentos al bolsillo, así como si realmente Dilma no se los llevó. Pero, desde el punto de vista político, es casi irrelevante. Dados el “mensalao” y la ruina de Petrobras, mediante contratos truchos, ¿qué importa si se guardaron la plata o sólo la usaron para comprar votos y financiar campañas políticas?
El efecto social es tan devastador en un caso como en otro. Al punto que discutir sobre el apartamento es casi hacerle un favor a Lula y –claro- también a Temer y a sus socios, que, entre otras cosas, parecen haber estado en primera fila en la nómina del “mensalao”.
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Como se darán cuenta, paso muy por arribita sobre el tema “Brasil”. Es que, cuanta más información intento reunir, más me cuesta conocer los vericuetos de ese monstruo de país.
En otras palabras, escribo para compartir interrogantes más que para comunicar certezas.
Por ejemplo, ¿qué papel juega el sistema de justicia brasileño en esta historia? ¿Es una corporación autárquica acometiendo con mesianismo una función depuradora? ¿Son creíbles esa autonomía y esa limpieza en medio de un sistema institucional y empresarial de corrupción generalizada?
En caso contrario, ¿con qué respaldo actúa? ¿Quién está interesado en el descabezamiento del sistema político y de algunas empresas que, como Odebrecht, se habían comido al Estado y empezaban a comerse al mundo? ¿La oligarquía tradicional que se siente desplazada? ¿Intereses transnacionales? ¿Una mezcla de ambos?
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¿La corrupción está destinada a ser la tumba de los “progresismos” latinoamericanos?
Desde una perspectiva de izquierda, es muy tentador sostener que la crisis que amenaza a los progresismos se explica por la esencial inviabilidad de su proyecto: conciliar la instalación del modelo económico global con la aplicación de políticas sociales distributivas, asistencialistas y clientelares.
Es tentador porque en buena medida es verdad. Los proyectos progresistas, teniendo el control del Estado, abren las puertas a la inversión extranjera, exprimen a los sectores productivos y a las capas medias nacionales y, en compensación, mejoran los salarios de los trabajadores sindicalizados y captan con políticas sociales asistencialistas a los sectores sociales pobres y semi marginales.
Obviamente, ese proyecto es, por definición, inestable. Lo es porque la inversión extranjera viene a condición de no aportar impuestos, tener acceso a recursos naturales a bajo costo y no ceñirse a ninguna estrategia nacional. Entonces, tarde o temprano, el dinero no alcanza para pagar la fiesta de la burocracia estatal progresista y, a la vez, asegurar los salarios de los trabajadores sindicalizados, costear la salud y la educación públicas y seguir financiando políticas sociales.
Cuando eso ocurre, se produce una rebatiña. La desesperación por mantenerse en el gobierno lleva a endeudar al país, otorgar a inversores extranjeros concesiones insostenibles, recortar los presupuestos de salud, educación y seguridad social, comprar votos y apoyos, mentir en las cifras y datos estadísticos y desviar fondos para financiar publicidad y campañas electorales.
Los primeros en percibir la inestabilidad son los dirigentes y altos funcionarios del proyecto progresista. Y, en ese contexto, es muy fácil que se inclinen a “hacer la suya” antes de que todo se desmorone.
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Decir eso es tentador. Pero no es toda la verdad.
Un gobierno corrupto no puede instalarse ni perdurar si la sociedad, de la que proviene y a la que gobierna, no comparte ciertas características culturales afines a la corrupción.
En el Uruguay, como en Brasil, aunque a nuestra escala, todos los días se denuncian y se descubren casos de corrupción en altas esferas de la administración pública.
Tengo la impresión de que esas denuncias no producen un efecto saneador. Por alguna razón, confirman que hay corrupción en lo grande y, de alguna manera, legitman que la haya en lo chico.
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Es una vieja tradición la de conjurar todos los males con un cambio de gobierno. La militancia política de todos los signos, desde siempre, presupone que su misión es llegar al gobierno para, desde allí, cambiar-mejorar a la sociedad en algún sentido. Quizá ese sea el paradigma que no funciona.
Una larga historia de revoluciones y cambios de gobierno, en América Latina, por no ir más lejos, indica que, más temprano que tarde, las ilusiones de cambio social naufragan en un mar de decepciones, “achanchamientos”, “vivezas” individuales, corrupción y autoritarismo.
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Pienso en esa muchacha nórdica que no comprendía la razón por la que alguien quisiera acceder al metro sin pagar entrada.
Sí, claro, probablemente sea el resultado de una sociedad rica, en la que “avivarse” resulte una actitud inexplicable o estúpida. Pero tal vez detrás de esa aparente ingenuidad esté la noción de que la “viveza” individual generalizada es en realidad estupidez colectiva.
Durante mucho tiempo pensé que ese estado de espíritu sólo podría producirse tras un cambio social y económico que asegurara a todos condiciones aceptables de vida.
Hoy tengo dudas. Me pregunto si la lucha que tenemos por delante es política, como se ha creído por tanto tiempo, o si es ante todo cultural.
En un mundo en que términos como trabajo, salario, crecimiento, desarrollo, energía, poder, comunicación y educación van a resignificarse, la pregunta se vuelve cada vez más pertinente.
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