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Marihuana: un país sin filtro

Marihuana: un país sin filtro
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¿Por qué razón un país aprueba leyes contradictorias, inspiradas en filosofías opuestas y con contenidos incompatibles?

Eso es lo que le pasa a Uruguay en el casi surrealista asunto de la marihuana y los bancos.

En junio de 2009, el Parlamento aprobó la Ley 18.494, titulada “Control y prevención de lavados de activos y del financiamiento del terrorismo”. Esa ley reafirmó la adhesión de Uruguay a las políticas de guerra al narcotráfico y les asignó a los bancos (así como a otras actividades comerciales y a ciertas profesiones universitarias) un papel preponderante en la detección y denuncia de los delitos previstos en las leyes sobre estupefacientes.

En diciembre de 2013, el Parlamento aprobó la Ley 19.172 que, con el largo y aparentemente severo título de “Marihuana y sus derivados. Control y regulación del estado de la importación, producción, adquisición, almacenamiento, comercialización y distribución”, habilitó el cultivo y la comercialización de marihuana.

Poco después, en abril de 2014, el mismo Parlamento aprobó la Ley 19.210, eufemísticamente denominada “Acceso de la población a servicios financieros y promoción del uso de medios de pago electrónicos”, más conocida como “ley de bancarización” que obliga a toda la población a efectuar los pagos y cobros de sueldos, jubilaciones, pensiones, alquileres, honorarios, precios de compraventas y en general toda operación económica a través de los bancos, prohibiendo hacerlo de otras maneras.

La ley de lavado de activos es brutal y sincera en su naturaleza represiva. Las otras dos, en cambio, tanto en su título como en sus primeros artículos, disimulan su verdadero contenido. En la de bancarización, la obligación de entrar al sistema financiero aparece recién en el artículo 10 (antes hay varios artículos de “sanata” sobre los medios de pago electrónicos, de modo que un lector no entrenado probablemente no advertiría el contenido principal de la norma). La ley de la marihuana, por su parte, comienza diciendo: “Decláranse de interés público las acciones tendientes a proteger, promover y mejorar la salud pública de la población mediante una política orientada a minimizar los riesgos y a reducir los daños del uso de cannabis, que promueva la debida información , educación y prevención, sobre las consecuencias y efectos perjudiciales vinculados a dicho consumo así como el tratamiento, rehabilitación y reinserción social de los usuarios problemáticos de drogas”. Extraño inicio para una ley que se propone habilitar el cultivo y la venta de cannabis.

Estas cuestiones de estilo son reveladoras de una mala conciencia legislativa, que oculta con palabrerío y declaraciones pueriles lo que verdaderamente se está disponiendo o imponiendo.

Más allá de estilos, es clara la contradicción entre las tres normas. Por un lado, se declara la guerra al narcotráfico y se les asigna a los bancos -ya predispuestos a eso por las normas de los EEUU – el papel de vigilantes de un “eje del mal”, constituido por el lavado de activos, el narcotráfico y el terrorismo (todo en un mismo paquete). Por otro lado, se legaliza el cultivo y venta de marihuana . Y la frutilla de la torta es poner en manos de los bancos, más dependientes de la regulación y de las prácticas financieras extranjeras que de la legislación nacional, toda la actividad económica del país. ¿Cómo esperar que no saltaran chispas por todos lados?

Vuelvo a la pregunta original: ¿por qué un país aprueba en tan poco tiempo, y bajo gobiernos de un mismo partido, tres leyes que se dan de patadas entre sí? Sobre todo cuando no había ningún reclamo de la población uruguaya por aprobar ninguna de las tres.

Como es sabido, los EEUU han promovido o impuesto, entre sus países dependientes y las burocracias de organismos como la ONU y la OEA, la firma de convenios, protocolos y leyes que obligan a perseguir a esa supuesta conjura maligna mundial que aúna al lavado de activos, al narcotráfico y al terrorismo.

La represión del narcotráfico es un negocio casi tan rentable como el narcotráfico, aunque mucho más sangriento. ¿Cuántos millones de dólares se destinan cada año en el mundo a la represión del narcotráfico? ¿Cuánto paga en coimas el narcotráfico? ¿Cuántos burócratas y técnicos internacionales viajan por el mundo y se ganan la vida o se enriquecen asesorando y haciendo declaraciones sobre el narcotráfico? Los resultados son terribles. Basta mirar a México, o antes a  Colombia. Pero el negocio sigue y quiere seguir. Por eso no es extraño que haya políticas supranacionales en la materia y que Uruguay, como tantos países de América (Chile, Argentina, Brasil), hayan aprobado en lo que va de este siglo leyes casi “mellizas”, con su obligación de denunciar, sus propias “UFI”, etc.. Es fácil ver de dónde vino la inspiración (y quizá el texto) de la ley sobre lavado de activos, que Uruguay aprobó sin discutir ni chistar.

La “inclusión financiera” también es una política supranacional, promovida y monitoreada por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que contabilizan a unos 143 países con niveles destacados de bancarización. Hay en esa política una confluencia de intereses entre el capital financiero, que aumenta sus ganancias logrando intervención en toda clase de operaciones económicas, y los Estados, que pueden fiscalizar mejor y asegurarse el cobro de tributos. En la mayoría de los países de América se la impulsa mediante la promoción de medios de pago electrónicos, microcréditos y facilidades para la apertura de cuentas simplificadas. La modalidad adoptada por Uruguay, de imposición legal de ingresar al sistema bancario, no tiene demasiados paralelismos en la región. En el discurso del Banco Mundial y del FMI, adoptado también por el gobierno uruguayo, la inclusión financiera se presenta insólitamente como un beneficio para las familias más pobres (a las que se pretende incluir mediante el crédito y el consiguiente endeudamiento), como un mecanismo de seguridad y como una forma de que los Estados combatan la evasión tributaria. Muy poco o nada dicen el Banco Mundial, el FMI y el gobierno uruguayo sobre las ganancias que la inclusión financiera produce a los bancos y sobre la incidencia de esas ganancias en los precios de los productos.

Cabe preguntarse por qué Uruguay adoptó un sistema de bancarización más duro y autoritario que el de la mayor parte del Continente. ¿Voracidad fiscal? ¿Deseo de hacer buena letra ante el sistema financiero y los organismos internacionales? ¿Papel de país experimental de cierto modelo financiero-político?

Respecto a la marihuana, es obvio el papel que jugaron ciertas corporaciones globales, las de Soros y Rockefeller, en la aprobación de la ley. La legalización de la marihuana no tenía apoyo de la opinión pública uruguaya (las encuestas indicaban más de 60% en contra), no figuraba en el programa del Frente Amplio y no integraba el discurso del MPP ni el de Mujica.  Sin embargo, repentinamente vimos a Mujica recibido y abrazado por Soros y por el extinto jefe del clan Rockefeller, y aparecieron en Montevideo lobistas de Soros que hicieron presión política y financiaron a una ONG creada para promover la legalización. Hay razones para creer que empresarios globales como Soros y Rockefeller tenían interés en modificar la regulación mundial de la marihuana (un mercado muy apetecible) y eligieron a Uruguay como conejillo de indias o como punta de lanza. Todos conocemos el triste destino de los conejillos de indias y la posibilidad de fractura de las puntas de lanza. Los planes de Soros y Rockefeller, de modificar la legislación sobre la marihuana, parecen haberse visto entorpecidos por el triunfo de Trump, lo que puede dejar a Uruguay en una situación difícil. Pero aun no se ha escrito el último capítulo en este asunto.

El juego de las tres leyes pone en evidencia que Uruguay carece de una orientación propia en temas vitales. Eso lo lleva a adoptar, sin filtro,  las políticas que diversos intereses –a veces en conflicto- promueven a nivel supranacional. Comprar la “guerra a las drogas”, promovida por el gobierno de los EEUU y por las burocracias internacionales, legalizar la marihuana a instancias de los poderosos Soros y Rockefeller, y poner toda la economía del país en manos de unos bancos (incluido el BROU) que dependen más de políticas y prácticas financieras internacionales que de la legislación uruguaya, es la prueba más clara de la falta de rumbo y de la peor clase de dependencia que se puede tener: la ideológica.

Lo que queda planteado es un dilema central de nuestro tiempo. ¿Dónde radica el  poder? ¿El modelo de organización republicano-democrático sigue teniendo algún sentido y algún espacio de autodeterminación, o las prácticas financieras globales, los protocolos y recomendaciones internacionales, los tratados de protección de inversiones y los contratos de inversión son las nuevas leyes?

Cabe preguntarse si  de verdad todo espacio de autonomía republicana es inviable, o si esa inviabilidad es parte de la ideología global, una profecía interesada que se autocumple cuando las sociedades y sus gobiernos renuncian a pensar y a decidir por sí mismos.

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