En este momento, cuando a mucho de lo negativo se lo tiende a llamar pandemia y los conflictos mayores que se “viralizan” y la información internacional les atribuyen grados de relación con cuestiones similares a una plaga universal, hay que decir que entre sí los delitos guardan semejanzas, pero aunque comparten turbulencias de una época, se mantienen separados, diferentes.
Los torcidos manejos en el balompié (seculares en el boxeo) se dan en paralelo con actividades criminales de diversa índole (trata de personas, tráfico de armas y drogas prohibidas); sin embargo, no parecen haberse contaminado con aquellas acciones que denuncian, padecen o con las que pretextan o de las que se benefician algunas autoridades.
El paso del tiempo no contribuye a olvidar totalmente que casi desde su nacimiento las autoridades de la FIFA se atribuyeron la función de conspirar en las actividades nacionales de sus afiliados y que fue el propio presidente de esta asociación -Jules Rimet- quien organizó el boicot europeo de 1929 para no concurrir al mundial de Montevideo en 1930. Ni se olvida que el mismo personaje no pudo entregar un trofeo al término del partido de Maracaná en 1950, el que virtualmente debió serle arrancado por quien “había nacido para ser campeón mundial”, Obdulio Varela. De aquellos vientos le llegaron las tempestades a la FIFA que perdió su cabeza -Joseph Blatter- y dejó por el camino la de varios compinches, mientras el público tiene la sensación de que faltan varias por rodar.
La singularidad del momento es dada porque en un club europeo el mejor jugador del mundo de la última década manifestó su desacuerdo con ponerse la camiseta del equipo y dieron inicio “ejercicios pirotécnicos” nunca antes habidos por el retiro de una estrella: en un mundo con inflación por todos lados se habla de 700 millones de euros. A los que nos gusta el fútbol (que como lo ven Arrigo Sacchi, Juan Villoro o Jorge Valdano “es lo más importante de lo menos importante ”) tanto como los que con Umberto Eco y Jorge Luis Borges en primera línea aborrecen a los fanáticos del juego del “patabola”, anduvo revoloteando la amenaza sobre nosotros de una telenovela con 25 capítulos corridos en otros tantos días antes de que surgiera humo blanco (o no) de Barcelona o cualquier otro lado, en tanto, como toda buena serie de televisión las propuestas de solución estaban distanciadas: como unos 700 millones de euros.
Por si fuera poco, las empresas y agrupaciones de beneficiarios de primer orden del juego descubrieron durante la última Champion League ciertas cuestiones que involucran a clubes y concurrencia: los partidos previos a la final, que se jugaban con una semana de diferencia en cada país de los contrincantes podían efectuarse en una nación neutral en una sola presentación. El ahorro para la concurrencia se estimó en unos 50 millones de dólares (mínimamente) y es obvio que esa cantidad se restó del cofre subsidiario de ganancias de las estaciones de televisión: fue dinero en efectivo que no apareció por otro lado. A ello hay que sumarle los dividendos descendentes entre los espectadores que cada vez acompañan menos los desgastes de los Cristiano, Neymar o Zlatan: las cadenas deben buscar cómo renovar la “troupe” y eso no se logra a partir de la eliminación del último atractivo -Lionel Messi-
De su lado, Leo no sólo podría perder los juicios y estar obligado a pagar 700 millones de euros -más los costos y costas de dilatados juicios-: sus adeudos comprometerían por años un enjambre de decenas de empresas, algunas ligadas íntimamente con el club-negocio Barcelona, que llevarían a la quiebra al pequeño imperio familiar reproductor de capital. Los millones de euros que le demanda un párrafo contractual están sostenidos por la estructura entrelazada de sus empresas fuertes y sólidas, -débiles y dependientes frente a la experiencia de su contrincante- hacen que en las actuales declaraciones reaparezcan, exentos de valor jurídico, pretextos sentimentales que intentan borrar asperezas y exhibir a Leo como un muchacho condescendiente.
En el pasado, en un sincero arranque temperamental cargado de enojo, dijo que no volvería a jugar defendiendo a la selección de su país; fue una declaración que levantó polvareda, alentó ríos de tinta y agitó gargantas: volvió a jugar… y a perder, con menos alboroto.
En esta circunstancia, tras un instante de exasperación como aquel que lo implicaba con la selección, dijo que no se pondría más la camiseta del Barça. Al imaginarme un diálogo con su padre, representante y mánager, don Jorge le habría dicho: “Nene, tenés razón, pero pensá que no sólo son los 700 millones de euros -que es un montón de plata- sino el futuro de las empresas y el de la familia. Pensá un poquito en el pasado y en los sacrificios que se hicieron”. Y el rosarino, dócil, buen hijo, que hoy vive entre comodidades gracias a los sacrificios familiares, pensó y avisó que se pondrá la camiseta y va a jugar. ¿A cambio de qué?, quién sabe, pero él se porta bien, tomó por buen camino y cambió de opinión con el mismo cinismo y descaro que -en un tiempo- se vendieron indulgencias: claro, pero entonces sin prensa (del corazón o deportiva) escrita ni tv.
Por su parte, el antagonista -primer actor de reparto- Josep Bartomeu, empresario y presidente del Barça, perdió temporalmente relevancia pero puso a salvo su decisión de qué hacer como líder, creyéndose con posibilidades para reelegirse y esquivó con verdad si le recordaran ceses como el de Iniesta, la compra de Griezmann, el no recontrato de Luis Enrique y que firmó a Ronald Koeman, al que no se le atribuyen finos modales. En el acto electoral que definirá la presidencia en marzo próximo se desprendió de la peor acusación: haber sobresaltado y «corrido» a Leo.
En tanto, lo más urgente (como en otros casos) quedó sancionado de palabra por el mejor del mundo – algo inexperto pero bueno, Lionel Messi- al que se debe la indulgencia plena.
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