Miedo,ciencia y política por Hoenir Sarthou
Como saben quiénes vienen leyendo esta columna, mi impresión es que la pandemia está oficiando –o siendo usada- como acelerador de un proceso de alcance global que implica cambios vertiginosos en lo económico, en lo ideológico, en lo político (incluido lo jurídico-institucional), en lo social y en lo cultural.
Hoy quiero abordar el aspecto político de ese proceso. Mucho de lo que diré es hipotético o conjetural, porque no ha ocurrido plenamente, o todavía no es evidente. Por eso, es posible que muchas personas lo rechacen. En todo caso, pueden leerlo como si fuera ficción. De hecho, muchos relatos fantásticos resultan menos sorprendentes que algunas de las realidades que estamos viviendo.
LAS INCÓMODAS DEMOCRACIAS
El principal problema político que se les plantea a quienes promueven ese proceso puede resumirse en esta pregunta: ¿cómo hacer que grandes masas humanas acepten que su trabajo ya no será necesario, que no contarán con los ingresos que recibían en el pasado, y que deben renunciar a sus ilusiones de creciente prosperidad y consumo? ¿Y cómo hacerlo si, además, esas masas humanas verán a grandes corporaciones tomar graciosamente el control de los recursos naturales valiosos existentes en su territorio?
La lógica republicana, basada en los conceptos de soberanía nacional, derechos individuales y democracia política, puede obstaculizar ese proceso. Es que las democracias, incluso las formales, requieren cierta conformidad popular para que los gobiernos obtengan legitimación electoral. Y es poco probable que los votantes avalen por largo tiempo a un modelo económico y político que los privará no sólo de bienestar sino, sobre todo, de esperanza.
El poder económico global ha avanzado mucho en la ruptura de las soberanías democráticas, a través de los organismos y los tratados internacionales, los préstamos condicionados, los preceptos de “gobernanza”, los “protocolos de buenas prácticas”, los contratos de inversión y los tribunales de justicia supranacionales. Pero la elección de los gobiernos y de los parlamentos sigue dependiendo del voto popular. Y eso es un problema.
Allí es donde la pandemia, con una sorprendente impronta cuasi religiosa, viene a prestar un servicio político invalorable.
LA SECTA DEL MURCIÉLAGO
No hay instrumento de dominación más básico que el miedo. Nos vuelve humildes y sumisos, nos predispone a asumir culpas, a rogar por nuestra salvación y a confiar ciegamente en fuerzas superiores. Todas las religiones lo han sabido. Por eso, no debería sorprendernos que la pandemia, presentada como amenaza ominosa sobre cada persona de la Humanidad, despierte sentimientos y opere con mecanismos tan similares a los religiosos.
Veamos las similitudes. Hay un pecado original, ligado a la insaciable ambición humana de consumir con daño a la naturaleza, al punto de que, si se escribieran unas sagradas escrituras pandémicas, su primer versículo diría algo así: “En el principio, alguien comió a un murciélago”. Hay un castigo para ese pecado original: la pandemia. Y un infierno: la asfixia en CTIs colapsados y sin respiradores. Hay también una casta sacerdotal: los científicos, con su Vaticano (la OMS,) y sus obispos y curas párrocos (los científicos y médicos locales). Hay una liturgia: el tapabocas, la distancia física, el test, la cuarentena. Hay mandamientos: los protocolos sanitarios. Y una promesa de salvación, que depende de seguir los mandamientos de “La Ciencia”, cuidarse, aislarse, vacunarse, etc. Como toda fe religiosa, la fe pandémica es inmune a argumentos empíricos o racionales. Nadie dejó nunca de creer por no ver a Dios, ni porque la fe le causara daño, ni porque no se cumpliera lo profetizado.
El miedo, basado en los discursos pretendidamente científicos de la OMS, validados por sus “sacerdotes” locales y amplificados hasta el paroxismo por la prensa “grande” y las redes sociales, hace que la gente acepte someterse a órdenes, por arbitrarias y contradictorias que sean, sin preguntarse siquiera de dónde provienen y sin notar la relación –casi carnal- entre el poder económico global, la OMS, los grandes medios de prensa y las redes sociales.
Uno de los efectos de la pandemia ha sido instalar a la OMS y a los cuerpos científicos en una posición de prestigio y poder superior a la de los gobiernos. De hecho, los gobiernos convocan a comités científicos locales para tomar decisiones sobre la actividad económica, las libertades y la vida social. Los científicos locales, a su vez, alegan que ellos sólo asesoran y que las decisiones las toman los políticos. Pero, en última instancia, unos y otros se remiten a los protocolos de la OMS. Y, si uno indaga por los fundamentos de los protocolos de la OMS, se le responde que se basan en estudios y publicaciones académicas de distintas universidades del mundo, con lo que, en definitiva, nadie se hace responsable por las decisiones políticas, pero se ha instalado en el mundo una nebulosa autoridad científica que nadie osa cuestionar. Y los protocolos sanitarios son su nueva carta magna.
PROTOCOLO, PROTOJODO
¿Qué es un protocolo? Es una guía de acción recomendada para ciertas circunstancias. A diferencia de las constituciones, las leyes y los decretos, los protocolos no tienen legitimidad democrática ni imperatividad jurídica, y sus autores no tienen por qué tener autoridad política. La autoridad de los protocolos es técnica. Se supone que expresan el conocimiento científico o técnico aplicable a cierta situación.
El actual papel de los protocolos de la OMS, y el de sus reflejos nacionales, expresa por excelencia el proceso político y jurídico que está viviendo el mundo. Los protocolos no están previstos en las constituciones, no pasan por ningún control democrático, legislativo ni popular, y, en teoría, no poseen efectos jurídicos vinculantes. Sin embargo, en base a ellos se cerraron las fronteras, se confinó a las personas, se invadió su privacidad y sus datos personales, se clausuraron las economías, se eliminaron empleos, se restringieron los derechos y garantías individuales, se negó atención médica, se privó a los niños de enseñanza y se reguló el conteo de “casos” y de muertes usado para justificar todas esas medidas.
Nos hemos acostumbrado a que “protocolo” sea una palabra mágica contra la que no puede invocarse ningún derecho constitucional o legal. No percibimos todavía la tremenda herida que eso le causa a la concepción democrática y al régimen de derechos y garantías conquistado en los últimos dos siglos. No en balde la élite económica occidental se ha asociado a empresas chinas y afiliado al modelo político chino de control social.
El concepto de “protocolo” (una recomendación calificada que se impone por su supuesta validez científica o técnica) es fundamental para edificar un orden político y jurídico ajeno a la soberanía democrática. Una vez que se lo acepta, es posible pasar de los protocolos sanitarios a los ambientales, a los de recursos naturales, de derechos humanos, de gobernanza, de enseñanza, de técnicas normativas y tributarias, de prácticas comerciales, de producción agrícola y hasta protocolos morales. En otras palabras, es posible controlar vidas, territorios y Estados prescindiendo de la voluntad política de sus habitantes.
Duele pensar en la degradación ciudadana que esa hipótesis de gobierno por protocolos implica. De concretarse, es posible que los gobiernos nacionales conserven ciertas facultades en temas locales o de poca importancia, pero, en temas mayores, actuarán como ejecutores de protocolos dictados por los organismos internacionales competentes en cada materia, si no directamente por las corporaciones inversoras. En cualquier caso, quien controle a esos organismos internacionales (como lo hace la industria farmacéutica con la OMS) será el verdadero poder en la materia.
En esto de la supranacionalización y “desdemocratización” del poder político no hay demasiada suposición. La pandemia lo ha evidenciado, y ya hay tribunales de las Naciones Unidas que revisan sentencias de los poderes judiciales nacionales. Sin embargo, no es un proceso totalmente lineal. También hay sentencias recientes de tribunales españoles y portugueses que desestiman como ilegítimas a las sanciones impuestas por incumplimiento de protocolos sanitarios.
La lucha entre lo nacional y lo global sigue vigente, pese a que la pandemia signifique un tremendo puñetazo en la quijada de las soberanías democráticas nacionales.
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