Home Entrevista Central Miguel Ángel Solá “La clase dirigente se salva porque no rinde examen: de lo contrario, repetirían el curso”.

Miguel Ángel Solá “La clase dirigente se salva porque no rinde examen: de lo contrario, repetirían el curso”.

Miguel Ángel Solá “La clase dirigente se salva porque no rinde examen: de lo contrario, repetirían el curso”.
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Había mucha expectativa entre quienes nunca lo habíamos entrevistado por saber qué sucedería con Miguel Ángel Solá. Del actor argentino habíamos escuchado y leído muchas cosas desalentadoras: que no era demasiado simpático, que por lo general se lo veía malhumorado, que en ocasiones no responde a todo lo que se le pregunta, y otras cosas por el estilo. Es evidente que Solá tiene bastante mala prensa en su país de origen, y habría que pensar que esa movida está llevada a cabo por razones personales de unos cuantos que quizá no gusten de la franqueza con la que expone su pensamiento. Porque nada de lo que temíamos ocurrió durante su estadía en el Festival de Cine de Punta del Este. Convivimos cuatro días con Solá en el evento y debo decir que pocas veces como en esta ocasión los periodistas hemos mantenido un constante mano a mano de buena onda y cordialidad con un invitado de honor.

Es cierto que la propia organización del festival nos allanó el camino al haber optado por alojar al 90% de la prensa y los invitados en un solo lugar, Casapueblo, paradisíaco mirador que enfrenta uno de los paisajes más bellos del universo conocido. También es un laberinto de corredores y escaleras que ponen a prueba el sentido de orientación del explorador más avezado. Estar junto a Solá alojados en el mismo sitio propició que esta entrevista comenzara mucho antes de habernos sentado formalmente ante el grabador. Hubo una presentación fortuita e inicial en la recepción, en el momento exacto en que el actor se registraba junto a su actual pareja, la joven actriz Paula Cancio, y su bellísima hija Adriana, de cuatro años de edad, que a la postre se revelaría como una verdadera roba-escenas y una de las atracciones máximas del evento. Después hubo un desayuno compartido mesa por medio, algún instante de tranquilo disfrute al sol, y una extensa y distendida charla cuando compartimos el asiento en el ómnibus que nos llevaba a almorzar desde Casapueblo hacia la Fundación Atchugarry.

En ese inesperado mano a mano conversamos en forma espontánea sobre temas que nos preocupan a ambos, en especial los referidos a la situación política de nuestra región y el achatamiento cultural generalizado. Algo de todo eso lo pensaba tirar sobre la mesa en la entrevista que llevaría a cabo al volver del almuerzo, y por eso aproveché para sacarme de encima el asunto que más me preocupaba: saber qué opinaba Solá de la prensa, sobre todo porque en la actualidad está teniendo mucho éxito con la obra teatral “Doble o nada”, donde interpreta al director de un importante medio de comunicación, precisamente. “Hay periodistas buenos y de los otros, como sucede en todas las áreas laborales. El gran problema del periodismo hoy es que se ha llenado de gente que no es periodista, personas que no tienen el nivel cultural debido y terminan transformados en agentes de publicidad o voceros de tal o cual sector político. A mí el periodista que me importa es el que investiga, el que defendiendo su verdad busca tender un puente hacia la verdad del otro. A ese nivel el periodismo es para mí una de las profesiones más importantes que existen. Los otros, los que gustan de enturbiar las aguas indagando en los aspectos más personales de tu vida, los que hasta se dan el lujo de opinar sobre cómo tenés que actuar o de qué podés hablar o no, esos para mí no existen”.

Así es Miguel Ángel Solá, un tipo que rompe el molde de lo políticamente correcto mediante una honestidad a prueba de balas. Sus respuestas podrán gustar o no, pero son siempre una oportunidad para la reflexión de quien las escucha. Y él las pronuncia de la misma forma en que parece vivir: sin prisas y sin pausas, con serena pasión y con una naturalidad que desarma. La misma con la que se había acomodado a mi lado en el ómnibus para charlar como si nos conociéramos de toda la vida. La que reveló al volver, integrándose a una acalorada discusión sobre temas referidos a la historia del cine, la censura y la manía de castellanizar los títulos de las películas extranjeras de manera inadecuada. Así vino luego a la entrevista: una remera, un vaso de agua, una exquisita ausencia de reloj (“No te preocupes, si ahora no te da el tiempo para preguntarme todo lo que querés no pasa nada, la seguimos mañana. Vos me avisás un rato antes y no hay problema”), aplomo, sencillez y sobre todo una honestidad brutal, su marca de fábrica.

¿Cómo llegás a tu actual película, “El último traje”?

Llego por decantación. No estaba pensada para mí. Le ofrecieron el personaje primero a Héctor Alterio, que estaba haciendo teatro en Madrid con mucho éxito y no pudo hacerlo. Se lo ofrecieron luego a Pepe Soriano, que por idénticas razones tampoco pudo llevarlo a cabo, y por último fueron a buscar a Norman Briski. Pero Norman en esa época había tenido gemelas, y no creo que ni a él ni a su mujer le hubiera gustado irse 90 días al otro lado del mundo en ese momento.

¿Es verdad que Briski colaboró para el libreto en lo que tiene que ver con ciertos modismos judíos y en la manera de utilizar el idioma en la historia?

No, que yo sepa no. Es algo que leí por ahí, pero por lo menos en el ámbito interno de la producción nunca escuché esa versión. Volviendo a lo que me preguntabas, está claro que los tres hubieran hecho verdaderas creaciones con sus trabajos, pero debido a esas negativas los productores decidieron saltarse la edad real del personaje y me vinieron a buscar a mí. Yo tenía varios antecedentes en teatro y cine en lo que tiene que ver con componer personajes de mayor edad que la mía, y se ve que eso terminó por inclinar la balanza hacia mi lado.

Es cierto lo que decís. Uno de tus personajes más recordables es el comisario de “Asesinato en el Senado de la Nación”, y era mucho mayor que vos.

Cuando rodamos esa película yo tenía 33 años, y el comisario era un cincuentón.

En el caso de “El último traje” esa diferencia de edad quizá te haya permitido explorar áreas interesantes como actor y como persona, ¿no? Me refiero a que interpretar a un nonagenario, que además tiene serios problemas de salud, puede permitirte echar un vistazo a la muerte que, a cierta altura de nuestras vidas, nos comienza a acechar en forma inquietante. ¿Cómo lidia Solá con ese tema?

Hoy hablábamos de eso cuando íbamos a almorzar, y no tengo miedo de confesar que después del accidente que tuve pienso permanentemente en la muerte. Yo he sido un nadador de aguas abiertas y sin embargo en setiembre del 2006, estando en la playa Las Canteras en Gran Canaria, me agarró una ola de cinco metros que forma parte de un proceso cíclico que se llama Mareas del Pino. El impacto que sufrí con ese choque me produjo una lesión en la médula que casi me deja paralítico. Durante unos días pensamos que podía sucederme algo similar a lo que le pasa al personaje de Javier Bardem en “Mar adentro”. Y a partir de esa ocasión, en la que sentí verdaderamente lo que significa morirse, al verme en una situación en la que durante largo tiempo no pude moverme, al borde de la tetraplejia, con dos meses de internación y una larguísima etapa de recuperación casera, te decía que a partir de ese momento me sorprendo a mí mismo pensando todos los días en la muerte. Y trato de congraciarme con la idea que es una etapa natural de la vida y una experiencia por la que tarde o temprano pasaremos todos. Ya lo viví con mis mayores: a principios de los años 70 perdí de golpe al 90% de mi familia, pero debo agradecer que hasta la fecha no me ha pasado eso con ningún ser querido menor que yo. Pero quiero aclararte que aunque me ha tocado pasar instancias durísimas a lo largo de mi vida, el hecho de pensar en la muerte no me desvela, porque al sentir que estaba muriéndome recuerdo que pensé: “mirá vos, qué boludez morirme así, qué tontería”. Y fijate qué cosa loca lo que me pasó: en esa instancia recuerdo que tenía constantemente en mi cabeza la única canción que no le reconozco a Serrat como propia sino como impostada, aquella que dice “Amigo que te vas a California, 1-2-1 de Pan Am”. No sé por qué pero nunca me gustó esa canción, y sin embargo en ese momento del accidente, mientras me ahogaba, la tenía en mi cabeza. Y de esa forma, con ese amigo que se iba a California, largaba de a poquito las últimas burbujas de aire que me quedaban. Estaba en absoluta paz de conciencia, y por mi cabeza pasaban todos los míos, los vivos, no los que han muerto, los que aún viven, y todos sonriéndome.

Solá habla lento porque sus pausas y sus silencios también se hacen escuchar. Piensa detalladamente cada idea, cada palabra, antes de decirla. Profundizar en cada vocablo es para él la forma más certera de dar peso específico a las ideas que desea comunicar. Solá piensa y repiensa cada detalle para volver sobre sí mismo, pero mirando siempre a su interlocutor, como queriéndose asegurar que está siendo bien entendido.

¿Es verdad entonces lo que dicen, que en ese momento se recuerdan un montón de cosas en apenas un segundo?

No sé a los demás, pero a mí me pasó eso. Los míos, los vivos, sonriéndome. Y justo en ese momento me salvaron. Luego vino el inicial diagnóstico de tetraplejia, y pasados unos días empezó a moverse primero una pierna en forma totalmente involuntaria, luego un brazo también sin querer, hasta que por último quise y pude mover los dedos. Y ahí todo cambió, porque el segundo a segundo de todos esos días fue terrible para mí. Cuando aún no sabía qué iba a suceder conmigo llegué incluso a pensar cómo hacer para quitarme la vida, porque no quería de ninguna manera dejar a quien era mi esposa en ese momento y a mis dos hijas con una carga semejante. De todas maneras todo esto vino a cuento de lo que me preguntabas sobre la muerte aplicada al personaje de mi película, y allí hay que decir que este nonagenario jamás piensa en morir porque tiene una misión que cumplir. Sólo enfrenta la posibilidad de sucumbir cuando se cae en el tren, y al sentir que se va a desmayar intenta aferrarse al picaporte de una puerta, el último movimiento lúcido que hace antes de terminar despertando en un hospital. Quizá porque ya había leído el libro y sabía cómo iba a terminar la historia de Abraham, fue más fácil para mí llevarlo adelante en el plano psicológico. Ya eran más que suficientes la otra cantidad de cosas que tenía que manejar al mismo tiempo, como por ejemplo la disociación permanente en el plano físico, para llevar a cabo el mismo movimiento de cadera una y otra vez. O sea, componer de manera convincente y creativa a un anciano con carencias físicas, y al mismo tiempo no repetir un rengo que haya hecho en otro momento de mi carrera. Yo ya había hecho tres, y sabía desde el inicio que ciertas cosas no debía repetirlas porque yo mismo me las iba a cuestionar. ¿Cómo Abraham no pudo hallar su propia renguera, o cómo Solá no se lo permitió? Ahí se establece una discusión constante contra la comodidad, contra el acomodarse en la incomodidad de lo ya hecho.

Y por otro lado el tema de la manera tan particular que tiene de hablar, ¿no?

Claro, el acento fue otro desafío, poder hablar de manera convincente con ese tono que tenía la gente de antes, que no perdía el acento vinieran de donde vinieran y sin importar el tiempo que hiciera que estaban fuera de su lugar de origen. Pasaban décadas enteras y seguían hablando como si hubieran llegado al Río de la Plata ayer. Y uno, que en esa época era joven, levantaba la bandera patriotera y se preguntaba por qué si tanto les gustaba España o Italia no se volvían a su país y se terminaba la historia. Pero no, no es así: hay nacimientos que no pueden confundirse nunca, porque la palabra nace ya con un destino. Te vayas adonde te vayas, el devenir histórico no puede alterar ese destino, como tampoco altera tus inicios. Si tu primera palabra en lugar de ser “madre” fue “mamá”, para vos mamá siempre va a tener significado y madre no. Entonces todo ese bagaje espiritual lo traían consigo, y se aferraban a aquellas pequeñas cosas porque habían perdido todo lo demás. Habían cambiado la Osa Mayor por la Cruz del Sur, en un cielo nocturno ni tan poblado ni tan iluminado como el del norte, lo cual era además una referencia cotidiana a la vida que estaban pasando en ese reacomodamiento duro, difícil y penoso en estos nuevos parajes. Tenían que ganarse el pan cotidiano y a la vez intentar sobrevivir reinterpretando signos de vida totalmente nuevos para ellos, que venían huyendo del hambre, las pestes, las guerras, la falta de trabajo… Entonces, había que adaptarse pero manteniendo cierta manera original de la dicción, adaptada al nuevo idioma. Era como mantener encendida la llama de un sello distintivo. Lo que pasa con Abraham es que reniega de su origen: por las horrendas cosas que padeció en su Polonia natal no soporta ni siquiera pronunciar el nombre de su país. Sin embargo, no puede evitar el tener que volver.

Pero sin querer pronunciar la palabra “Polonia” porque es mala palabra, ni pisar suelo alemán porque es un mal suelo…

Exacto, porque todo eso tan negativo es lo que le ha quedado como herencia. El viaje de Abraham de vuelta a Polonia es, en ese sentido, una suerte de exorcismo de sus dolores, sus angustias, sus tristezas…

¿Y a ti te permitió también exorcizar cosas? Porque vos y ese hombre, que quiere a su país y a la vez le duele por todo lo vivido, tienen bastante en común.

Yo no tengo problemas con Argentina, sino con cierta gente que habita mi país. Son los que conoce todo el mundo, son ladrones, asesinos, cómplices, estafadores morales y económicos. Es muy específico lo mío, y va por otro camino. Yo no siento desarraigo porque tengo muy adentro la película de mi país, como tengo la de Uruguay (mi madre y mi tía eran de acá). En estos lados siempre me han dado amor. Por supuesto que hay gente buena y mala en todas partes, pero la gente mala que pertenece al lugar de uno es la que más duele, porque es la que origina la postergación de tus sueños, el desarrollo de tus posibilidades y la felicidad de muchísimos otros que te rodean.

Y los estancamientos culturales de los que siempre nos quejamos, porque esa gente es la que muchas veces detenta el poder…

Por lo general son rehenes de un poder mayor que siempre está en las sombras, son las caras (las máscaras, mejor dicho) amables, los simpáticos de mierda embajadores de todo lo que no se ve. Es desgastante esa lucha, porque estás debatiéndote contra lo que se ve con un escarbadientes en la mano, mientras te atacan con misiles y con lo que no ves. Pero en Abraham no hay nada de mi vida, al menos no lo siento como parte de mi vida. Sí siento la cercanía de la edad, y como yo no tengo nada en el sentido económico de posesiones, puedo imaginarme una vejez con límites similares a los que Abraham tiene. Lo que tiene que ver con su deterioro físico, después de lo que me sucedió a mí, también puedo sentirlo como cercano, pero yo no pongo mi vida en mis personajes ni viceversa. Mi vida la dejo para mí, los personajes tienen vida propia. Lo mío no es el Actor’s Studio, no tengo nada que ver con esa forma de actuar. Justamente tiendo a ir más allá del naturalismo. Si con eso logro hacer soñar a la gente, o divertirla, o hacerla pensar, entonces mi trabajo ha sido válido. Naturalismo se puede hacer en televisión, ya que es lo único que te exige ese medio: ser natural. En teatro en cambio el naturalismo siempre es un paso muy menor a lo que resulta la proyección del actor para llegar a las conciencias de los espectadores que están en sala, más allá que en ella hayan cien o dos mil personas. En cine en cambio todo es diferente. Te pongo un ejemplo: permanece en cartelera una película magníficamente actuada, “Tres anuncios por un crimen”, pero yo tendría que ver a esos actores haciendo otro personaje para evaluar verdaderamente sus quilates. En esta película me encantaron, pero cuidado con las repeticiones que te ofrece la pantalla, sobre todo la de Hollywood, porque allí dejás de crear un ser diferente para pasar a convertirlo en parte tuya. ¿Eso gusta? Sí, muchas veces sí, pero eso no significa que estés haciendo algo productivo, algo enteramente nuevo. Lo que estás haciendo es catapultando tu talento hacia un lugar llamado éxito, que a veces va en paralelo con el talento, pero que no necesariamente es sinónimo.

¿Esa sería para vos la definición de actor: el hombre que inventa personajes?

No, yo no tengo que inventar nada. Ese señor está escrito en una obra o en un libreto. Yo tengo que traducirlo porque está escrito en otro idioma, que es el del sentimiento, el pensamiento y la emoción del autor. Yo tengo que llevarlo a un lenguaje que sea lo suficientemente accesible para la mayor cantidad de personas, y procurando no hacerlo perder su complejidad. Yo no hago personajes de una sola faceta, sino que intento trazar varias facetas al mismo momento. Como actor lo que tengo que hacer es limpiar el camino de acceso al personaje, sacar la basura a un costado, incluso mi ego, lograr que no me moleste y me deje actuar en paz. ¿Cuál es mi arma? Una intuición formidable, y no me refiero con eso a un acto mágico sino simplemente a pensar más rápido el mundo emocional. Por eso no concibo una idea sin emociones ni una emoción sin ideas. El ser humano no es un compartimento estanco, porque eso sería enfermizo, y si bien a los enfermos hay que respetarlos, también hay que cuidarse de ellos. Lamentablemente la casta política se manifiesta muy bien en ese sentido. La actuación, en cambio, es liberar al personaje del yugo del actor, y de esa forma queda todo en función del personaje, y empieza a filtrarse así la verdadera historia de ese ser. Por supuesto que lo hago yo, estoy ahí, no puedo esconderme, me veo todos los días mientras lo interpreto, pero aún siendo así, sigo sin ser yo. Por eso cuando vi por primera vez la película me puse a temblar, porque mi cuerpo recordaba y no quería ser ese tipo. Como era una película ya finalizada respiré tranquilo, porque mi cuerpo no hubiera querido que lo llamaran al día siguiente para volver a hacer de ese tipo. Eso era lo que había escondido cada jornada mientras actuaba: no quería ser Abraham al otro día. Era físicamente doloroso.

¿Por qué?

Te explico: terminaba de actuar y me iba a comer, a estudiar lo que había que hacer al día siguiente, y luego a dormir. Al otro día me levantaba para que me hicieran otra vez la obra de arte en la cara y observar cuál sería ese día el ritual del gesto en cada cosa, para pedir a la maquilladora ciertos acentos en determinados lugares, que no se notaran pero que yo supiera que estaban ahí. Yo estoy muy condicionado por esta cicatriz que tengo debajo de la comisura de los labios, pero no por un tema de ego sino porque en determinadas situaciones tengo que adaptar la forma de utilizar los músculos del rostro para que se note más o menos, o incluso deje de verse. La sesión con los maquilladores era un momento ideal para poder observar los alcances y limitaciones de mi gestualidad adelantándome a la escena que tenía que hacer, aún sin saber a ciencia cierta cómo iba a rodarse. Es allí cuando tenés que decidir de qué forma proyectar tu rostro para que luego, cuando se vea en la sala 90 veces más grande que al natural, lo que consigas sea genuino y no un disparate de sobreactuación. En total era una jornada de diez a doce horas, iniciadas con el maquillaje y terminadas cuando me lo sacaban al final. El tema es que esa máscara de látex pica y arde, y no podés rascarte porque se rompe. Al final cuando te la sacan tenés la cara como un tomate, y hay que sumergirla en agua helada durante un rato para que la piel no se embrome y puedas volver a hacer todo eso otra vez al día siguiente. Por eso era muy doloroso hacer a Abraham.

Es bueno que cuentes estos detalles, porque la gente no piensa en ellos. Obviamente todos vemos el notable maquillaje de tal o cual actor en esta o aquella película, pero no nos detenemos a pensar en lo que significa la labor de los maquilladores y la paciencia y sufrimiento del actor que lo padece. Pienso, ahora que está de moda, en el Gary Oldman de “Las horas más oscuras”, por ejemplo.

Mirá, el maquillaje que me aplicaron a mí tardaban dos horas en realizarlo y una hora en sacarlo. Y después estaban también todos los contratiempos habituales en este tipo de producciones. Aquellos colegas que te dicen que la concentración consiste en fijar todo tu potencial en un punto… no, a mí que no me lo cuenten. Es la multiplicidad de puntos la que exige tu concentración. Si vos trabajás fijado en un punto no podés hacer este tipo de personaje. Cuando encarás una tarea como esta tenés que ser consciente de todo lo que pasa alrededor. Te voy a dar un ejemplo con la escena rodada en la estación de trenes de Berlín. Allí estoy sentado en un banco y tengo que levantarme y caminar hacia el borde del andén. Eso llevó seis horas de trabajo. Rodamos la escena durante la noche, y había que liquidarla sí o sí porque al día siguiente viajábamos hacia París. Al principio todo iba bien, porque los trenes de madrugada pasaban cada 40-45 minutos, pero a medida que se iba acercando la mañana iban aumentando las frecuencias y los trenes empezaron a pasar cada vez más seguido. Eran nueve vías, y al final llegaban y salían ferrocarriles cada tres minutos. La secuencia era un extenso monólogo mío y había que realizarla entre la partida de un tren y la llegada de otro, desde doce ángulos diferentes de cámara. Entonces ¿sabés qué tuvimos que hacer? Rodábamos el monólogo mientras yo doblaba un puñado de ropa, y a la vez escuchábamos si se acercaba un tren. Cuando eso sucedía, parábamos todo (incluidas las cámaras, que quedaban en suspenso) y una vez retirado el ferrocarril continuábamos exactamente en el lugar del texto y el ángulo de cámara al que habíamos llegado, y así varias veces hasta que todo el monólogo fue dicho. Eso habla de la multiplicidad de cosas que tenés que tener en cuenta para actuar en ciertas situaciones: tu propio texto, tu posición en el espacio físico, la de la cámara con sus acercamientos y sus alejamientos, el ruido ambiente, las luces, y además la espera latente del ruido de un nuevo tren que llega para parar todo, quedar inmóviles unos minutos y arrancar de nuevo. ¿Te parece que de esa manera podés concentrarte en un solo punto del espacio? Por favor… El ejemplo sirve para resaltar que cuando hay un equipo de gente magnífica que funciona como un solo hombre, las cosas salen a pedir de boca. Estas cosas no ocurren en Hollywood, donde el dinero canjea la pasión por el automatismo. Es acá, en el sur del mundo, que los cineastas, actores y técnicos dan el 100% de su potencial en una tarea que es una orfebrería, un modelo para armar.

as hecho personajes de todo tipo, nobles y villanos por igual. ¿Para un actor es más difícil ponerse en la piel de personajes ideológicamente desagradables, como puede ser el caso del comisario de “Asesinato en el Senado de la Nación”?

A mí no me importa si son buenos o malos, sino que sean útiles para la vida de la gente, y en el caso de los ideológicamente desagradables, los que son inútiles para el porvenir de la gente, me interesa muchísimo hacerlos para dejar establecida mediante mi labor su propia inutilidad. Quizás peque de colocar opinión en ese tipo de personajes: si para mí son desagradables o contraproducentes no me gusta hacerles publicidad, me parece que alcanza con la que la propia película les da al ponerlos en un primer plano. Para mí esos personajes son la contracara del género humano, o mejor dicho son lo inhumano que existe dentro de nuestro género. Son perros a los que no les importa que otros no coman si a cambio comen ellos. Entonces se ponen a disposición de lo peor que existe, para transformar todo lo bueno que los rodea en lo peor que existe. Alguien tiene que hacer esa labor en el cine, porque es una forma leal de limpiar el entorno. En mi caso, cuando elegí hacerlos fue para delatarlos, pero no son los personajes que más me gusta hacer. A mí me satisface más ser el científico de “Casas de fuego”, o los jóvenes combativos y conflictuados de “El exilio de Gardel” y “Sur”, que el comisario que vos citaste o el siniestro señor de “El corredor nocturno”. Prefiero ser el que sufre y no el carroñero que siento que no sirve para nada. Pero como siempre ando serio por la vida parece que me ven cara de malo, y a los productores y directores les gusta cómo hago ese trabajo.

Aún así, Solá sabe muy bien lo que significan los vaivenes económicos. Si existe una doble vertiente laboral entre optar por un personaje que sufre y un carroñero, también el tema del doble se da en su vida personal, porque más de una vez pisó la bancarrota y perdió todo, aunque al final renació y supo reconstruirse.

Varias veces te escuché decir que trabajás más allá del placer, por necesidad, ya que tenés que mantener una familia. ¿Cómo hace un actor, que en su labor maneja emociones, que son intangibles, para conjugar necesidad y placer?

No tengo idea, precisamente porque soy emocional y las emociones no se explican. Las emociones son. Yo me dediqué a construir teatros en la época en que levantar una sala era ser un imbécil, según dicen los pragmáticos que conducen países o llevan adelante ciertos negocios. Esas cosas te dejan grandes satisfacciones personales y laborales, pero no económicas. Yo no saqué un mango de esas bellísimas quijotadas, entonces trato de instalar día a día en mí la delicadeza de saber que todo lo que haga es para subsistir yo, pero más importante aún, para posibilitar con ello que mi familia siga manteniendo las condiciones de vida necesarias para mejorar algo cada jornada. Y ante todo, nunca hay que olvidar que muchísima gente la está pasando peor que yo desde el inicio. Yo tuve educación, tuve techo, tuve familia, fui un privilegiado en muchos aspectos, y es eso lo que tiene que seguir manteniéndome firme en la única meta que en verdad me gustaría alcanzar: ser mejor persona. Lo demás se va viendo paso a paso. Es cierto: veo que el tiempo se acorta, que los personajes que se escriben ya no tienen mucho que ver con mi edad. Fijate que hace 18 años que me fui de Argentina y el único que me llamó para hacer algo fue Luis Puenzo en “La puta y la ballena”. Lo demás que hice en cine fue producido en España, incluido “El corredor nocturno”. Pero siempre queda la pasión.

La entera existencia de Solá parece apasionada. Durante los años 70 y 80 construyó de manera laboriosa e inteligente una carrera teatral, televisiva y cinematográfica que era la envidia de unos cuantos. Después de varias relaciones sentimentales promocionadas hasta el hartazgo por los medios de la época, en diciembre de 1995 se casó con la actriz española Blanca Oteyza, que le terminó dando dos hijas: María Luz en 1996, que hoy estudia en Madrid; y Cayetana en 2000, que ha decidido convertirse en actriz. Pero en plena etapa democrática Solá comenzó a sufrir acosos. No les dio demasiada importancia, hasta que en menos de un mes recibió tres amenazas de muerte muy específicas, centradas en su hija María Luz, por entonces de tan sólo dos años de edad. Muchos años después se enteraría por fuentes fidedignas que las amenazas provenían del “menemato”, pero en aquel momento no se quedaron a averiguarlo. Con su esposa y su hija partieron rumbo a España en julio de 1999. Es decir que a punto de cumplir 50 años Solá tenía que recomenzar de cero. Lo que siguió es de sobra conocido: numerosos éxitos en teatro y cine, y nuevas labores de uno y otro lado del océano. Después sobrevino la separación con su esposa y la reaparición posterior del amor en la persona de Paula Cancio, con la que tuvo a una nueva “enana” (en palabras del propio Solá). Esa niña terminó conquistando a todo el mundo en el festival.

Sé que no tenés una buena opinión de la situación actual de nuestra región. Si estamos de acuerdo en que el sistema democrático es la mejor opción posible para nuestras sociedades, ¿qué es lo que está fallando para que todo vaya a los tumbos?

Es cierto, la situación actual es mala tirando a peor. Yo siempre digo, porque sobre esto me preguntan casi de continuo, que si miramos el mapa de América del Sur veremos que es un subcontinente que todo el mundo (los de afuera, pero también los que adentro detentan el poder) quiere arruinar desde hace cinco siglos. Sin embargo, aún no lo han logrado totalmente. Por un básico respeto a vos y a todos los uruguayos no voy a hablar de la región en general, sino que voy a referirme a mi país. La clase dirigente se salva porque no rinde examen: de lo contrario, repetirían el curso. En las tres décadas que van desde que cayó la dictadura, en lugar de edificar un país parecen haberlo deshecho. Y no sé si tenemos el sistema político correcto, porque no hay sistema que sirva en la realidad si los corruptos siguen sin pagar sus culpas y no sufren las consecuencias de su corrupción. Ponete a pensar: los traficantes de droga se hacen millonarios y no sufren, porque si son inteligentes no son adictos. Los legisladores viven tranquilos porque el día que se retiren van a tener una regia jubilación y asistencia médica de primera categoría, porque poseen el dinero para conseguirla. Si todos esos ingredientes se mezclan en una sola torta, que es la torta de la clase dirigente, quien termina sufriendo es el resto de la gente, es decir la sociedad en su conjunto. ¿Qué es lo que sucede entonces? Que los más pobres, que ya no tienen nada que perder, siguen sufriendo y laburan hasta la muerte. Y los que aún tienen algo que perder entran en la joda de las apuestas de dinero, y de esa manera si tienen suerte se transforman en nuevos ricos. En cambio a la clase media, que en nuestra historia fue la mayor fuente de trabajo y cultura, la han venido liquidando de manera infame. Todo eso hace que tengamos una sociedad quebrada, mal gobernada, y con gente honesta que vive muy desencantada. Eso genera una lógica pérdida de valores y poco apetito de convivencia. La semana pasada me preguntaron lo mismo y dije (y te lo cito casi textual): sería canallesco que no hagamos nada, que nos dejemos liquidar o nos suicidemos como lo estamos haciendo actualmente. El ser humano tiene dos instintos primarios: el de conservación y el de supervivencia, y parece que no estamos aplicando ninguno, porque sólo estamos mirando formas de muerte, no de vida.

¿Por eso le dijiste ayer a un colega que el miedo, la desilusión y el hartazgo definen hoy a la gente?

Sí, son palabras que definen certeramente lo que nos pasa hoy como sociedad. A mí no me gusta que a esta altura de la vida me digan lo que tengo que hacer cuando no estoy haciendo nada malo. Como ciudadano sé que tengo derechos y tengo obligaciones, y ambas cosas son igualmente importantes. Tener obligaciones significa ajustarse a las normas que la Constitución nos indica. Y eso no lo cumplen los primeros que deberían hacerlo. La gente está harta que le mientan en la cara, pero lo peor es que la condición de vida actual no te permite pensar sobre eso. Perdoname la expresión pero a la gente no le queda otro camino que comérsela doblada. Y al hartazgo se llega porque en el caso de un país como el mío no hay explicaciones racionales para lo que sucede. Si Argentina fuera un país de monocultivo, un país sin capacidades de resurgimiento, un país que no hubiera tenido la cultura suficiente, bueno, habría que resignarse. Pero Argentina ha sido un país que ha tenido de todo para salir adelante, y se ha echado para atrás de una manera absolutamente infame. ¿Y sabés una cosa? No es un problema de país, porque el país somos todos. Tampoco es un problema de partidos (me refiero al plano ideológico), porque pasaron todos por Casa de Gobierno. Es un problema específico de dirigentes, y a ver si nos entendemos: yo no digo que todos hayan hecho exactamente lo mismo. Está claro que ninguno de los partidos democráticos perpetró el genocidio que llevó a cabo la dictadura militar, pero yendo a los individuos me pregunto y le pregunto a todos: ¿cuántos de los dirigentes que han detentado el poder -o cierto poder- en los últimos treinta años han salido directamente de una complicidad con la dictadura? Entonces nos encontramos con que tampoco hay autocrítica. Y no hay memoria, eso que los actores sabemos valorar tanto. La memoria que se maneja es puntual: ¿genocidas, asesinos?, sí, por supuesto que los hay y lo son, y merecen absolutamente todo el peso de la ley. Pero eso se maneja como concepto nada más, y la memoria no debe estar atada a conceptos. La memoria es una herramienta para transformar esos conceptos en acciones, y no una vez cada tanto en un juicio determinado, sino todos los días. ¿Qué querés que te diga? Yo odio a los corruptores, pero me resultan más detestables los corrompidos.

 

Esas son las cosas que te han complicado la vida, ¿verdad?

 

Sí, porque como digo todo esto me califican como persona rara. Porque según ellos no puede ser que un ciudadano fiel piense o sienta las cosas de esta manera. Qué sé yo, es muy embromado todo esto…

 

Pese a todas las instancias complejas que has sobrellevado a lo largo de los años, y a esta suerte de desencanto con respecto a la situación actual, ¿te considerás un tipo afortunado? Te pregunto esto porque aunque yo te leo como un ser reflexivo, muchos en cambio te califican de pesimista.

No, no soy pesimista, pero sí tengo el derecho y el deber de saber para qué vivo, y de qué manera quiero vivir lo que vivo. Y aún hoy, a mis 67 años, sigo creyendo que lo que me enseñaron mis padres era lo correcto. Mi madre me decía que la libertad es un útil y no un concepto, y que nunca dejara de ganarme el pan por las mías. Y mi padre me inculcó que no me acercara a quienes desean dañar a los demás, que no robara, que no dejara de estudiar y de prepararme, y sobre todo que me alejara de los que te mandan a probar a vos, porque esos son los que terminan liquidándote, para que no se sepa que fueron ellos los que te enviaron. Dicho así todo suena muy escolar, y sin embargo a mi entender son los pilares éticos y morales básicos que necesita una sociedad para ir por el buen sendero. Pero ya ves: los hemos perdido, y a tal punto que suenan escolares sólo de oírlos. La vida diaria me dice que ya no es así, pero yo soy testarudo y sigo creyendo en todo eso. ¿Y por qué lo aplico a mí y voy contra lo que el ritmo de la vida me estaría indicando? Porque lo que me han inculcado mis padres lo siento como genuino. Si todo esto fuera falso, si formara parte de una mascarada, ya me habrían descubierto, me dejarían hablar y no se ocuparían de mí. Pero sigo pensando que el trabajo bien hecho y el estudio bien llevado es la base fundamental para construir, y el hombre sólo es fuerte edificando. Destruir es muy fácil, lo puede hacer cualquiera. Basta actuar desde las sombras que da el anonimato, basta la pedrada artera que rompe el vidrio de la casa del Dr. Stockmann en “Un enemigo del pueblo” de Ibsen. Decirle a un hijo que le vas a enseñar a ser un hombre o una mujer verdaderos no lo dice cualquiera, pero tirar la piedra y romper el vidrio sí. Bueno: me niego a que me confundan con esos cualquiera. Esto no es algo nuevo en mí. En estas cosas no noto diferencia alguna entre el Miguel de los años 70 y el de hoy. Lo único en lo que cambié es que hoy intento ser más empático. Ya no me acaloro ni discuto con otra persona si sé que jamás voy a estar de acuerdo con ella, y viceversa. Eso no significa claudicar, sino no dar más importancia de la debida a cierta gente. ¿Para qué le voy a dar mi opinión si seguramente no la tenga en cuenta, o incluso quizás ni la escuche? Cuando era más joven discutía todo. Ahora no. Si veo que esa persona está imbuida de algo que siente, la dejo, pero desde la otra acera yo me reconozco su igual: a mí tampoco me van a convencer en contra de algo que sienta. En lo demás sigo siendo el mismo, excepto en lo que tiene que ver con mis problemas físicos a consecuencia del accidente, y en la preocupación por la memoria.

¿Perder memoria es el miedo típico del actor?

Es inevitable pensar en eso, pero en mi caso no llega a ser un miedo porque yo no actúo tanto con la memoria, sino con asociaciones. No me vas a escuchar decir exactamente el mismo texto todos los días, letra por letra, porque en cada función sigo escarbando para hallarle sentido a cada palabra y cada acción que diga o realice el personaje. Creo que una tarea cotidiana del actor debe ser la de decir todos los días lo mismo sin decir exactamente lo mismo. A mi entender es la única manera de ser fiel al autor, es la forma de escarbar en el texto hasta donde te lleve la capacidad de comprender al personaje. Por lo general las obras que hacemos son todas traducciones. Algunas son fidedignas, pero aún en ellas la lengua española, que es tan rica, no tiene las mismas implicancias que el inglés, el francés o el italiano, y ni hablar del alemán o el ruso. Hay un concepto de vida imbuido dentro del uso que se le da a cada idioma. Nosotros acá tenemos 200 años de vida independiente, mientras que esos lugares pertenecen a civilizaciones muy viejas, que tienen un conocimiento de causa infinitamente mayor al nuestro, por el alud de acontecimientos que han sucedido a lo largo de sus historias. Entonces, aún cuando el traductor haga su trabajo intentando lograr la mayor fidelidad posible porque es un hombre probo (linda palabra ésta, ¿no?, está en desuso, ¿por qué será?), aún ese hombre deberá poner su texto sacado de un idioma diferente en la boca, la mente y el corazón de una persona que sale a escena y debe representar el papel con la intensidad que requiere. La misión del actor es encontrar el caudal de palabras metidas en su limitado órgano expresivo y comunicar la verdadera dimensión de lo que dice ese personaje. Es muy difícil poder llegar a tener la exacta dignidad, pero lo hermoso es que vos ensayás y no pensás si la obra va a durar un día, un mes o un año. La única manera en que cada representación sea pan recién horneado es que camines la obra cada día, con toda la intensidad habida y por haber. Esa es la verdadera explicación de por qué los actores cada vez que nos preguntan qué preferimos siempre decimos el teatro. No es esnobismo, es porque el teatro da esa posibilidad. La televisión, excepto honrosas excepciones, saca las cosas como chorizo, y el cine se rueda fragmentado: una vez hecha la película, buenas noches y hasta la próxima. El teatro es hoy y será siempre.

Ya que hablaste del Solá de los 25 años y el de hoy con 67, quiero preguntarte para terminar de una manera más distendida: ¿encontrás diferencias entre amar en la juventud, y amar hoy a alguien mucho más joven que nosotros?

Ante todo hay que tener en cuenta que a nuestra edad (y a la mía aún más que a la tuya) el cuerpo lo va dejando a uno. Uno ya no tiene tantas urgencias ni tampoco tanto miedo al fracaso. Cuando uno es joven siempre está eso presente, y si no estoy a la altura de los acontecimientos qué metida de pata. Es decir, el mismo tiempo te va colocando en tu lugar y te va diciendo “hasta aquí podés, y si no podés más qué le vamos a hacer, mañana será otro día y veremos si podés”. Pero eso es sexo, y vos me preguntabas por el amor. El amor en cuanto a sensación, a sentimientos, al estado de enamoramiento por el cual uno se siente casi un dios, jugándose entero por el otro, sigue siendo el mismo. Incluso condimentado por algo que no tenés cuando joven, que es la experiencia. No la de los éxitos sino la de los fracasos, porque te permiten tener un estado de alerta que si sabés canalizarlo positivamente es un plus a favor de la relación, y por ende de la compañera menor que tengas a tu lado. Pero el amor si es verdadero sigue buscando lo mismo, que es muy fácil de definir y a la vez difícil de mantener en pie: sentirse bien. Al fin y al cabo la vida está para poder congraciarse con la vida misma. Yo no puedo decir que haya tenido una mala vida. He tenido una buena vida. Las pocas veces que pasé hambre (por suerte fueron muy pocas) no me quedaron grabadas a fuego, como le queda al que sufre hambre permanentemente. Si cuando joven hubo algún momento en que no pude conseguir trabajo para comer, mezclaba salchichas con dulce de leche, me daba lo mismo, pero yo he vivido muy bien. Pero que se entienda bien esto que digo: viví muy bien, pero con ajuste a mis posibilidades, ¿eh? Nunca pretendí lujos excesivos. A lo largo de mi vida tuve once coches, de los cuales me robaron varios, y eran una porquería casi todos salvo uno, que era cero kilómetro. El resto eran latas con ruedas.  Pero los tuve, los manejé y fui feliz viajando en ellos, y en esos viajes iba componiendo canciones y poesías. Parece una banalidad terminar la nota hablando de coches, pero es sólo un ejemplo para que entendamos que se puede ser muy feliz en todos y cada uno de los ámbitos que habitamos. Puede ser un coche o una casa. Fijate vos: con Paula y Adriana ya llevamos 17 mudanzas en casi cinco años. La enana todavía no tiene un lugar que reconozca como propio, le falta su lugar en el mundo, pero es la vida que le tocó vivir, y en la inocencia que le dan sus cuatro añitos ella la siente -y eso no lo dudo- como la mejor vida posible porque es la que tiene a mano. Entonces dentro de esa vida tan trashumante está incluido algo como esto, estar acá en este paraíso, con maravillosa gente como son todos ustedes, con un papi y una mami que la quieren y la traen a pasar unos días de descanso y reparo, un momento de absoluta felicidad y de expansión, y la aventura de ver por primera vez una película completa de papá, como va a suceder esta noche. Vivir con sencillez las cosas bellas, reconocerlas como tales y hallar en ellas la verdadera felicidad. Eso lo sabemos de niños y a veces lo perdemos por el camino al hacernos adultos. Por eso desde mi adultez tengo que ser inteligente como para advertir la otra cara que contiene esta anécdota: esta noche mi hija de cuatro años va a verme por primera vez desde el inicio hasta el fin en una película. Al igual que a ella, eso a mí no me lo quita nadie. Esa es mi mayor felicidad.

QUINCE VECES SOLÁ.

1976 y 1983: Equus.

La obra de Peter Shaffer estrenada por Cecilio Madanés en el Teatro Ateneo convirtió a Solá en una celebridad en su país. Coprotagonizada por Duilio Marzio (el psiquiatra), se estrenó en múltiples ciudades, y Montevideo fue una de ellas. La labor de Solá fue elegida internacionalmente como la segunda más importante de ese año, sólo superado por Anthony Hopkins. La recién llegada dictadura militar cuestionó la obra y su puesta en escena, y debió ser levantada porque en La Plata le pusieron una bomba. Siete años después Solá regresó a ese texto, ahora dirigido por Arturo García Buhr, y le ganó un juicio a Alejandro Romay por el cobro de la primera etapa de las representaciones. Rechazó el dinero, canjeándolo por retomar la obra, la cual volvió con paso triunfal.

1984: Asesinato en el Senado de la Nación.

Una de sus mayores labores para el cine. Dirigido por Juan José Jusid, allí interpretó al protagonista, el ex policía y asesino Ramón Valdez Cora, que en los años de la Década Infame argentina oficia como sicario de los potentados y políticos conservadores. En el intento de asesinato de Lisandro de la Torre (Pepe Soriano) termina matando por error al senador electo Enzo Bordabehere (Arturo Bonín). Solá no tuvo reparos en enfrentar un protagónico antipático y difícil, y para ello agregó veinte años a su verdadera edad. Obtuvo el premio al mejor actor en el Festival de La Habana.

1985: El exilio de Gardel.

Un grupo de exiliados argentinos intentan llevar a cabo en París una obra musical a la que llaman tanguedia (fusión de tango, comedia y tragedia), como forma de exorcizar nostalgias geográficas y duras realidades cotidianas. Fernando Solanas logró una de las mayores cumbres del cine latinoamericano contemporáneo, y allí Solá era Juan Dos, el argentino empecinado en llevar adelante el proyecto artístico. De paso, podía codearse con Gardel y Discépolo, quienes aportaban un final a la tanguedia, aunque no a ciertos fantasmas personales. Había además una notable banda sonora de Astor Piazzolla.

1988: Sur.

Solá de regreso, una vez más bajo la batuta de Fernando Solanas. Caída la dictadura, ahora ya no es París sino el Buenos Aires de 1983 y el amanecer democrático. Floreal sale por fin de la cárcel, y aunque durante sus cinco años de estadía la esposa (Susú Pecoraro) supo esperarlo, tanto ellos como el país han cambiado. Entre los tangos de Pichuco, la mítica presencia de Roberto Goyeneche y la fugaz pero vibrante voz de Alfredo Zitarrosa, Solá y Susú aún tenían fuerza para recuperar la fe y la libertad.

1988: Sin testigos.

La obra de la rusa Sofía Prokofieva había tenido una impactante versión para cine de Nikita Mikhalkov. Dirigidos por Inda Ledesma, Solá y Susú Pecoraro la estrenaron en Buenos Aires en el Teatro Blanca Podestá. Ambos interpretan a un matrimonio que se reencuentra después de un largo tiempo en su antiguo domicilio, recordando con dolor y nostalgia sus horas más felices, aunque en ese ejercicio de memoria y corazón siempre podía haber lugar para dobleces y segundas intenciones. La obra fue un éxito en su país y se paseó durante ocho meses por Latinoamérica, España y Nueva York.

 

1990-1994: Los mosqueteros del rey.

La obra marcó el ingreso de Solá al colectivo teatral Errare Humanum Est, integrado por Darío Grandinetti, Juan Leyrado, Hugo Arana y el director Manuel González Gil. La comedia fue un éxito durante cuatro temporadas y era la historia de cuatro rascas, como ellos mismos llamaban a esos actores buscavidas. En principio había sido escrita para el público infantil, pero gustó tanto a los adultos que se representó también en funciones nocturnas, marcando un récord de taquilla. Después de varios años Solá fue reemplazado por Jorge Marrale.

 

1995: Casas de fuego.

Dirigido por Juan Bautista Stagnaro, aquí Solá encarnó al Dr. Salvador Mazza, quien con un grupo de profesionales lleva a cabo una investigación para descubrir el antídoto a una misteriosa enfermedad, cuyo portador es un insecto de hábitos nocturnos al que se lo conoce como vinchuca. Mazza fue considerado como el primer médico que luchó contra el mortal Mal de Chagas en Argentina. La labor de Solá era lo mejor del film.

1995-1999, 2003-2006 y 2016: Hoy, el Diario de Adán y Eva de Mark Twain.

Mítica obra teatral por la que Solá y la actriz Blanca Oteyza (por entonces su esposa) serán siempre recordados. Ambos eran coautores, junto al director Manuel González Gil. Estrenaron en 1995 en el Teatro Coliseo Podestá de La Plata, sin dinero ni apoyo, pero el boca a boca y la unánime opinión de la crítica convirtieron la obra en un suceso. Era la historia de dos actores de radioteatro, el uruguayo Dalmacio Avena (Solá) y la española Eloísa Vallespeso (Oteyza), que conducían un programa de radio adaptando obras maestras de la literatura universal. En una segunda parte, un Dalmacio anciano concedía una entrevista a una joven periodista (también Oteyza) y hablaban del pasado, el amor, la vejez y la amistad. 650.000 espectadores vieron la obra hasta su suspensión en 1999, al exiliarse Solá y Oteyza a España. Retomaron en Madrid en 2003, y durante otros cuatro años alcanzaron a 1.480.000 espectadores y 2.700 representaciones entre España, Argentina y Uruguay. Se suspendió en 2006, debido al accidente de Solá. Pero en 2016 volvió a reponer la pieza, ahora protagonizándola junto a su actual pareja Paula Cancio. El éxito nuevamente le sonrió, hasta la despedida final en agosto de ese mismo año, tras varios meses de gira.

1997: Bajo bandera.

En la Argentina de 1969 el mayor Molina (Solá) es enviado al sur de la Patagonia para investigar el brutal asesinato de un soldado. Una película dramática y de suspenso de Juan José Jusid, en la que Solá debe enfrentar el desprecio de su superior, el coronel Hellmann (Federico Luppi), quien empero oculta un importante secreto que pondrá en jaque a todo el estamento castrense.

1998: Tango.

Dirigido por Carlos Saura, en este film que compitió al Oscar Solá es Mario Suárez, un director de cine que atraviesa una crisis, pues su mujer lo abandonó a causa de una depresión. Intenta refugiarse en una película que está rodando sobre el tango, y acaba enamorándose de la protagonista, cuyo amante es un mafioso que invirtió dinero en la producción. El argumento es débil, pero ayudaron al film la intensa labor de Solá y el costado visual de la historia, a cargo del eximio Vittorio Storaro.

2000: Plenilunio.

Adaptación de una novela de Antonio Muñoz Molina a cargo del bilbaíno Imanol Uribe. Solá es Manuel, un inspector de policía de traumático pasado, marcado a fuego por las amenazas terroristas que le condujeron al alcoholismo, ahora superado, aunque causaron el internamiento de su mujer en un psiquiátrico. Recién llegado a un nuevo destino debe enfrentar la investigación del asesinato de una niña, llegando a obsesionarse con ese asunto. Eficaz policial, con un muy firme Solá rodeado de un elenco en estado de gracia (Juan Diego Botto, Charo López, Adriana Ozores, Fernando Fernán Gómez).

2001: La fuga.

En 1928 siete reclusos huyen de la cárcel por un túnel excavado durante meses de dura labor, pero por un error de cálculo salen por la carbonería de una pareja española. La película explora la suerte de cada fugado, y allí Solá vuelve a lucirse junto a talentosos como Ricardo Darín, Gerardo Romano, Inés Estévez, Patricio Contreras y Norma Aleandro, entre otros. La eficaz dirección perteneció al fallecido Eduardo Mignogna.

2009: El corredor nocturno.

Coproducción hispano-argentina con presencia uruguaya: Mariela Besuievsky como coproductora y Hugo Burel como autor de la novela original. La historia bebe en las fuentes fáusticas de Goethe y Marlowe, e involucra al gerente de una aseguradora (Leonardo Sbaraglia) que al regresar de un fracasado viaje de negocios conoce a un atildado y a la larga siniestro personaje (Solá), que lo tienta a cambiar de vida y ser definitivamente libre en sus acciones y decisiones. Dos actores de técnicas opuestas en un duelo interpretativo que era el verdadero sostén de la película.

2016: La Leona.

Invitado por la productora argentina El Árbol, Solá participó en este cuidada telenovela de 120 capítulos donde compuso al villano de turno, el perverso empresario textil Klaus Miller, que pretendía hacer quebrar su empresa debido a que padece una enfermedad terminal. Para no separarlo de su pareja y su pequeña hija, los productores dieron el rol de amante de Miller a Paula Cancio, mientras Pablo Echarri y Nancy Dupláa asumieron los personajes protagónicos. La serie fue un éxito de audiencia y logró superar un intento de boicot promovido desde las redes sociales por simpatizantes del macrismo.

2017: El último traje.

Solá es Abraham, un viejo judío de 88 años a quien sus hijas deciden mandar a un geriátrico. Pero el anciano decide escapar y hacer el viaje de su vida, una aventura hacia su tierra natal, Polonia, a la que ama y odia a la vez, con el objetivo de reencontrar a un viejo amigo que lo salvó durante el Holocausto. Dirigido por Pablo Solarz, Solá redondea aquí una de sus labores más notables para el cine, y los quilates de la misma pueden percibirse en el monólogo del andén berlinés, pero sobre todo en la secuencia en que es despertado por Ángela Molina, un modelo de minuciosidad y sabiduría para dar a entender con mínimos detalles el verdadero estado físico de un hombre que pasa de la confusión a la lucidez, mientras recupera laboriosamente el control de su cabeza y las articulaciones del cuerpo. La instancia es una cúspide que no debe pasar desapercibida.

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Amilcar Nochetti Tiene 58 años. Ha sido colaborador del suplemento Cultural de El País y que desde 1977 ha estado vinculado de muy diversas formas a Cinemateca Uruguaya. Tiene publicado el libro "Un viaje en celuloide: los andenes de mi memoria" (Ediciones de la Plaza) y en breve va a publicar su segundo libro, "Seis rostros para matar: una historia de James Bond".