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Moros en la costa por Hoenir Sarthou

Moros en la costa por Hoenir Sarthou
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El juez brasileño Sergio Moro, el mismo que tuvo a su cargo el proceso que llevó a Lula Da Silva a la cárcel, el que hace dos años aseguró que no le interesaba la política, será el Ministro de Justicia y Seguridad Pública del gobierno de Jair Bolsonaro.

Brasil no se cansa de ser una caja de sorpresas. Aunque tal vez no deberíamos sorprendernos tanto. Es probable que, dentro de no mucho tiempo, lo que está ocurriendo en Brasil sea algo habitual en otros lugares del Continente.

Desde que el sistema de justicia (que además de a los jueces comprende a otros funcionarios, como los fiscales) empezó su cruzada contra la corrupción política, dos interpretaciones circularon por el mundo: según una de ellas, la Justicia brasileña era una reserva de integridad e independencia, capaz de sanear a la corrupta política brasileña: según la otra, la Justicia brasileña estaba haciéndole los mandados a la derecha brasileña, como parte de un “golpe de Estado blando”.

La designación de Moro como Ministro de Justicia parece abonar la segunda hipótesis. Un juez audaz, ambicioso, con pocos escrúpulos para hacer pública información reservada, desarrolla un proceso judicial que termina encarcelando e inhibiendo al candidato que mejor se situaba en las encuestas, asegurándole así el triunfo a Bolsonaro, que le paga el favor nombrándolo ministro.

Esa interpretación parece no tener fisuras. Da cuenta de los hechos y explica –sin retórica ni poesía- lo que parece un “negocio político” bastante turbio pero eficaz. El verdugo de un candidato es ministro del otro.  Más claro, imposible. Quizá el único defecto de esa versión es que resulta demasiado simple y obvia.

¿Moro llevó adelante el proceso por sí sólo? ¿No contó con fiscales, policías y tribunales superiores que colaboraran y lo respaldaran?

La respuesta es también obvia. Cualquiera que conozca un poquito a los sistemas de justicia sabe que ningún juez puede embestir contra molinos de viento por sí solo. Hay mil formas en que el Poder Judicial y el resto del sistema pueden neutralizarlo, apelaciones, traslados, contiendas de competencia, por nombrar sólo a algunos de los mecanismos lícitos.

Nada de eso ocurrió con Moro, ni, sobre todo, con el proceso judicial que terminó dejando a Lula fuera de la campaña electoral.

Hay en el mundo pocos ejemplos de un sistema de justicia que haya cumplido un papel político tan determinante como el del brasileño en los últimos años. Cientos de políticos indagados por la Justicia, muchos presos, otros –como Temer- con un pie adentro y otro sobre un jabón, pero por ahora fuera de la cárcel. Fueron investigaciones judiciales también las que descubrieron los negocios turbios que desacreditaron al gobierno de Dilma Rousseff, posibilitando su caída y la posterior derrota del PT.

Ojo: no estoy diciendo que esos hechos no existieran. Por cierto, que el PT facilitó la tarea y generó la indiferencia popular que vimos cuando Dilma Rousseff fue destituida. Pero una cosa no quita la otra. La corrupción en Brasil no es de ahora, y nunca el sistema de justicia había determinado hasta ese grado el proceso político.

¿A qué se debe y cómo se explica ese cambio de papel de la Justicia?

Desde hace muchos años, en especial desde mediados de la década de los 90` del Siglo pasado, los sistemas de justicia latinoamericanos son objeto de “reformas”, “modernizaciones” y “fortalecimientos” planeados, promovidos y financiados por organismos como el BID, el Banco Mundial, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y la OEA, además de los aportes de ciertos Estados, entre los que destacan la Agencia para el Desarrollo Internacional (USAID, de los EEUU).

En los últimos años, las “reformas” de los sistemas de justicia latinoamericanos, sin dejar de lado las financiaciones antedichas, se han instrumentado a través del Centro de Estudios  de Justicia de las Américas (CEJA), organismo que funciona en la órbita de la OEA.

Los objetivos declarados de esas reformas de la Justicia son, por un lado, “modernizar” a la Justicia para facilitar el acceso a ella y garantizar los derechos humanos, y, por otro (esto está expresamente dicho en infinidad de documentos oficiales de todos esos organismos) crear las condiciones para posibilitar la inversión, el desarrollo y el “clima de negocios”, garantizando la seguridad para los inversores y sus intereses.

Como es evidente, esas reformas no se limitan a facilitar medios materiales a los sistemas de justicia locales –lo que ya sería muy discutible tratándose de sistemas que deben ser independientes e imparciales-  sino que incursionan en asignarles objetivos políticos y económicos que deberían ser ajenos a la función de los sistemas de justicia. ¿Cómo justificar que un Poder Judicial o una Fiscalía se atribuya la potestad de “crear clima de negocios”, o “facilitar y garantizar las inversiones”?

Si un gobierno le impusiera al Poder Judicial de su país esos deberes, todos convendríamos en que estaría violando su independencia e imparcialidad. ¿Cómo aceptar con naturalidad que se los impongan –con grandes sumas como respaldo- organismos internacionales sin ninguna legitimidad democrática ni compromiso con la sociedad sobre la que intervienen?

Sin embargo, esas “reformas” y “modernizaciones” siguen viento en popa desde hace más de veinte años. Y han logrado la aprobación de leyes y la reestructura de los poderes judiciales de muchos países de América, incluido Brasil, y, desde no hace mucho, también Uruguay.

Gran parte de esas reformas consisten en recrear y dar protagonismo, sobre todo en los procesos penales, a una figura que antes tenía un papel opaco: el ministerio público, es decir los fiscales. Nuestro reciente Código del Proceso Penal es un ejemplo claro, un código calcado del que propone el CEJA para todos los países de América.

Las reformas de los sistemas de justicia parecen destinadas a darles a jueces y fiscales un nuevo papel social. De aplicadores de las leyes en los casos concretos, a una suerte de arbitraje protagónico en los conflictos económicos y políticos.

Tras esas reformas, jueces y fiscales, si asumen el nuevo papel recomendado por la literatura de los organismos internacional sobre reformas judiciales, respaldados por los nuevos códigos que esos organismos impulsan, y provistos logísticamente mediante la financiación de esos mismos organismos, pueden convertirse en un instrumento político de insospechado alcance.

Por eso la pregunta: ¿Moro actuó solo? O es una figura circunstancial, que puede incluso “quemarse” aceptando ser ministro de Bolsonaro.

Es de sospechar que hay muchos otros “moros” en las costas judiciales brasileñas. Y, si del CEJA, el BID y el BM depende, no sólo en las brasileñas.

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