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Movidas ciudadanas por Hoenir Sarthou

Movidas ciudadanas por Hoenir Sarthou
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Es cada vez más frecuente. Movilizaciones y organizaciones ciudadanas, por la inseguridad, de autoconvocados del campo, contra la bancarización, contra la ley de riego, contra la megaminería, hasta hace poco la de los cincuentones, la de deudores del Banco Hipotecario, ahora se anuncia una nueva campaña contra la segunda planta de UPM, y seguramente me olvido de unas cuantas.

Más allá de sus contenidos diversos, todas esas movilizaciones se emparentan por dos rasgos típicos. El primero es cómo se paran ante las instituciones del Estado. No tramitan sus aspiraciones en forma individual, por las vías administrativas regulares. O, si lo hacen, no confían exclusivamente en esas vías burocráticas. Se paran ante las autoridades como interlocutores, apostando a su capacidad colectiva de pesar en la opinión pública para lograr ser oídos por las autoridades. El segundo rasgo en común es que no se expresan a través de las organizaciones representativas tradicionales, partidos políticos, sindicatos o asociaciones ya establecidas. Favorecidas por las redes virtuales, al tiempo que nacen, crean su propia estructura organizativa y sus vías propias de representación y de expresión.

¿Por  qué tantas movilizaciones ciudadanas directas, no mediadas por instituciones públicas ni por organizaciones políticas o gremiales?

La respuesta clásica es que los ciudadanos recurren a organizarse y manifestarse en forma directa cuando perciben algún bloqueo entre ellos y las estructuras de autoridad y de representación establecidas.  En otras palabras, cuando no funciona adecuadamente la representación de la voluntad y de los intereses colectivos, que es el fundamento de las instituciones democráticas y también de los partidos políticos, de los sindicatos y de la mayoría de las organizaciones sociales.

No es la primera vez que esto ocurre en la historia reciente del Uruguay.  Durante la dictadura, en particular en la última etapa, la sociedad se dio formas de organización y de expresión que no figuraban en el mapa institucional de la época. El PIT, ASCEEP, y sus respectivas jornadas multitudinarias, las coordinaciones interpartidarias e intersociales, el plebiscito organizado por FUCVAM, fueron formas de organización y de expresión espontáneas nacidas como respuesta a la incapacidad de las instituciones dictatoriales para expresar la voluntad y los intereses de la sociedad.

Más cerca en el tiempo, los gobiernos democráticos post dictadura también debieron afrontar movidas ciudadanas que se manifestaron sobre todo por mecanismos plebiscitarios. La ley de caducidad, las empresas públicas, el agua, entre otras, dieron lugar al protagonismo de organizaciones (comisiones nacionales, etc.) creadas o nacidas para impulsar una causa concreta. No es casualidad que, poco después, los partidos colorado y blanco, que tradicionalmente habían gobernado al Uruguay, perdieran la hegemonía política y el gobierno.

Los gobiernos del Frente Amplio, hasta hace poco tiempo, estuvieron signados por una especie de paz social. La esperanza de que los nuevos gobiernos tuvieran vías fluidas para la materialización de necesidades y esperanzas colectivas hizo que la inquietud social se apaciguara y que se esperara mucho de los organismos públicos e institucionales. Las mayorías parlamentarias, el carisma de algunos de sus líderes  y la estrecha relación con el PIT-CNT hicieron el resto para que muchos gobernantes frenteamplistas confundieran la esperanza y la paciencia con un pasaporte hacia la omnipotencia.

Pues, bien, en alguna medida, el pasaporte venció, y cada vez más uruguayos sienten que deben tomar ciertos asuntos en sus manos si quieren obtener resultados.

Esto no significa en absoluto un pronóstico sobre resultados electorales. Porque el pasaporte y la paciencia parecen haber vencido también para la oposición política, que no logra sintonizar con las ansiosas insatisfacciones colectivas, y para el movimiento sindical, algunos de cuyos dirigentes se muestran más  preocupados por negociar con el gobierno y los inversores que por defender y expresar a sus representados.

Así las cosas, lo que vivimos es una crisis de representación, que es la primera señal de la proximidad de una crisis política.

Esta crisis no es de buen pronóstico para el sistema político. No porque los gobernantes y los opositores sean intrínsecamente malos o tontos. Es que unos y otros han comprado un modelo económico, con su correlato cultural e ideológico, que sólo podía traernos las consecuencias que estamos experimentando.

El privilegio obsesivo a la inversión extranjera, la bancarización obligatoria, la forestación indiscriminada, las zonas francas y la tolerancia hacia explotaciones que causan daño ambiental,  no fueron pensados aquí y no respondían a la demanda de ningún sector social significativo. Es un modelo palanqueado y financiado por organismos internacionales, que impulsan las mismas políticas en todo el mundo. En Uruguay encontraron gobiernos “progresistas” dispuestos a llevarlas a cabo, sindicatos dispuestos a negociar con el modelo, y una oposición interesada en sustituir al gobierno pero no a sus  políticas

Ese modelo económico no viene solo. Trae un atractivo “combo” de políticas sociales asistencialistas, consumismo, descuido de la enseñanza pública y tendencia a la privatización como alternativa, discursos identitarios (de género, feminista, gay, racial, etc.), abolicionismo romántico en materia penal, e investigación académica orientada a legitimar la corrección política del modelo. Todo lo que hemos experimentado en estos años.

Mientras ese sea el Norte de la actividad política, será muy difícil que pueda dar respuesta a la creciente insatisfacción de la población. Porque el modelo no está pensado para satisfacer a la población sino para distraerla mientras se hacen negocios a costa del Estado.

Por eso, más vale que nos acostumbremos  a las movidas ciudadanas. Es muy probable que hayan llegado para quedarse. Porque todo hace pensar que será la única forma en que el país atenderá algunas de sus necesidades imperiosas.

No toda movida colectiva directa es conveniente. Los linchamientos, reales o simbólicos, son un ejemplo negativo. Pero, si se sortea ese riesgo, si predomina lo cívico sobre la patota, estas movidas nos obligan y nos enseñan a retomar un papel que nunca debimos abandonar: el de ciudadanos. En lugar del de clientes, consumidores, público, meros aplaudidores y votantes, que el sistema nos propone incansablemente.

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