NELSON DI MAGGIO: La cultura se ha deplorado, ha llegado a niveles de grado cero
El año pasado cumplió noventa años y despliega una vitalidad y energía que muchos en la redacción envidiamos. Es meticuloso, perfeccionista y tiene un bagaje cultural mayor que la wikipedia. Hace años que apareció a escribir en VOCES y luego de un tiempo se había retirado, pero el encuentro con un conductor de ómnibus que lo reconoció por sus columnas en el semanario, hizo que lo recuperáramos para siempre. Con ustedes, una historia de vida y una clase magistral del mayor crítico de arte de nuestro país.
Por Leonardo Flamia y Alfredo García / Fotos Rodrigo López
Naciste en San José.
Sí. En San José de Mayo.
¿Tenías cinco hermanas?
Cinco hermanas. Único varón, fui el último, el más mimado por todos. De mi infancia recuerdo tres patios maragatos; el primero fue en la periferia del campo, donde nací. Mi padre era granjero, cultivaba legumbres. Tengo la imagen nítida: me entusiasmaba seguir el arado y ver cómo abría la tierra. O tomar agua de la cachimba. Me fascinaba todo eso. Cuando mejoró la situación económica nos mudamos más cerca de la ciudad, con otro patio grande, enorme, embaldosado. Había gallinas y pollos; me gustaba perseguirlos con una caña. Un tercer y último patio en San José fue el de una casa muy grande, cuando mi padre se había hecho carpintero y hacía carros de madera para un caballo. Yo lo ayudaba; me encantaba la carpintería, el olor de la madera, revolcarme en la viruta, o ayudarlo a poner los rayos en las ruedas, con el olor acre de la cola. Me acuerdo de los naranjos y las uvas que había en los patios, y de los limoneros; cada uno tenía una arandela de cemento con agua, para impedir que entraran las hormigas. Ahí me entretenía jugando con barquitos de papel. Mi padre, además de la carpintería, tenía un almacén de ramos generales, donde se vendía de todo; yo lo ayudaba a pesar y a envolver en papel de estraza. Tenía aquellas balanzas de bronce. Vendía chocolatines, y yo a escondidas revisaba dónde podía estar la figurita premiada.
Los chocolatines Águila.
Claro, que venían con figuritas para completar el álbum. Se fiaba mucho; había una libreta y yo anotaba. Fue una cosa muy linda. Mientras tanto empecé a ir al liceo. Había una escuela de niñas y otra de varones. Había un profesor muy bueno, Bernasconi, que después sería un buen pintor.
Tuve buenos compañeros, en la escuela. En el liceo también. Un cuerpo de profesores de rango excepcional como el director, Manuel Benavente, que después fue un buen escritor. Junto con otros compañeros formamos una especie de asociación para hacer actos culturales. Ya teníamos un cierto interés intelectual por las cosas. Cuando se terminó esa etapa tuve que venir a Montevideo, porque allá no había preparatorio.
¿Tu madre era ama de casa?
Sí, y cocinaba muy bien. Era buenísima persona. Mi padre era un fundador del Partido Comunista; siempre estaba con los eslóganes de partido. Yo siempre tuve un humor endiablado: me reía de él e imitaba su discurso. Me ligué buenas patadas algunas veces. Pero era un hombre buenazo, honesto y preocupado por la educación de sus hijos. Junto con mi hermana con la que vivo, que tiene noventa y siete años, nos dimos cuenta de que nunca se nos ocurrió pensar de dónde habían venido mis abuelos, de origen italiano.
Nunca supiste de qué parte de Italia vinieron.
Sí, sé de qué parte, cerca de Nápoles; se conocieron en el barco, a los dieciséis años, y se casaron. Él se puso Giuseppe de Maggio, pero no sabemos cómo se escribía realmente el apellido, porque en todos lados aparece diferente. Pero nunca se me ocurrió preguntarles nada y lo mismo con los abuelos de mi madre.
¿Tu madre era religiosa?
No, nada. Casada con un comunista no podía ser muy religiosa.
Tus hermanas eran todas maestras.
Todas maestras. Por eso me inicié muy pronto en la cultura. Siempre me llevaban a la matiné de los cines, que empezaba a las cuatro de la tarde y terminaba a las ocho. Había dos teatros que eran cines, y un tercero que era un recreo para el verano, donde daban películas solamente de la Metro. Ahí podías ver a Greta Garbo y todas las demás estrellas del sello. Mis hermanas empezaban a tener sus novios, y uno de ellos la suscribió a Feria del Libro, que todos los meses mandaba libros al interior. También recibía la revista Leoplán, con entrega por capítulos de obras literarias famosas. Ahí empecé a leer y a leer. Fue una etapa en que estuve muy adherido al cine, hasta que empezó la etapa del iava. Hoy me parece delirante, pero con otros colegas se nos ocurrió la idea de estudiar odontología. No sé por qué hice preparatorio de Medicina. Tenía mi esqueleto propio que era necesario para estudiar los huesos. Luego me di cuenta de que tenía que cambiar de profesión, y me pasé a Abogacía. Al mismo tiempo se abrió la Facultad de Humanidades, en el 46. Por ese año empecé a recorrer las exposiciones. Estaba la Comisión Nacional de Bellas Artes en aquella época, al costado derecho del Teatro Solís, con grandes exposiciones provenientes del exterior. Una de ellas, la recuerdo con nitidez, fue la Colección Paula de Koenigsberg, con varias pinturas de Andrei Rublev, el genio de los íconos rusos. Veinte años después lo vi en Buenos Aires y sí pude apreciar su grandeza. Cierta vez, recorriendo la Galería Berro en la calle Bacacay, descubrí un papel impreso de un señor llamado Jorge Romero Brest que daba becas para jóvenes. Fui y hablé con él. Daba cursos en la Agrupación Universitaria, en Mercedes y Agraciada, en el último piso. Y mientras tanto asistía a la Facultad de Humanidades, donde empecé a cursar la Licenciatura en Letras, con profesores como Emilio Oribe, Sabat Ercasty, Eugenio Coseriu y José Luis Romero. Aprendí griego y latín y hasta un poco de sánscrito y alemán. Tenía buenos profesores. Fundamentalmente me dediqué a la historia del arte. Romero Brest realizaba una vez a la semana un seminario, a las 8 de la mañana y clases magistrales en la Sala de actos para todo público, a las 11. De tarde la Agrupación Universitaria daba cursos sobre cómo ver una obra de arte. Además, coincidía con los programas de Cine Club o Cine Universitario por la noche. Un día agotador. Había un compañero de la época del iava que se llamaba Ott. Un día me dijo que iba a hablar con un diputado que tenía el semanario que creo que se llamaba Juventud, y que si quería podía empezar a escribir. Ahí lo hice sobre de cine, junto con Pedro Hetzel, un amigo que integraba un pequeño grupo, que luego sería un ingeniero de fama.
Tus primeras letras fueron en Juventud, entonces.
Que era de un diputado blanco. No me acuerdo el nombre; era mediocre todo. Seguí los cursos con Romero Brest. Eran realmente de una intensidad increíble. ¡Cómo aprendimos! Tenía una visión crítica de una capacidad admirable para desentrañar la obra de arte. Además de dar los cursos generales de historia del arte, desde los griegos hasta hoy. Estudié cuatro años con él, además de los cursos particulares. En 1952, luego hacer un viaje de estudios con él y otros alumnos de arte a Brasil, me dijo que ya estaba preparado para salir a escribir en serio, y en ese momento apareció el semanario El Nacional, y ahí fui yo. Resulta que el jefe de redacción era Carlos María Gutiérrez; el diagramador, Blankito, un gran caricaturista; en literatura estaba Ángel Rama, y Luis Alvarado en teatro. Era un semanario en serio. Decía que íbamos a matar a Marcha, que íbamos a ser superiores a Marcha. Carlos María Gutiérrez era crítico de cine, y un día tuvo que ir a un festival de Río de Janeiro y me dijo que me encargara yo. Comencé haciendo entrevistas a pintores modernos, entrevistas cortitas a Costigliolo, María Freire, Carmelo de Arzadun, Julio Verdié, Lincoln Presno, entre otros. Intimé con toda esa generación mayor que yo, pero incorporados al arte contemporáneo. Me interesaba el arte moderno, y ese interés también me lo despertó Romero Brest, hasta que Costigliolo me hizo el logo de la página, que quedó muy lindo, una cosa muy seria. Cuando ganaron las elecciones empezó a decaer El Nacional, y me llamó Carlos Quijano, no tanto por él, sino porque Emir Rodríguez Monegal y Hugo Alfaro necesitaban un crítico de cine. Quijano me dijo que precisaban alguien como yo, que estuviera en varias áreas, y entonces empecé a colaborar en Marcha, por el año 54. Nos llevábamos muy bien; no podía escribir de arte porque lo hacía Fernando García Esteban, un crítico que escribía notas muy extensas. Me decían que lo cortara, pero ¿cómo iba a cortar a un colega?
Fuiste a charlas de Jorge Luis Borges. ¿Cómo eran?
Era bien. Muy sereno, muy tranquilo. Yo no lo podía frecuentar, porque no estaba en mi área, pero sí iba a Amigos del Arte, donde él daba conferencias. Entraba palpando las paredes. Era de una serenidad extraordinaria. Con la mirada perdida. La palabra le surgía, lentamente, paladeando el sabor del decir, con una tranquilidad increíble, transmitía una paz increíble. No lo cultivé su amistad, me hice más amigo de Susana Soca, la directora de Amigos del Arte. Ella tenía una gran colección de arte, obras de Picasso y obras de esa época; era admirable y de un refinamiento único. El 53 fue el gran año, con la segunda Bienal de San Pablo a la que vino todo Picasso, incluyendo Guernica, cuando todavía el Guernica conservaba unos colores ligeramente ocres en la parte baja, luego desaparecidos. A Picasso se sumaron otros maestros: Henry Moore, Alexander Calder, Giorgio Morandi (a quien conocería años más tarde en su casa, en Italia); el cubismo, el fauvismo, el futurismo. Un despliegue como nunca más se volvió a producir. Fue la mejor e irrepetible bienal. En esa época había una cierta irresponsabilidad, porque el Guernica no podía viajar así; se lo enrollaba, y eso lo afectó. Ahora no se puede mover ni un centímetro en el Reina Sofía madrileño. Además, Picasso era muy descuidado con la calidad de los colores, utilizaba cualquier material. Tenía tanta energía que no podía estar mirando si era bueno o no. Pero fue una maravilla ver eso, y tomar contacto con esa gente. Varios artistas de arte contemporáneo, como nunca se pudo ver. Y además estaba el museo de San Pablo, que poseía una notable colección de Tiziano, Tintoretto, Velázquez, todo el arte clásico. En el 53, todavía en El Nacional, escribí como ocho notas sobre la Bienal de San Pablo. En el 54 ya estaba en Marcha, donde seguí con cine hasta el 57, cuando hice mi primer viaje a Europa.
¿Cómo era el ambiente en la redacción de Marcha?
Yo iba dos veces por semana. El día de la entrega del artículo, y los viernes, cuando salía Marcha. O algún día más. El ambiente era de buen compañerismo y la secretaria personal, Nora, aceptaba las bondades y soportaba los humores del director. Carlos Quijano tenía una fuerte personalidad, imponía su audacia de político y su inteligencia de economista, aunque como director del semanario tenía criterios convencionales en la diagramación; seguía la línea de Le Monde, con la que era imposible discrepar. Podía ser tan amable como irascible hasta la intolerancia. Me recibió muy bien y aceptó mi firme deseo de opinar con absoluta libertad. En el segundo período en que colaboré, en 1968, tuve un fuerte altercado a raíz de un artículo. Quijano reaccionó de manera violenta, totalmente injustificada; no quiso escuchar mis razones ya abandonó nervioso y agitado la habitación sin querer escuchar ninguna argumentación. Sabía ser insoportable. No era la primera vez que se daba esa situación, incluso con colaboradores famosos.
No aceptaba críticas.
Ninguna. Era un autócrata absoluto.
Y para vos no debía ser fácil callarte la boca.
Era un tipo muy difícil, completamente arbitrario. En 1957 me fui a Europa.
Por primera vez.
Año 57. Pasé cinco meses. Trabajaba en un juzgado en la calle 25 de Mayo.
¿Qué hacías ahí?
Trabajaba con expedientes, atendía el mostrador, a los abogados. Todos me empezaron a conocer así, y sabían que escribía en Marcha sobre cine. Antes trabajaba en un juzgado de paz en Pocitos, donde había una escribana maravillosa que se llamaba Meropis Karalis, que era derecha, cabal, de un rigor ético increíble. Me acuerdo de que una vez vino un abogado y me ofreció dinero. La llamé a ella, para preguntarle qué hacer. «Esperá», me dijo, y vino con una caja de fósforos y le quemó la plata ahí, delante de todos. Una maravilla, nunca lo olvidaré. Para mí el nombre Meropis Karalis fue sublime. En el juzgado de 25 de Mayo había un compañero que trabajaba los expedientes en el sector hacienda, y tenía un sueldo extra por debajo, por la plata que le daban todos los abogados para agilitar los trámites. Todos te ofrecían plata, billetes de lotería. Yo siempre los rechacé. Allí conocí a los jóvenes Sendic y a Sanguinetti.
¿Esos también te ofrecían plata?
No, no, eran otros. Yo no pertenecía al grupo de funcionarios clásicos, porque había entrado, como estudiante de abogacía, por concurso.
En Europa, ¿qué países recorriste?
Empecé por Lisboa, que era el primer puerto que tocaba el barco y me fascinó. Fui a una conferencia que daba el pintor uruguayo Battegazzore, que estaba con una beca de la Fundación Gulbenkian. Cuando me vio entre el público se asombró de que estuviera ahí. Recorrí un poco Portugal y me fui en un tren a Madrid, que demoró como quince horas en llegar. Ahí empecé a conocer a los principales críticos y pintores: Millares, Moreno Galván. En Barcelona me hice amigo de Tápies, Joan Pons, del escultor Ángel Ferrant y del secretario de Picasso. Le pregunté si podía ir a ver a Picasso y me dijo que aun con cita era inútil, que dependía de que estuviera de buen humor y que generalmente no recibía a nadie. No te olvides de que era el año 57, los primeros años de la posguerra. Todo estaba empobrecido; todo era baratísimo. Después pasé a Italia, recorrí Milán, Venecia y otros lugares. En cada lugar y sin cita previa me recibieron con enorme calidez: el célebre crítico Lionello Venturi me mostró su enorme archivo de fotografías de cuadros en álbumes, ya que en la época no existían slides, y me dedicó un par de libros; amisté con el crítico Giulio Carlo Argan, que me pidió colaborar en una enciclopedia de arte parar incluir a Uruguay; el pintor Piero Dorazio, de la nueva generación, me dio varios grabados hermosos; en Florencia tuve un extenso diálogo con Giusta Nicco Fasola, un crítico de formación filosófica; visité los pintores vanguardistas por intermedio de la Galleria Numero, la más audaz en el momento; en Milán conocí a varios pintores: Eugenio Carmi, Bruno Munari y Emilio Scanavino; en Venecia, a Emilio Vedova y a los más jóvenes, pero lo fundamental es la ciudad, hermosísima y atrapante como ninguna, una fantástica realidad que tenía que pellizcarme para confirmar su existencia. Después pasé por los museos de Suiza, donde se pueden ver pintores de Europa central nada frecuentes en otros países. En París, a todos los grandes críticos, desde Francastel a Pierre Restany; a los clásicos de la modernidad Vantongerloo, Vasarely que, como otros, y para mi asombro, me ofreció una notable serigrafía, y galeristas del arte moderno como Iris Clerc e Ileana Sonnabend, que me facilitaron direcciones y entrevistas con los artistas. Para conocer el Louvre demoré 17 días, y una semana más para disfrutarlo. También Londres fue motivo de entusiasmo con sus maravillosos museos, todavía no actualizados como lo serían una década después. Fue realmente extraordinario. En Bélgica me tocó asistir a la inauguración del Atomium de Bruselas en el momento en que se realizaba el Congreso Internacional de Críticos de Arte y una programación sensacional en visitas a colecciones privadas y festejos continuos por el Borinage donde vivió Van Gogh. Los más calificados críticos estaban allí. Todo eso fue posible por ser funcionario del Poder Judicial al facilitar cinco meses con goce de sueldo. En esa época viajar a Europa era un mérito. Me acuerdo que saqué un préstamo de sueldo en la Caja Nacional de Ahorros y Descuentos, y lo pagué durante años. Fue un viaje que hoy sería imposible hacer.
Y te marcó.
Completamente. Soy resultado de mis viajes, de la necesidad de ampliar el conocimiento, compartir ideas y afectos, otros modos de vivir y estar en el mundo, otras personas y sensibilidades. Así como en toda obra de arte hay un lado visible y otro invisible, empecé a conocer a las personas a través de cómo se visten, cómo actúan y cómo se mueven, y me di cuenta de que nací crítico, para todo. Absolutamente para todo, tanto en las profesiones establecidas, como en cine y teatro. Fui crítico de teatro durante un año, en El Diario, por licencia de Peñasco, que se había un ido un año a Europa. Me acuerdo de que era el terror de los galponeros, porque les caía terrible. En esa época no se firmaban las notas. Llegué a escribir en dos diarios, y no se ponía el nombre completo, sino «NDM», en Acción, por ejemplo, y también en Época, donde firmaba «DM». En ambos hacía dos críticas absolutamente diferentes. Ese viaje me marcó muchísimo. Empecé a viajar a todas las bienales de San Pablo, y a las de Venecia, hasta que, en el año 62, cuando ya estaba en Época, volví a Europa con la intención de quedarme. Desemboqué en Portugal, donde conocí al ministro nuestro en la embajada, que me presentó en la Fundación Gulbenkian, donde presenté un proyecto para estudiar el arte manuelino portugués de los siglos xv y xvi. Después de ahí seguí la ruta y me fui a España, donde me quedé un cierto tiempo. Luego fui a Italia, donde viví en la casa del pintor Giorgio Lao, que vivió largo tiempo en Montevideo, casado con una bailarina del Sodre. Ahí estuve tres meses en Roma. Era una familia muy aristocrática que vivía en Villa Parioli, en una casa de una elegancia increíble. De allí salté a Grecia y Egipto, invitado por un grupo de estudiantes de arte uruguayos, entre los que estaba el jovencito pintor Gustavo Vázquez, que andaban en camioneta, en un itinerario lleno de sorpresas que sería largo de enumerar. En los hoteles, era como estar en aquellas películas antiguas que hacían en la India, con ventilador de techo y mosquitero en la cama. Una atmósfera mágica, caminar entre los monumentos de Luxor con 50 grados. Una experiencia única, pero al mismo tiempo estabas vacunado contra afecciones a la vista y el estómago, y no podías tomar ni comer nada fuera del hotel o restaurante. Nunca vi tanta miseria. En Alejandría una noche estaba en una de las playas más divinas que puedas imaginar, y me pareció ver monos cruzando la calle, pero era gente inválida que se arrastraba y que salía del cementerio, donde vivían. Algo escalofriante. Era una realidad terrible, nunca más volví.
¿Hasta cuándo te quedaste?
En Portugal, del 63 al 67, casi cinco años.
¿Visitaste algo más de África?
Estando en Portugal un matrimonio amigo me llevó a Marruecos; ellos conocían al ministro de Cultura, que era muy buen pintor y al cual le compraban cuadros. Una noche después de estar en Rabat y comer con la mano el arroz sentados en el piso, nos mandó a que pasáramos la noche en la casa de veraneo de él en un balneario tan maravilloso que no te podés hacer una idea. Las casas pintadas con colores fuertes, un mar fantástico; se llama Asilah. Pasamos una noche memorable. A la vuelta quería conocer Alcácer Quibir, lugar donde se libró la batalla donde murió el rey Sebastián y toda la nobleza portuguesa en el siglo xvi, cuando trataron de expulsar a los árabes. Quería conocer ese lugar famoso en Portugal. El rey, que había ido con lo mejor de la nobleza para vencer a los musulmanes, murió ahí con dieciséis años. Murieron todos, y quedó el mito del sebastianismo, la espera de que viniera un nuevo Sebastián para salvar a Portugal de la pérdida del imperio. Hasta Salazar fue el mito redivivo de Sebastián. Estudiando el barroco portugués de estilo manuelino, llamado así por el rey don Manuel I en el siglo xv, que hizo toda la arquitectura manuelina, tanto los monumentos públicos como los monasterios e iglesias, por todo el país, que existen hasta hoy. Recorriendo Portugal fui al norte, donde hay una aldea chiquita que tiene una pequeña iglesia y varias casas manuelinas. Vi que los desagües en los techos tenían figuras eróticas. Era increíble, y nadie se daba cuenta. Fui a una pensión, la única que había. Pedí para tomar algo, No se conocía el café con leche y me dieron uvas con pan. Me pareció algo admirable; me maravilló ese corte con la rutina, con la realidad cotidiana. Todo eso lo hacía en unos trencitos que no te hacés una idea. Me hice muy amigo de la gente de Oporto, de Lisboa, de los principales pintores.
¿Habías obtenido la beca en Portugal?
Sí, y a partir del año 64 empecé a escribir paralelamente —porque la beca era buena, pero no era suficiente— en el semanario Artes y Letras, un semanario independiente que vivía de los recortes y de las copias de los periódicos franceses. Lentamente me hice el principal crítico, al que muchos artistas celaban, porque ¿quién era ese señor que vino de afuera y ahora ocupa las dos páginas centrales de la crítica de arte? No había muchos críticos de arte, y les sorprendía la frontalidad de mis comentarios. Lo primero que hice en Portugal fue entrevistar a los grandes artistas ya conocidos. El mayor de todos era Almada Negreiros, un escritor de teatro extraordinario que había sido amigo de Federico García Lorca en los años veinte, cuando había vivido en Madrid. Había visto las obras de García Lorca con García Lorca. Justamente en ese momento a Lisboa había ido la compañía de Víctor García con una obra de García Lorca. Fuimos juntos, y me dijo que no tenía nada que ver con el original. Víctor García era un revolucionario en su época, como director de teatro. Almada Negreiros inició un humorismo extraordinario y fue uno de los pioneros del arte contemporáneo. Me hice muy amigo de él, y hasta la hija de él se enamoró de mí y tuvimos un affaire, pero no quería comprometerme mucho. Me hice amigo de los principales artistas; de Helena Almeida, que murió en 2018, y de otros artistas. Tanto es así que en los años sesenta trabajé en este semanario y en otro que se llamaba Flama, de origen católico, que estaba muy severamente censurado. El director que hacía la censura era a la vez un muy buen crítico de teatro. Lo teníamos que aguantar. Todos eran de izquierda. Yo tenía una columna permanente. Al mismo tiempo esta revista tenía un semanario aparte de itinerarios de exposiciones. En los años sesenta yo era el crítico.
¿Has guardado materiales de esa época?
Sí, guardé todo. Habría que traducirlo. Mientras tanto dos licenciadas, una de la facultad de Oporto y otra de Coímbra, se interesaron en mi labor, y la de Oporto vino a entrevistarme a Montevideo. Me consideraba el mejor crítico de Portugal, de todos lo que había en ese momento, como José Augusto França, el decano de los críticos lusitanos, que vivía en Francia por razones políticas. La Fundación Gulbenkian en ese momento se portó como una república dentro de la república: becaba a los artistas para que no hicieran el servicio militar y se fueran, o para que se fueran a Francia o Inglaterra aquellos que tenían compromisos políticos. La Gulbenkian realmente hizo una labor extraordinaria, aunque el director era como un Quijano de acá: insoportable. Yo era muy cauteloso cuando escribía, porque él odiaba a los híper críticos. No tenía realmente un gran equipo de funcionarios especialistas, salvo en el campo de las artes visuales, donde tenían un curador, que era arquitecto, un diagramador extraordinario como pocas veces he visto, que se hizo muy amigo mío. La Gulbenkian es el único museo privado del mundo que tiene una colección de arte musulmán maravilloso. A Calouste Gulbenkian en su época le llamaban «Mr. 5 %», porque de todas las operaciones petroleras del mundo él se quedaba con el 5 %, con lo que hizo una fortuna. Cuando vino la guerra, yendo para Estados Unidos con toda su colección, se enfermó en Lisboa. El médico, que lo trató muy bien, le salvó la vida. Al no poder convencer al médico para ir a Estados Unidos, prefirió vivir en Portugal. Primero se instaló en una casona muy vieja en Oeiras, fuera de Lisboa, una casona hermosa. Después hizo la fundación con un arquitecto y paisajista inglés notable, de maravilla; compró un parque enorme e hizo un enorme jardín hoy ampliado. El edificio tiene espacio para exposiciones temporarias, teatro, danza, y el museo, que es una joya de síntesis de Egipto hasta el impresionismo. Hace veinte años además hizo la fundación de arte contemporáneo. Tiene una colección de arte musulmán, desde lámparas hasta tapices. Es deslumbrante. Tiene una colección de art nouveau, y casi todas las joyas de René Lalique, creador de las alhajas de Sarah Bernhardt. Diademas, diamantes, esmeraldas. Es el único lugar del mundo donde las podés ver en una preciosa salita aparte del museo.
¿Por qué volviste a Uruguay?
En el 67 me empezó a coquetear el oficialismo. Se estaba poniendo muy feo. No tenía más remedio que estar cerca de las exposiciones que hacía el oficialismo, que tenía un palacio maravilloso en una de las principales avenidas de Lisboa, para las exposiciones. El que lo dirigía era un hombre bien, para nada fanático. El director de Cultura me invitó a ser jurado junto con él y otro miembro oficial, para elegir un representante de Portugal para la Bienal de San Pablo. Nosotros elegimos determinados personajes y a ellos no les gustó y pusieron otro, uno de ellos. No podíamos protestar. Y había cosas así, de ese tipo. Se me estaban acercando demasiado y no se podía decir que no. Una hermana mía estaba de viaje por Lisboa y yo resolví volverme, en el año 67.
¿Qué pasa cuando volvés?
Me quedé acá, empecé en Marcha, me peleé con Quijano y pasé a El Oriental, donde seguí hasta que cerró.
¿Notaste un cambio grande cuando volviste a Montevideo?
No mucho. Me acostumbré a una cierta vanguardia que luego aquí no me deslumbró mucho. Sí la que provenía del Instituto Di Tella. Enseguida me vinculé con el Instituto Di Tella y con todos los artistas de esa época, sobre todo con Alberto Greco. En Madrid me encontré con Alberto Greco en la Gran Vía. Nos habíamos peleado, porque él era de un ego exacerbado y lo mandé al diablo. Nos encontramos y enseguida nos empezamos a reír. Él tenía un taller a donde iban otros amigos de él, con los que yo conversaba. Yo se los digo a los argentinos, y no les importa: muchos de los cuadros de Alberto solamente yo los puedo descifrar, porque escuché lo que se decía en el taller. Junto con otro pintor argentino que todavía vive y que está en Barcelona. Acá el ambiente estaba muy politizado, cosa que no pasaba en Portugal ni en Europa.
¿Influía mucho la política?
La política era el pan nuestro de cada día.
Cuando volvés hay una serie de personas que hacen crítica junto contigo. Algunos habían sido compañeros tuyos, como María Luisa Torrens…
Eso ya había empezado en los años cincuenta, cuando yo escribía en El Nacional y en Marcha, María Luisa lo hacía en el diario El País, y Celina Rolleri desde El Bien Público. Esos eran los principales. Después estaba Llambías de Azevedo en La Mañana, que era menos consistente. Pero sobre todo había grandes galerías, galerías importantes, que se mantuvieron en los años sesenta, junto con estos críticos. María Luisa abrió el Centro de Artes y Letras, y después el museo. Ya para el 71, con la dictadura de Pacheco, Celina, que era tupamara, se fue con el marido a Italia y nunca más volvió. Murió hace poco con alzhéimer. Los tres salíamos de Romero Brest, de la Facultad de Humanidades.
Eso marcó una generación, evidentemente.
Toda una generación de críticos exigentes, como después nadie enseñó.
¿Por qué no se continúa esa tradición en Uruguay?
Porque no hay profesores. Hay ausencia de estudios formales sobre la totalidad de las artes visuales: la historia nacional e internacional, los modos de ver y de enseñar a ver. Falta una carrera específica para la formación artística. Abunda la improvisación y el facilismo interpretativo.
A partir de la década del sesenta y setenta, con el corte de la dictadura, Juan Fló estuvo mucho tiempo trabajando en la cátedra de estética y filosofía. ¿Por qué te parece que no hubo la preocupación de generar o de continuar la tradición que había generado Romero Brest?
A Romero Brest lo sucedió Fernando García Esteban, que no tenía la misma categoría intelectual. Era buen administrador como director de Cultura municipal, aunque derrochó el dinero en copias y réplicas de los monumentos clásicos italianos. Compró copias y copias, para hacer el museo de copias de yeso, en lugar de comprar obras originales del arte actual, que, en aquellos tiempos, no se cotizaban como en la actualidad.
En Portugal no había una teoría en el campo estético, porque eran tiempos de dictadura; en cambio, aquí, por primera vez, la estética marchaba junto con la política. Creo que la década del sesenta fue el comienzo del siglo xxi. El siglo xx fue un siglo corto. Ahí empezó la gran transformación de todo. Fue la derivación de la generación del 45, que se encarnó en los años cincuenta, donde en todos los periódicos éramos críticos salidos de la universidad. Rodríguez Monegal hacía teatro en El País, lo mismo que Alsina Thevenet, o Ángel Rama en Acción junto conmigo y Carlos María Gutiérrez. En los años sesenta, casi setenta, hubo una revista llamada Reporter, que venía con El País y estaba dirigida por Carlos María Gutiérrez, que me llamó para hacer una entrevista a Américo Spósito, que había ganado el Premio Blanes. A Gutiérrez le pareció una nota sensacional, diferente. La tengo guardada. En aquella entrevista me reveló toda su realidad, su actividad religiosa. Realmente fue un pintor brillante.
Hablemos de pintura uruguaya. Sé que Besnes e Irigoyen para vos fue el primer pintor uruguayo.
Hasta hoy nadie lo reconoce. No hubo polémica cuando lo dije; nadie me vino a decir que yo estaba mintiendo. Lo fundamenté todo. Besnes e Irigoyen, vasco, vino acá a los dieciocho años y se quedó por otros sesenta y cinco. ¿Es o no es uruguayo? Se vinculó con toda la realidad social, cultural. Fue el mejor acuarelista y grabador que hemos tenido.
Jacobo Langsner no sería uruguayo, tampoco. Nació en Rumania.
¿Te das cuenta? Torres García estuvo afuera treinta y cuatro años, desde 1900 hasta 1934. Acá estuvo catorce. ¿Quién es más uruguayo? No quieren reconocer esa realidad que es evidente.
La influencia de cada uno es diferente. Reconozco que es uruguayo, sin lugar a duda. Después hay toda una secuela de pintores uruguayos. ¿Quiénes son los fundamentales en tu ranking? Con la escuela de Torres García no tenés mucho que ver; no te gusta.
No es así, aunque los gustos personales en una crítica responsable no existen. La escuela de Torres García es fundamental, pero no en el sentido en que se cree. Razón tenía Carmelo Arden Quin, que salió de esa escuela. Y se apartó para fundar arte madí, más allá de esa formidable herencia torresgarciana. Lo mismo sucedió con los pintores argentinos que visitaron a Torres García. Para ellos se detuvo en el conservadurismo moderno. Yo he hecho notas sobre Francisco Matto, que considero igual que Torres García en el sentido que tuvo contacto directo con el pasado precolombino, lo vivió, lo experimentó. Económicamente estaba en muy buena posición y desde joven recorrió toda la Patagonia; estuvo con los mapuches, con los indios, recorrió todo Perú, bebió el arte precolombino, todo eso antes de ir con Torres García. En 1930 Matto hizo una obra genial que no tenía nada que ver con Torres García, vinculada al fauvismo, con un colorido y un esplendor maravilloso. Cuando entró con Torres García empezó a apagar esa paleta brillante que tenía. Tenía una sensibilidad de un refinamiento absoluto, quizá ayudado por su acercamiento a la música. Él vivió el arte precolombino, no fue que lo vio en el Museo del Hombre como lo hizo Torres García, que no tuvo la vivencia directa de lo precolombino. Yo advierto que la pincelada de Matto tiene una intensidad expresiva que no siempre mantiene Torres García. Torres García inventó una teoría y la aplicó. Muy bien. Es una enorme figura histórica, con formación teórica despareja, pero original, por veces contradictoria que dejaba perplejos a sus alumnos. Dejó una influencia perdurable. Es innegable, pero se detuvo ante las nuevas vanguardias. No las entendió, alejado de la realidad europea donde maduró un estilo propio y significativo. En cambio, Matto tiene movilidad, una intensidad entre lo visible y lo legible. La legibilidad de Matto es de una profundidad asombrosa. Torres García lo consigue en ocasiones, pero no tuvo constancia, porque después volvió a la figuración. Por eso José Cuneo lo atacó tanto, diciendo que de qué abstracción le hablaban si luego volvió a la figuración. Y ganó premios con paisajes figurativos, en el Salón Nacional de Bellas Artes. Y en el ranking de los Torres García los primeros son Matto y Augusto Torres, que son de una gran intensidad. Con el escultor Gonzalo Fonseca, esos son los tres grandes. En otro plano ubico a Gurvich, Pailós y todos los demás. Los tres primeros están en un nivel internacional, en el sentido de que son únicos de ver. El mayor pintor vivo que tenemos es José Gamarra, que vive en París. Es el gran pintor que tenemos. Y Marco Maggi. Al igual que Luis Camnitzer. Son figuras internacionales, de un nivel extraordinario, y que son reconocidos. Águeda Dicancro, por ejemplo. O Ricardo Lanzarini. Son de primer nivel, sin duda. A Lanzarini acá pocos lo reconocen, y ha estado invitado como a cinco bienales, en Sydney, Moscú, París, en Estados Unidos. Lo han invitado, porque a las bienales nadie se presenta, sino que son invitados. No son los únicos, pero no quiero hacer de las citas una guía (corta) de teléfono de artistas.
¿Por qué te parece que desde los ochenta a esta parte…?
Acá el localismo es increíble. No hay ningún museo de arte contemporáneo.
¿El Espacio de Arte Contemporáneo no lo considerás?
El director es muy bueno, muy inteligente, pero exhibe artistas conceptuales de escaso atractivo, trabajos profesionales correctos y hasta impecables técnicamente, pero sin el convincente poder creador. Se lo he dicho. El público necesita ser educado en los modos de ver en un mundo bloqueado por exceso de imágenes, imposibles de retener. Y le dije que lo que tiene que hacer ahí es tener una exposición que llame la atención del gran público, que vaya a conocer ese lugar, porque casi nadie lo conoce. Muchos turistas preguntan dónde queda, porque nadie lo sabe. Falta la difusión en los medios, cartelera en las calles, en los ómnibus, en la televisión, de manera regular y constante. No saben comunicar lo que hacen. Es un arte conceptual muy frío. Bueno, discreto. A veces muy bueno, como cuando trajeron a un videasta internacional de primer nivel. Pero son casos excepcionales; en general todo es aburrido. Está muy bien presentado y muy lindo, pero no dice nada, y así no resulta atractivo al gran público. Es inútil. Kalenberg tuvo la virtud de traer casi lo principal del arte exterior: Yoko Ono, los grabados de Picasso, Klee, Calder, Kounellis, Rembrandt, el arquitecto Calatrava. Ahora no se trae nada.
¿Y el Museo Nacional de Artes Visuales?
El director fue nombrado directamente, sin concurso; como Mario Sagradini, muy amigo mío, pero estuvo pocos meses y no pudo hacer lo que quiso, porque era imposible trabajar ahí: no hay suficiente presupuesto, ni funcionarios, ni especialistas, pero sí guardias de seguridad. Como la fantasiosa Jacqueline Lacasa, que convirtió la principal pinacoteca en un centro de diversiones. Sacó la mejor cafetería que había en Montevideo. Y después vino Enrique Aguerre, también designado directamente. Es un videasta valioso y discreto, bien informado, pero sin experiencia museística, a pesar de ser funcionario desde hace muchos años. La dirección se distrae en aspectos administrativos que dificultan el estudio de la colección, lo que falta y lo que hay que adquirir, sin tener un buen rubro para hacerlo. El museo posterga exhibir la colección permanente; la achica hasta medio centenar de obras en beneficio de muestras temporarias, a veces hasta cinco a la vez. El museo se convirtió en un centro de exposiciones temporarias. El museo es un museo nacional. Los cambios son necesarios, pero no de esta manera. Hay que ver cómo los museos de Buenos Aires se modifican periódicamente, en una visión actualizada desde el punto de vista conceptual y del montaje. A Pablo Uribe le cedieron el museo hasta permitirle pintar las paredes exteriores de acuerdo con su criterio, y todo el interior. Un pretexto para una instalación donde lo principal es su propia obra. El sueño del museo propio. Es muy bueno como creador, no lo niego, y en la parte superior logró una obra extraordinaria, a partir de libros abiertos enlazados que forman la corriente del río Uruguay, instalación que conocí en la Bienal de Curitiba y la elogié muchísimo. A su alrededor puso una serie de paisajes y otros elementos de vistas marítimas de diferentes épocas y otros paisajes, bien relacionados, como el río sangriento que viene desde Paraguay. Es una metáfora maravillosa, pero hay elementos absurdos, como el autorretrato de Washington Barcala, sentado en un café típicamente parisino, con influencia de Manet, no de Torres García, como cree Uribe. Ahí están las emblemáticas hojillas Job, la caja de fósforos Ancla y él está fumando, como un típico personaje de Manet, y lo tapó con un cuadro de Horacio Torres para establecer una presunta relación con la escuela torresgarciana. Una equivocación, a mi juicio. ¿Influencia de Torres García? Aunque él haya pasado por esa escuela, tiene la influencia de Manet, lo que es evidente. Y lo tapa. No lo entiendo.
¿Cuál sería la responsabilidad de las autoridades políticas? Son espacios públicos. ¿Por qué no hay una política?
Porque no hay política. Estuve un año trabajando en el mec sobre Besnes e Irigoyen, y me engañaron, porque no hicieron la exposición como yo quería. Estaba todo planificado al detalle, hasta los afiches que iba a haber en la calle. Mautone no es un especialista en arte, y él mismo me lo dijo cuando asumió. Él pertenece al teatro, con excelente disposición al trabajo. Pero no cuenta con personal suficiente ni con suficientes asesores. Así es imposible ejecutar proyectos.
¿Cuál es la política que se tiene que hacer con respecto al arte? Para estimular las artes visuales.
Hay que crear formadores. Hay que mandar a formar gente que más o menos tenga interés. Licenciados en historia que vayan a capacitarse al exterior. Sobre todo, en formación visual, que sepan leer un cuadro. Es difícil. El arte ha cambiado fundamentalmente, lo mismo que la filosofía. Yo que recorro de Platón hasta hoy, veo cómo se han modificado los criterios de filosofía y la manera de escribir. Desde que leía volúmenes enormes hasta que podés leer deliciosamente a un filósofo que escribe ochenta páginas con una envidiable profundidad, el coreano alemán Byung-Chul Han. Trato de leer a los filósofos franceses y los sociólogos franceses, que también son así. La cultura francesa es muy diferente; es una cultura empapada en toda la cultura. Son especialistas, pero al mismo tiempo van a exposiciones y escriben con una seducción de lenguaje formidable. Uno de ellos, Michel Onfray. O el ruso Boris Groys. Están familiarizados con todos los cambios posibles. Y eso es lo que hay que entender acá. Como no se viaja, y se ignora todo, no se sabe lo que tenemos. Kalenberg tenía esa virtud de traer las cosas que venían a Buenos Aires. Cierto, desdeñó el arte nacional. Él decía que lo que le llevaban todos los días ofertas para exponer artistas conocidos pero mediocres, y si aceptaba no podía detener a los demás. Y ese era su temor. Muy legítimo, por otra parte. Era ilegítima su estadía: treinta y siete años. Pero también el director del MoMa en Estados Unidos estuvo treinta y siete años. Claro, lo dirigía bien, por eso estaba. Kalenberg estuvo por inercia por falta de presupuesto. Nunca el gobierno, incluso Sanguinetti, hizo del museo nacional el buque insignia del arte. Y bien que pudo hacerlo. Kalenberg es un ensayista, no crítico ni curador, aunque lo ha hecho. La curaduría de Nelson Ramos fue un error: obras notables en confusa disposición. Se enojó conmigo por esa discrepancia, después de haber sido tan amigos. Es difícil aceptar los desacuerdos, más enriquecedores que las coincidencias. Acá lo que falta es el sentido de autocrítica. No solo las artes visuales. La cultura se ha deplorado, ha llegado a niveles de grado cero. Subsiste un poco el teatro, y la música sobre todo se ha levantado mucho. Pero se ha convertido en un espectáculo. El riesgo que tiene toda la cultura universal es el progresismo, el creer que el progreso tecnológico es extraordinario, sin ver el peligro inmediato que tenemos. Está cambiando la estructura cerebral. El Plan Ceibal es peligroso. A los dos meses los chiquilines están con una tablet que usan para entretenerse, y eso está creando otro tipo de cerebro, otro tipo de ser humano. Va a haber una generación que ignore a la otra, que no va a saber cómo comunicarse. No se trata solamente del lenguaje inclusivo, como lo llaman ahora. Eso no es nada comparado con lo que va a pasar. Las generaciones futuras no van a saber leer una obra de arte, una obra estática, porque no tienen tiempo, porque no pueden demorarse en una imagen que está fija. Se están acostumbrando a la imagen que está en movimiento. La mirada artesanal se transformó en mirada industrial; el ojo pasó de la mirada central a la mirada periférica, menos abarcativa.
Lo ves en los museos. La gente va y no mira.
No les importa lo que ven, sino el espectáculo. Y es lo que pasa en música: no es solo cada vez más espectáculo, es espectacular. Grandiosidad sin grandeza ninguna. Todos cantan lo mismo, todos se mueven al mismo momento. Falta la experiencia directa de las cosas. Hace pocos meses conocí a la fotógrafa Tali Kimelman, que me maravilló. Los neurólogos japoneses para estudiar las neurosis y las depresiones a los pacientes los mandaban al bosque a hacer un baño de bosque, a no pensar en nada, a simplemente entrar en bosque. Tali pasó dos años fotografiando el Parque Lussich, sobre todo los días de neblina y no se ven bien las cosas, hasta encontrar el punto exacto. Es algo fascinante. Con la ayuda de uno de los grandes montajistas que tenemos aquí, hizo un ambientado japonés con separaciones de telas opacas, blancas, creando una atmósfera de tranquilidad. La exposición es una maravilla de ver. Esos paisajes son realmente extraordinarios; entrás en un mundo completamente diferente. Es una de las grandes fotógrafas que realmente revolucionan el arte fotográfico uruguayo y de cualquier parte del mundo. Es realmente admirable lo que ella consigue. Vas penetrando en ese ambiente. Hasta ser absorbido por él. Se puede ver en el Museo Zorrilla hasta el sábado 16 de febrero. Para una generación como la mía es como entrar en una obra de Velázquez, donde vos tenés que detenerte. La generación de hoy no se puede detener, nunca lo va a poder hacer. Todo tiene que pasar muy rápido, y el ojo no puede ver eso. El ojo ha perdido ese reposo interior. No pueden leer de la misma manera. Es terrible, pero es así. A mí no me importa mucho, porque pienso que dentro de cien años esta civilización no va a existir. Con que aumente medio grado más la temperatura, todo se va a quemar. Los mares se van a subir, todas las costas de Nueva York, San Francisco y el Mediterráneo van a desaparecer. En no más de cien años. Estamos viviendo una civilización prehistórica como las que conocemos: nos van a descubrir dentro de miles de años. Es terrible. Soy absolutamente pesimista con lo que va a suceder. Toda la cultura que estamos haciendo es inútil. No se va a conservar. Y lo hacemos para autoconservarnos a nosotros, además.
¿Qué pensás de la compra del acervo del Museo Gurvich?
Un escándalo a nivel económico, ético y cultural. De los ocho museos históricos que existen, cuatro están cerrados. La Casa de Ximénez, que está en la Rambla 25 de Agosto, tiene dos pisos maravillosos en donde no te hacés una idea de la colección de trajes del siglo xix que hay. Mates, objetos de esa época. Nadie lo conoce. Está ahí, cerrado. Parte de esas salas se usan para la restauración, y ahí trabajan dos restauradores. Dos, no hay más. La Casa de Garibaldi está cerrada. El Museo Romántico lo abrieron ahora, pero estuvo cerrado por años. Hace un mes fui a ver cómo estaba. Había una funcionaria abajo sentada, y me dijo que no podía subir, porque la otra funcionaria no estaba. Me fui. La casa de Giró se rehabilitó. Volvió para abrir de miércoles a domingos con las otras dependencias. Pero el personal es mínimo. La Casa de Lavalleja se rehabilitó la mitad, y no hay ningún funcionario para atender la biblioteca: no hay bibliotecario. En cuanto a la compra del Museo Gurvich, creo que adquirir un museo privado cuando las carencias de los museos nacionales son tan evidentes, es un despropósito.
¿Es difícil ser pintor en Uruguay hoy?
No. Es relativamente fácil. Tenemos miles de pintores, alrededor de tres mil. No es difícil, pero dicen poco. El Ienba (Instituto Escuela Nacional de Bellas Artes) no funciona. Ni puede funcionar por falta del presupuesto necesario para hacerlo. La Universidad no lo cree útil. Además, falta crear la Licenciatura en Artes Visuales, como le advertí al rector Markarian. Seguimos sin cátedra de arte nacional, inexistente hasta hoy.
¿Cómo que no funciona?
Sigue con los cánones de la década del sesenta. No se forma visualmente. «Soy licenciado en artes visuales», dicen. ¿Y qué aprendieron? Poco y nada. Antes había gente como Errandonea, que tenía una influencia extraordinaria, era un ícono, pero daba clases para mil doscientos muchachos: ¿qué aprendés? Tenía el encanto personal, la seducción. Eran casi todas mujeres seducidas por él. ¿Qué sentido tiene? No tienen formación visual. De historia del arte nacional no saben nada, porque nadie da esa materia. Yo le he preguntado al propio director si los muchachos van a las galerías. No tienen interés.
O sea que el problema no es la facilidad para trabajar, sino que no hay nada para decir.
Falta la experiencia directa, el saber. ¿Te creés que alguno de los críticos que hay alguna vez me ha consultado? O los historiadores. Consultar, para saber cómo fueron los sesenta, los cincuenta. Los años cincuenta fueron la época de oro de la cultura nacional. Había como doce diarios todos los días, había semanarios. Empezaba la televisión, había buen teatro, Montevideo tenía cien salas de cine. Había una cultura general extraordinaria. Había discusión. Todos los críticos de cine, de teatro y de artes visuales nos conocíamos e intercambiábamos diálogo en los intervalos en el Sodre, en el Solís. Íbamos a todos los estrenos de cine. Eran citas obligadas. Hoy yo no sé quién es la gente que escribe. El otro día vino una de la televisión, que me hizo una nota horrorosa, mal filmada. ¿Cómo es posible? Hay una afasia acrítica en todo. ¿Dónde están los intelectuales nuestros?
Eso pasa en todas las áreas.
En teatro se mantiene. Está Jorge Arias, que escribe notas. Carlos Reyes, que cuando estaba en Búsqueda era muy exigente, y cuando pasó a El País se ablandó, aunque mantiene alto el nivel de exigencia. Pero Flamia es el de mayor profundidad.
¿En artes visuales a quién ves hoy con desarrollo y potencial? ¿Quién te sorprende? Hablaste de Lanzarini, de Marco Maggi. ¿Atchugarry no te gusta?
Es un gran escultor, pero es una escultura que recoge la herencia de la estética modernista, la del arte abstracto. Es un laburante de primera, que tiene una fundación extraordinaria, como pocas existen en el mundo.
Hoy hay una movilidad de la imagen que en los nuevos medios de comunicación está bien aprovechada. Hay videastas magistrales en el mundo, que acá nunca podrán venir. Son instalaciones tecnológicas que pocos países tienen. Solamente en ciudades como San Pablo se pueden hacer, pero no acá. Espero, sin ninguna esperanza, que el Antel Arena pueda pasar esos videos enormes, gigantescos. Lo mismo que la pintura gigantesca que hay en el exterior. Acá siempre fuimos muy moderados, de ejecutar bien las cosas, pero sin contenido. Los argentinos son más faranduleros, pero se animan más. Ellos quieren estar al día y están más interesados en ver y conocer las cosas. Aquí los pintores no viajan, van poco a Buenos Aires.
¿Qué te gusta de la pintura actual?
La pintura actual no me interesa; creo que no tiene vigencia, y menos la uruguaya. Analía Sandleris es una excelente pintora, y lo dije, pero ¿a dónde va la pintura abstracta hoy? ¿A dónde van esos enormes cuadros? Ni siquiera la arquitectura los resiste. Falta un estudio sociológico de la cultura, preguntarse realmente qué hacemos en el mundo de hoy, y cómo estar a la altura de las exigencias de nuestro tiempo. Cómo, llegados a la situación actual, a la falsedad globalizante que comenzó con la revolución donde las grandes empresas internacionales impusieron su ritmo a los gobiernos locales, anulando los particularismos e identidades nacionales. Pocos se resisten a su tentadora oferta de bienestar económico, y a la enorme soledad a que conduce la era digital. Creo que eso es fundamental. Estamos en una transformación absolutamente brutal. No sabemos cuál es el destino. Hay dos pintores internacionales que me fascinaron: Lucian Freud, el nieto de Freud, del que vi en Londres una exposición extraordinaria hace como diez años. Trabaja con un espesor de materia enorme. ¿Cómo un pintor puede pintar así, con esa intensidad? Más allá de lo que representa, se trata de la profundidad que hay que buscar detrás de lo aparente. O el pintor alemán Anselm Kiefer, que trabaja en espacios más grande que esta pared. VEive en Francia, trata de desentrañar la iconografía y la pesadumbre del nazismo, de la guerra, usando tierra, vegetales, árboles. Fui a una exposición en el Gran Palais hace cinco años, y era impresionante ver aquello, con paredes que se movían. Y hay otro alemán: Sigmar Polke, que trabaja con tela y es deslumbrante el preciosismo y la movilidad interna que tienen sus cuadros. Después de ver esas experiencias, esas instalaciones, o las gigantescas proyecciones de Isaac Julien o atravesar una instalación de Yayoi Kusama o un video de Bill Viola en bienales internacionales, vuelvo acá y me deprimo.
¿Por qué?
Veo cosas liliputienses. La cultura tiene escasa proyección social, porque los sucesivos gobernantes demuestran escaso interés al destinar un presupuesto siempre insuficiente. Hay una anestesia total de la crítica en todas sus dimensiones posibles.
¿Esperabas otra cosa de la izquierda gobernando?
José Mujica arruinó todo. Enseñó a hablar mal, a admitir cualquier cosa, a no tener ideas claras y concretas, a vestirse y andar mal, a ser desprolijo. A vivir mal, porque él debe vivir mal en esa chacra que se adivina desprolija, por decir algo. Y ese es el modelo que creó, que se admitió y que proliferó. ¿Cómo salís de esa catacumba? Es muy difícil para cualquier gobierno. Y con el temor de molestarlo nadie dice nada, porque la influencia de Mujica sigue hasta hoy. Y nadie es capaz de decirle que no. El Partido Socialista ha claudicado de una manera total. ¿Cómo es posible? Y los más radicales tampoco. ¿Cómo demoraron tanto con el tema de Raúl Sendic? ¿Dónde está la ética? Hay que restaurar la ética en este país. Eso es fundamental. No se puede seguir así. El sentido ético es fundamental, y sin eso no hay proyecto de país posible. Y tener sentido de la autocrítica, que se ha perdido totalmente. Y la prensa contribuye a eso; cuanto más superficial, mejor.
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