LECCIÓN. El término “niebla de guerra” fue utilizado originalmente por el general prusiano, historiador y teórico de la ciencia militar moderna Carl von Clausewitz (1780-1831). Con él aludía a la incertidumbre que se da en todas las guerras, debido al desconocimiento de la propia capacidad bélica y la del adversario, con lo cual todo conflicto armado es más una lúdica rueda de póquer que una cerebral partida de ajedrez. A partir de esa premisa, el documental ganador del Oscar Niebla de guerra recoge el terrible testimonio de Robert McNamara al fin de su vida. El resultado es extraordinario como cine, pero además resulta invaluable para entender uno de los aspectos más paradójicos de cualquier guerra: cómo ciudadanos ejemplares, reflexivos e inteligentes (McNamara fue uno de ellos) pueden llegar a generar los crímenes más atroces. Como razona en cierto momento el realizador Errol Morris, “McNamara no es un psicópata, sino un puritano y un hombre sensato. Sólo que vivió un momento histórico en el cual su fuerte y sincero patriotismo lo llevó a convencerse de que era el indicado para llevar a cabo una misión sagrada: redimir al mundo de la amenaza del comunismo”. Muchas decisiones que McNamara tomó a lo largo de su vida política supusieron la muerte de miles de personas, pero es de alabar la capacidad intelectual de un hombre que cercano a la muerte reconoce haberse equivocado, y la valentía de dar la cara y hablar de ello.
Las once lecciones a las que alude el título original del documental van estructurando la investigación de Morris y las declaraciones de McNamara. Son: 1) Hay que empatizar con el enemigo. 2) La racionalidad no nos salvará. 3) Siempre hay algo más allá de uno mismo. 4) Se debe maximizar la eficiencia. 5) La guía para todas las guerras debe ser la proporcionalidad. 6) Es básico conseguir datos. 7) Lo que vemos y lo que pensamos a menudo no es cierto. 8) Hay que estar dispuesto a volver a examinar tus razonamientos. 9) Para hacer el bien, puede que tengas que hacer el mal. 10) Nunca digas nunca jamás. 11) No se puede cambiar la naturaleza humana. Algunos de estos puntos pueden resultar terribles al lector: a mí, por ejemplo, me espanta el nº 9. Pero eso no es todo, porque como corolario a tan racionalizada y gélida cátedra, McNamara se despacha con una frase que no tiene desperdicio: “Si hubiésemos perdido la guerra, nos hubieran juzgado como criminales. Y es cierto: nos portamos como criminales”. Es algo muy difícil de escuchar en boca de un estadounidense, y sin duda es un acto de arrojo y honestidad por parte de McNamara reconocer tal conducta. Pensando en los 11 puntos de la lección y la reflexión final del veterano estratega, dudo mucho que Bush, Rumsfeld y Cheney tengan algún día el coraje de hacer una confesión similar. Mientras tanto, Trump y Kim Jong-un ponen una vez más en jaque a la civilización, porque no terminan de entender que en la vida no sirve de nada saber quién la tiene más grande.
JAPÓN. El lector que conozca el currículum de McNamara (fue Secretario de Defensa entre 1961 y 1968) pensará que su frase alude al comportamiento estadounidense en Vietnam, pero no es así. Con sus dichos McNamara se remonta dos décadas más atrás, a la lucha contra Japón en la Segunda Guerra Mundial, y claramente remite a los puntos 5 y 9 de su lección. Por un lado, el asunto de la proporcionalidad: arrojar dos bombas nucleares sobre la población civil de Hiroshima y Nagasaki para poner fin al belicismo militar nipón resultó tan pragmático como criminal, y tan eficaz como condenable.
Allí surge la conexión con el otro artículo, ése que tanto puede preocuparnos, el que advierte que para hacer el bien puede que tengas que hacer el mal. Porque el impacto visual de esos dos hongos atómicos y las secuelas que produjeron, sirvieron no sólo para liquidar de un plumazo una guerra que ya llevaba seis años, sino también para ocultar a los ojos de la Historia el bombardeo llevado a cabo sobre Tokio por el general Curtis LeMay, el 10 de mayo de 1942. Específicamente a ese hecho se refiere McNamara, mirando fijamente la cámara (es decir, a nosotros), al reconocer que los estadounidenses se comportaron como asesinos. En efecto, el general LeMay dio la orden de arrojar sobre la capital japonesa 1700 toneladas de bombas incendiarias. Un ataque realizado con armas convencionales, no nucleares, como aclara McNamara sin revelar emociones pero admitiendo de manera gélida y cerebral que esa noche nefasta, en la que más de 100.000 personas fueron quemadas vivas, es uno de los actos de terrorismo más atroces que recuerde la historia: “No lo hizo Tamerlán ni Atila, lo hicimos nosotros”. Empero, luego de reconocer el delito, resurge su mente táctica, a la que sólo parece importarle un segundo factor: que las bombas incendiarias quizá puedan haber resultado más efectivas para la gradual desmoralización nipona que las dos bombas atómicas.
CUBA Y VIETNAM. En la zona del film dedicada a los misiles cubanos, el director le pregunta sobre las consecuencias de sus actos, y McNamara responde una vez más con cerebral eficacia: “El problema era, y sigue siendo, delimitar las reglas de aquello que podemos o no podemos hacer en la guerra”, dice, “y eso no surge de un manual, sino del resultado mismo de la contienda. LeMay jamás fue llevado a juicio por su genocidio. Por el contrario, se le honró como héroe nacional, y recibió multitud de condecoraciones: la Legión de Honor francesa, la Estrella de Plata y como homenaje supremo a la ironía, la Medalla por Acciones Humanitarias”. Respecto a la escalada de armamento y al conflicto nuclear dice algo que Trump y Jong-un deberían considerar: “En la guerra nuclear no hay curva de aprendizaje, porque la racionalidad no nos salvará, ya que la combinación de la imperfección humana y el poder nuclear desatado liquidará a naciones enteras”.
Quizás Vietnam sea la parte del film que más interese al público en general. Resulta fundamental para estudiar a McNamara, debido a su cargo durante el conflicto. En él queda ejemplificado el artículo 1 de la lección (“empatizar con el enemigo”), tal como McNamara lo aclara: “Durante la crisis de los misiles cubanos supimos ponernos en el lugar de los soviéticos, pero en Vietnam en cambio no. Los vietnamitas pensaban que intentábamos sustituir a los franceses, lo cual hizo que lucharan por un concepto tan fuerte y respetable como el de independencia. En cambio nosotros nunca vimos ese aspecto, y consideramos siempre a Vietnam como un elemento de la guerra fría contra el comunismo. Si Kennedy hubiera seguido vivo, el desarrollo del conflicto quizás hubiera sido diferente, pero Johnson estaba muy equivocado”.
Vietnam permite también a McNamara y la película abordar las nuevas formas de vivir una guerra: “Nosotros vivimos el conflicto de Vietnam desde nuestras confortables oficinas en Washington, delante de un tablero de operaciones planeando el bombardeo saturado de las aldeas norvietnamitas. ¿Hay que recordar a la gente que los cuarteles son muy diferentes al inefable escenario donde ocurre la carnicería? Eso mismo se ha acentuado ahora, con drones y bombas teledirigidas. La guerra hoy es literalmente un videojuego, muy distante del verdadero horror. Un enemigo sin rostro elimina la natural empatía que surge al sentir el sufrimiento ajeno, de ahí que cada día sea más fácil arrojar una bomba (cualquier bomba) sobre un enemigo amorfo. Después de todo no olvidemos que Hitler y Himmler jamás presenciaron una ejecución en vivo”.
Niebla de guerra es un documental imprescindible, que se exhibe mañana viernes en una única función, a las 20 horas, en Cine Universitario. Parafraseando al querido Iván Kmaid: “Usted no puede… no debe dejar de verlo”.
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