Por los campos de Rimer por Nelson Di Maggio
Nacido en 1944 y criado en el Montevideo rural, Rimer Cardillo amistó desde niño con la naturaleza y sus habitantes. No es casual que después de terminar y ampliar sus estudios en diversas instituciones de arte, nacionales y extranjeras, optara por reactivar aquella experiencia y extender la cultura recibida de procedencia europea con la búsqueda de viejos ancestros aborígenes.
Sin descuidar su sólida técnica de grabador, enriquecida y fortalecida con la incorporación de la fotografía y nuevas adquisiciones técnicas, incorporó a las iniciales imágenes de semillas, hojas y flores de la década del 50, mariposas, chicharras y escarabajos en el 70, simbolismos que, de alguna manera, se teñían de las mudanzas sociopolíticas de los lugares en que le tocó vivir. La ecología adquirió un incesante incremento ya entrados los 80, así como su ascendente virtuosismo y agudeza conceptual.
Radicado en Nueva York en 1979, con retornos regulares al país, su personalidad se impuso con la monumental instalación Charrúas y montes criollos, Subte, 1991, y definió con claridad el carácter de sus investigaciones, la búsqueda de un aspecto identitario perdido o silenciado, la preocupación ecológica y el rescate del pasado indígena uruguayo y sudamericano. Recorrió el país todo y se internó por tierras sudamericanas, en especial amazónicas; convivió con pobladores nativos (como antes Carlos A. Castellanos, Marco A. López Lomba y numerosos torresgarcianos) y el grabador se familiarizó con el oficio de arqueólogo y entomólogo. Esas arriesgadas experiencias plurales, en íntimo contacto con seres y naturalezas primeras ajenas al mundanal ruido, afirmaron su obsesión de rescatar existencias en vías de extinción, la fauna y la flora atropelladas sin compasión por la sociedad consumista y depredadora.
La exposición antológica Rimer Cardillo: del Río de la Plata al valle del río Hudson, en el Museo Nacional de Artes Visuales (mnav), ocupa casi la totalidad del museo y por la cantidad de obras obliga, para disfrutar y conocer sus sesenta años de producción, como lo mínimo dos visitas de larga duración. La dimensión del mnav no se adecua a la magnitud de una obra que no admite la lectura fragmentaria. Es inevitable el sentido cronológico: partir de la sencillez inicial de los grabados de círculos y óvalos para seguir el ritmo de creciente complejidad de su discurso hasta lo escultórico de las construcciones cónicas monumentales, los cupí (en guaraní, ‘cementerios de hormigas’) y sus variaciones, o las hermosas fotografías digitales recientes. Al hilvanar en una secuencia de sucesivas miradas, el observador va tejiendo la urdimbre de violencias, muertes, desapariciones naturales o decretadas de seres humanos y naturaleza, de los campos uruguayos o al borde del río estadounidense, dejando entrever, a pesar de todo, rastros posibles de resiliencia y esperanza.
En el catálogo, Cecilia Marina Slaby escribe un texto inteligente, cualidad que no distingue al de ambos curadores para una obra de fundamental importancia en el panorama del arte actual. Hubiera sido interesante contextualizar las ideas de Rimer y las de Club de Grabado, donde ejerció la docencia; entre su estética y la de El Dibujazo; entre él y Anhelo Hernández, su compañero de estudios en Alemania; entre los famosos iglús de Mario Merz y los cupí; la influencia de Horacio Quiroga y acaso la del estadounidense Henry D. Thoreau, otro ermitaño y ecologista; la consideración de su singular posición conceptual en el escenario internacional que profundizaría la comprensión y ubicación de una obra torrencial, admirable en su contenido y en su asombrosa técnica.
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