Nací a fines de los años ´50. Vivía con mis padres y mi hermana en un apartamento ubicado sobre la avenida Propios, hoy José Batlle y Ordóñez, límite entre dos zonas y por ello sin una identificación barrial clara: de un lado de Propios, es el barrio Las Palmas, del otro lado del cantero central, es el barrio Mercado Modelo. El Deportivo Oriental era el club de ese no-barrio, de esa frontera. La pomposamente llamada sede social del club Deportivo Oriental estaba ubicada en la calle Canstatt casi Propios, en un ranchito al que se entraba luego de caminar por un corredor hasta el fondo.
Desde Propios era la segunda entrada. La primera entrada estaba en la esquina misma, y allí funcionaba una parrillada. En esa sede social, una especie de galpón pequeño, de techo de chapa, poco iluminado, donde todo estaba amontonado, había una mesa, creo que también un mostrador y una vitrina donde se colocaban algunos de los trofeos ganados, no muchos, y en el medio del salón el futbolito.
En la pared, pintada de cal blanca, colgaban los banderines de otros cuadros y la camiseta, totalmente azul, del Oriental. La sede se abría todos los días a las seis de la tarde, pero desde un rato antes, supongo que desde que llegábamos de la escuela ya nos juntábamos los chiquilines a conversar. Nos sentábamos en el murito de la parrillada y cuando ya estábamos aburridos y no había tema, algo muy común, escupíamos sobre la vereda, de puro aburridos, a la espera de la llegada del encargado de abrir el local. Yo iba casi todos los días; ese era nuestro punto de encuentro y, a veces, si teníamos plata, comprábamos fichas, una especie de moneda de aluminio con dos ranuras, para jugar al futbolito, pero los días de fiesta eran los miércoles, cuando nos las regalaban para disfrutar del juego gratis. A la hora que abrían la sede del Oriental, Ema, la dueña de la parrillada, empezaba a hacer el fuego para asar los chorizos y la carne que luego vendía a los vecinos.
Ema era blanca y por eso en época de elecciones levantaba una bandera a un costado, donde funcionaba la sede política de la lista 47 del Partido Nacional que orientaba Antonio Fadol. Fadol, hoy diríamos un outsider, nunca, en las veces que se presentó como candidato llegó a los 50 votos. En 1962 fue candidato a presidente y obtuvo 27 votos, en 1966 se presentó a diputado y consiguió 21 voluntades y en 1971 volvió a pujar por la presidencia y juntó 35 sufragios. Para la elecciones de 1966, yo, que andaba con la fiebre eleccionaria a cuestas, coleccionaba listas y una tarde aproveché que el Oriental aún no había abierto y le pedí a Ema que me diera un par de papeletas de Fadol con la excusa de que me había mandado mi madre a pedirlas porque en mi casa lo iban a votar.
“Mirá nene que va con Heber” me dijo un poco asombrada, sabiendo que mis padres no eran blancos. “Sí, mentí, ellos lo saben”, respondí, ansioso por hacerme de la lista 47. Ema me entregó las listas que fueron a engrosar mi colección y me dijo: “vení más tarde que te doy un chorizo al pan”. Dos días después se anunció un acto de Fadol que se iba a realizar en vereda de la parrillada. Yo me asusté un poco, porque me sentí en la obligación de decirles a mis padres que para tener las dos listas de Fadol tuve que decir que ellos lo iban a votar y por ello creía que tenían que concurrir a la reunión. Mis padres no fueron al acto, pero yo sí, obviamente que de pasada a mi cita casi diaria en el club Oriental.
Me acuerdo de un hombre alto, al menos así lo veía yo con mis diez años, todo vestido de blanco, que se había subido a un cajón y desde allí les pedía a los pocos presentes, más bien curiosos, que se arrimaran. Fadol fue mi primera aproximación a un político.
Los fines de semana, en la tarde, siempre habían partidos. El Oriental jugaba como locatario en su canchita ubicada por la zona del desaparecido Cilindro municipal, al costado del «Parque Omar y Aldo Borrás», un predio cercado con altos muros donde se levantaba una especie de palacete con una plaza de deportes y que era la casa del que fuera DT de la selección uruguaya, Omar Borrás.
Los chiquilines del barrio no faltábamos a la cita futbolera de los fines de semana, allí estábamos todos juntos los que jugaban, recuerdo, la memoria puede ser frágil y entreverar los años, a Alberto Bica, Santiago Llentilin, los hermanos Villazán, Rudy Klapenbach, y mi amigo, casi un hermano, Daniel Allende. Afuera, alentando, los que no llegamos a ser jugadores.
Yo no alcancé ni siquiera a jugar un minuto con la azul del Oriental. En uno de los llamados para integrarse a las filas del cuadro me presenté y allí en la cancha, de pantalón corto, soñé por unos instantes que iba a ser como Daniel, mi gran amigo. El frio del otoño ya empezaba a hacerse sentir y entré a jugar en un lugar no muy definido, de verdad no lo recuerdo, pero no es lo importante.
Estuve en el campo de juego apenas unos minutos, hasta que el que el DT, que no recuerdo quien era, me sacó. Me preguntó la edad y con una frase me bajó de mis pretensiones de ser jugador. “Mirá, vos no sos un cebolla -por la categoría que me tocaría jugar de acuerdo a la edad- vos sos un cebollón”, recuerdo que me dijo, palabras más, palabras menos. Esa frase me marcó, nunca la olvidé. Seguramente me dolió, me debe haber dado bronca, hasta debo haber llorado, pero hoy la recuerdo con humor y me la repetí y me la repito cuando emprendo otras actividades: ¿seré un cebolla o seré un cebollón? Una cosa quedó clara: para el fútbol fui un cebollón, por lo que traté de ser cebolla para otras actividades.
Hoy seguramente la corrección política no permitiría a un DT decirle a un niño “sos un cebollón”, pero entiendo que no lo hizo por falta de sicología ni por maldad, pero así era aquel mundo y para mí fue un aprendizaje. La cancha fue siempre un aprendizaje, ayer y hoy. En verdad yo era un cebollón al que solo le interesaba jugar para divertirse. Creo que eso es lo que queríamos hacer y más en un cuadrito de barrio; ni se nos pasaba por la cabeza ser profesionales y menos vivir del fútbol. A nuestros padres tampoco les parecía que el fútbol fuera una herramienta para el ascenso social. Solo queríamos jugar a la pelota.
Pero poco a poco la cosa fue cambiando, crecimos y el fútbol empezó a ser un negocio, también una fuente laboral y entonces los cebollas, los verdaderos, progresaron y algunos lograron vivir del fútbol. Muchos de ellos llegaron a ser estrellas, otros quedaron por el camino, arañaron la gloria muchas veces, pero no se les dio: Daniel Allende fue el caso.
En los años ´70, Daniel, confeso hincha de Peñarol, se probó en Huracán Buceo, llegó a ser titular creo que con el 8 en la espalda. Una tarde, en el Centenario la rompió, jugó un partidazo y le hizo un gol a Peñarol, cuya dirigencia le echó el ojo y pronto pasó a engrosar la plantilla aurinegra. Pero, como se dice en la jerga futbolera, comió banco, porque justo le tocó la época de aquel Peñarol imbatible, de verdaderas estrellas. Pasó luego a Danubio y las lesiones lo acosaron hasta que recaló en Rentistas. La noticia pasó desapercibida fue apenas un recuadrito en El Día. Lo llamativo fue el precio que el cuadro del Cerrito de la Victoria pagó por el pase: 500 costillas de carne. La carrera de Daniel llegó a su fin. El fútbol hoy maneja ingentes cantidades de dinero, muchas veces son cifras pornográficas. Son muchos los que no llegan, que se quedan como eternos cebollones y otros, como Daniel, terminaron asados en la parrilla como las 500 costillas que costó su pase.
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