Rascar donde no pica por Hoenir Sarthou
Las más de 400.000 firmas reunidas por la campaña “Vivir sin miedo” significan un mensaje importante de una parte considerable de la sociedad uruguaya.
Por un lado –fuerza es reconocerlo- constituyen un éxito político y personal del senador Jorge Larrañaga. El suyo fue el único sector partidario que impulsó la reforma de la Constitución en materia de seguridad, por lo que el resultado demuestra su sagacidad en la percepción de un reclamo público. Eso no implica que las firmas se conviertan automáticamente en votos para su sector, pero evidentemente ratificaron la vigencia de la más antigua de las candidaturas del Partido Nacional.
Sin embargo, cabe preguntarse hasta qué punto las firmas expresan un específico respaldo a las medidas concretas propuestas por la reforma (guardia nacional conformada por militares, condena perpetua revisable, allanamientos nocturnos, mayor rigor en el cumplimiento de las penas por delitos graves, etc.), y hasta qué punto son un mensaje a ciegas, una señal de que la población reclama cambio de políticas de seguridad, aunque eso no necesariamente signifique una meditada comprensión de las medidas propuestas y de sus efectos.
Lo que resulta evidente –por la cantidad de firmas y la rapidez con que se reunieron- es que el mensaje de los firmantes es también de profunda disconformidad con la forma en que se ha manejado la seguridad pública durante los últimos períodos de gobierno.
Otro sector de la población, ya sea por propio convencimiento o por adhesión al gobierno, rechaza la reforma constitucional y se propone seguir apostando a las políticas de seguridad aplicadas en los últimos años, aunque los índices de criminalidad no coincidan en absoluto con los resultados anunciados y esperados.
Lo cierto es que el País se encuentra ahora ante la perspectiva de una batalla argumental y publicitaria entre esos dos sectores de opinión, batalla que se mezclará inevitablemente con la electoral, lo que no es nada auspicioso para la saludable definición del tema.
Lo sorprendente es que los dos bandos tienen un acuerdo insospechado. Los dos centran el problema en el tratamiento del delito. Parecen dispuestos a discutir sobre el Ministerio del Interior, sobre la policía, sobre la vigilancia, sobre las normas penales, sobre las penas y su cumplimiento. Ninguno, en cambio, eleva la mirada lo suficiente como para analizar las causas del aumento del delito.
El sujeto omitido en ese debate que se avecina probablemente sean las políticas sociales y educativas que se han aplicado desde hace años. Concretamente, desde que la debacle económica y social del año 2002 puso fin a los gobiernos blancos y colorados para iniciar la etapa del Frente Amplio.
¿Qué relación hay entre las políticas sociales-educativas y la delincuencia?
Aunque parezca mentira, esa relación es puesta en duda tanto por tirios como por troyanos. Los opositores no quieren admitirla porque prefieren proponer ajustes represivos, tal vez porque son más fáciles de exponer y captan votos con mayor rapidez. Los oficialistas no la admiten porque hacerlo implicaría reconocer que las políticas sociales y educativas aplicadas en los últimos quince años han fracasado y que ese fracaso es, en buena medida, causa del aumento de los delitos.
Sin entrar en grandes argumentos teóricos: ¿Cuántos descuidistas, asaltantes y rapiñeros, cuántos de los presos que atestan las cárceles, tienen cursada secundaria completa?
La respuesta es obvia: ninguno o casi ninguno. Hay una relación inversamente proporcional entre el nivel educativo y la propensión a cometer la clase de delitos violentos de los que se queja la sociedad uruguaya. La delincuencia de cuello blanco es otra cosa. Pero no es contra esa delincuencia que se plantea el “Vivir sin miedo”.
Las políticas sociales de estos últimos quince años estuvieron y están marcadas por el asistencialismo. La transferencia de recursos económicos y materiales a los sectores sociales más desfavorecidos, sin acompañarlos con estrictas políticas de integración a un sistema educativo eficaz y al trabajo, ni exigir las responsabilidades de la patria potestad, han demostrado ser funcionales al desarrollo de una mentalidad culturalmente marginal, que, unida al desarrollo del narcotráfico y de las bandas que lo practican, han terminado por fragmentar gravemente a la sociedad uruguaya.
Eso es lo que uno y otro bando no quiere admitir ni discutir. Entonces, es muy probable que el debate que nos espera sea un intercambio de acusaciones, en el que los que para unos son “vagos y delincuentes” para otros serán “colibríes”.
¿Y la enseñanza obligatoria? ¿Y las políticas de inserción laboral? ¿Y las obligaciones de los padres?
Bien, gracias. Hablemos de otra cosa.
Desde hace años tengo la sensación de que el debate sobre seguridad se parece al caso del hombre sin brazos al que le picaba la nariz. Pedía que le rascaran, y sus amigos, distraídos, le rascaban las orejas. Unos la derecha; otros la izquierda. Hasta discutían sobre cuál oreja rascar. Mientras que la nariz seguía picando.
No es que la delincuencia no “pique”, ni que yo minimice la función represiva del Estado. Es que toda la policía del mundo es inútil si la sociedad se empeña en seguir fabricando delincuentes en serie.
Ojalá me equivoque, pero me temo que partidarios y detractores de la reforma discutirán sobre cómo actuar ante los delitos, mientras ante sus ojos crece y se multiplica la enorme fábrica de delincuencia futura que se llama deserción educativa, irresponsabilidad parental, y falta de capacitación e interés por lo laboral.
El hábitat ideal para la proliferación del narcotráfico y de los delitos violentos.
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