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Reflexiones cautelosas por Juan Martín Posadas

Reflexiones cautelosas por Juan Martín Posadas
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El asunto apareció en la pantalla de la opinión pública con cierta vacilación, como queriendo meterse de contrabando. Vino como disfrazado: conceder el beneficio de prisión domiciliaria a los presos mayores de 65 años. No dice a qué presos, pero todo el mundo sobreentiende que incluiría a los militares condenados por delitos cometidos en los cuarteles contra civiles bajo su custodia: son los presos que están en la cárcel de Domingo Arena. Entonces: hablar claro y no andarse por las ramas.

La propuesta levantó muchas reacciones y pocas reflexiones. Las reacciones obedecen al tipo y gravedad de los delitos que purgan dichos presos. Se trata de delitos que han sido colocados en una determinada categoría: delitos de lesa humanidad. Bajo esa categorización se han incorporado al relato que alimenta la conciencia ciudadana y la sensibilidad colectiva.

La propuesta o idea lanzada a la opinión pública estos días –que los viejos alojados en la cárcel de Domingo Arena pasen a terminar sus condenas en su casa- es una propuesta que rompe con la línea del criterio instalado y legitimado en la conciencia nacional. Resulta contradictoria con el impulso que fue promovido y tuvo eco y aceptación en la sociedad de no dejar impunes esos atropellos y considerar que era una obligación pendiente encontrar y perseguir hasta el último (extremo que contiene una gran complicación que es no poder saber nunca cuándo se llegó al último o si habrá todavía uno más).

Pero, por fuera o en contradicción con esa línea conceptual aceptada y vigente en nuestro país, hubo desde muy temprano posiciones discrepantes. O sea, esto que se entrelaza con la propuesta de hoy ha tenido antecedentes. Mujica se refirió alguna vez a una justicia que más parecía venganza y la Dra. Azucena Berruti dijo directamente que no estaba de acuerdo con el encarcelamiento de viejos (palabras más palabras menos).

Podemos dispensar la cita de Mujica para cubrirnos del riesgo de que alguien arrime otra completamente en contrario (como te digo una cosa te digo la otra). Quedémonos con las palabras de Azucena Berruti; por más datos, abogada, secretaria de la Intendencia de Montevideo durante la primera administración frentista (Tabaré Vázquez intendente) y luego nombrada por el mismo Vázquez Ministra de Defensa. Cuando una persona con estos antecedentes y que, además, cuidó siempre sus palabras, se sale del trillo de lo generalmente aceptado y de lo políticamente correcto, merece atención. Por algo ahora todos nos hemos acordado de ella.

El terrible asunto de las violaciones a los derechos humanos durante el pasado militar fue, y es, un asunto complicado. Una cosa es lo que se puede afirmar tajantemente desde una cátedra de Derecho y otra cosa es lo que debe-puede llevar adelante el dirigente político que tiene que tomar decisiones. El relato sobre los sucesos del período militar que fue confeccionado y que se instaló en la sociedad como versión canónica y dominante, pasó a ser la realidad. En ese relato convertido en realidad los militares cargan con una sospecha genérica y los que están presos serían los pocos de los cuales se han conseguido pruebas o, por lo menos, testimonios. Si la discusión es qué hacer con ellos (y esa ha sido la discusión hasta ahora) solo cabe una respuesta: que cumplan el castigo. Y esto es coherente, es racional y es un camino respetable y fundado: el camino de la justicia.

En nuestro país podía haberse dado otro camino de solución, otra manera de ver las cosas, no centrándose en los militares sino fijándose en la sociedad, en el Uruguay. En otras palabras, atentos no a lo que merecían esos militares sino a lo que la sociedad quiere hacer, porque tiene opciones. Hubo posibilidades de opción en su momento, una vez elegido el camino ya no: son historia contrafáctica.

Situaciones parecidas a la del Uruguay de los años 65-85 del siglo pasado ha habido varias y variadas. Se conocen diferentes caminos de salida de una dictadura militar. El Uruguay eligió una, podía haber elegido otra. No se puede afirmar que la salida que tuvimos fuera la única posible. Fue la salida que imaginaron, procesaron y alcanzaron los dirigentes que tuvieron éxito, aquellos que lograron que las cosas rodaran como ellos querían. No hubo una capitulación militar, pero hubo una justicia (muy conversada: ley de caducidad refrendada en dos plebiscitos), hubo un acuerdo, un pacto entre el P. Colorado y el Frente Amplio con los mandos militares: el Club Naval.

En otros lugares del mundo hubo otro tipo de salidas: los dirigentes que lograron que las cosas rodaran como ellos imaginaban concretaron allí otro tipo de procesos. Por ejemplo, en Sudáfrica, Mandela imaginó, propuso y consiguió concretar una salida en base al perdón: al reconocimiento de la falta y la culpa como paso hacia la reconciliación. Después de veintisiete años (sí, 27) de confinamiento solitario Mandela tomó sobre sus hombros la tarea de la reconciliación nacional y la encaró no en base a justicia sino a perdón y reconciliación. Parecía imposible; algo así como si Sendic o Huidobro hubiesen salido del penal de Libertad a trabajar y comprometerse con la reconciliación nacional. Ni un poquito menos imposible. Y Mandela lo logró

Las diferentes opciones en la búsqueda de un camino de salida de regímenes opresores se marcan en la forma elegida para dejar atrás el pasado ignominioso, castigando lo que fue o construyendo lo que se quiere que advenga. Alguno dirá: tiene que ser las dos cosas, los dos caminos. Declaración demasiado fácil, simplificadora. Los que estuvieron en esos momentos tuvieron que elegir.

El Uruguay ya jugó ese partido: ya eligió. El camino recorrido no se puede desandar. Pero, como es un camino largo y todo indica que aún nos queda bastante trecho por recorrer, quizás en las leguas que nos faltan se pueda otra vez elegir: no elegir el camino, quizás elegir un final. Como habrá advertido el lector todo este escrito gira alrededor de esa ilusión. Elegir un final según el enfoque insinuado atrás; es decir, no pensando en qué hacemos con los militares presos sino qué hacemos con la sociedad, con esta sociedad, el Uruguay de hoy. ¿Qué le haría mayor bien hoy a la sociedad: dejar que los militares presos en Domingo Arena terminan allí sus días o conceder el arresto domiciliario?

La cualidad ejemplarizante del castigo no se la cree nadie; justificar que los militares cumplan la pena para que -ellos o sus colegas- aprendan y no lo intenten más no es un argumento serio. Es, sí, un argumento serio el que va por el camino de la justicia y de la consolidación moral de una sociedad que no tolera ese tipo de violación a los derechos humanos. Pero aún sobre ese terreno me vuelve a importunar la pregunta: a esta altura del camino ¿no será constructivo y sanador para el Uruguay un gesto de magnanimidad? Gesto que se haría no en atención a la situación de esos militares presos, ni siquiera a la edad que expresamente se invoca, sino en atención al Uruguay a los beneficios para el alma nacional de terminar este largo recorrido de salida con un gesto de magnanimidad.

Si yo me hubiera planteado esta pregunta cuarenta años atrás, cuando me quemaba la indignación por lo que en mi Patria estaba aconteciendo, tan ajeno a su historia y a su alma, habría respondido la pregunta con un no. Hoy es distinto. No es que yo, con 86 años (la edad de Azucena Berruti cuando habló) sea distinto de aquel –que lo soy- sino que el Uruguay está en otro momento de su trayectoria, en otro lugar de su historia y de su camino. Estoy pensando en el Uruguay.[1]

Una medida como la que se acaba de proponer respecto a la prisión domiciliaria de los mayores de 65 años no se debió proponer a la ligera, como se ha hecho. Las medidas de gobierno que tienen impacto social deben estar precedidas de una preparación adecuada: eso les dará el sustento que necesitan para ser útiles. Largar como se ha largado a la opinión pública este proyecto, sin diálogo, sin prolegómenos y hasta diría sin mostrar las cartas, es una burrada que desautoriza cualquier efecto saludable, sobretodo el que he tratado de desarrollar y sostener en estas líneas.

Más allá de la burrada aludida (que quizás condene irremisiblemente el proyecto) el Uruguay podría reflexionar con efectos saludables (y sanadores) sobre la posibilidad de, sin descalificar lo que ha hecho y el camino emprendido, pensar un cierre de su pasado traumático con una disposición de magnanimidad. Repito: no es pensando en los presos de Domingo Arena: es pensando en un Uruguay reconciliado. La magnanimidad es siempre unilateral.

 

[1] No quiero desviarme del tema pero agrego que en más de una ocasión he reflexionado sobre la magnanimidad que el Uruguay como tal ha tenido con los Tupamaros y si sobre eso se ha reflexionado adecuadamente. En 1985 yo estaba en el Senado y voté una amnistía que no discriminaba y cuya intención era abarcar a todo el mundo (hasta a quienes eventualmente no habían caído presos). La amnistía se dirigía a los presos, sí, pero se hacía por el Uruguay, en función del Uruguay, para dar pasos de reconciliación y abrir caminos para poder construir algo estable a partir de ese momento.

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