Res Pública por Hoenir Sarthou
¿Qué dirían si afirmo que algunos de los problemas muy concretos y actuales que soportamos, como la crisis del agua y la penosa situación de nuestra enseñanza, reflejan un muy antiguo debate entre dos concepciones de la política?
Durante más de trescientos años, la noción de “lo político” ha oscilado en Occidente entre dos tradiciones. Una es la tradición liberal. La otra es la republicana. Para ubicarnos, se suele atribuir a John Locke la paternidad de la tradición liberal y a Rousseau la de la republicana. Paternidades opinables, como suele ocurrir con la de todas las ideas polémicas.
¿Qué caracteriza a esas dos tradiciones?
Quizá lo esencial es la visión que cada una de ellas tiene de la relación entre el individuo y la sociedad en la que vive. Tema sobre el que han discutido y se han enfrentado al menos desde el Siglo XVIII.
Para la tradición liberal, el individuo es el centro. La sociedad sólo existe para satisfacer las necesidades y asegurar los derechos de los individuos. En cambio, la tradición republicana concibe al individuo siempre inscripto en un marco social, sin el cual no tiene ni podría tener existencia real.
Esas dos perspectivas abren concepciones muy distintas en infinidad de temas. Así, para la tradición liberal, la libertad consiste en que el individuo pueda actuar con la menor cantidad de limitaciones y de condicionamientos impuestos por la sociedad. Para el liberalismo clásico, lo social, y muy especialmente lo estatal, es una amenaza opresiva. Por eso el Estado debe ser reducido a su mínima expresión e interferir sólo lo indispensable en la vida personal y económica de las personas: para asegurar la paz y garantizar la propiedad. Por eso suele decirse que el liberalismo tiene una visión negativa de la libertad (“libertad como no intervención”).
La tradición republicana, en cambio, sobre todo en sus expresiones más comunitaristas, parte de una noción antropológica diferente. Asume que el “individuo libre” es una ficción, porque ningún ser humano es autosuficiente, ni capaz de preservar su vida y asegurar su sustento, al menos hasta entrada su segunda década de vida. Depende de lo social y es de lo social que recibe la visión del mundo y los saberes que le permitirán ser un miembro de la propia sociedad. Por lo tanto, la libertad republicana no pasa por independizarse de las exigencias sociales sino por poder intervenir como un miembro responsable en la definición de las reglas que garantizarán, y a la vez limitarán, sus libertades, derechos y obligaciones y los de todos los miembros de la sociedad.
Benjamín Constant, en 1819, desde una óptica decididamente liberal, expresó muy bien estas dos concepción, en su “Discurso sobre la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos”, en el que antepone la libertad individual y negativa de “los modernos” (o sea los liberales) a la libertad más política de “los antiguos” (expresión que, en su léxico, equivale a la “tradición republicana”), consistente en el derecho de intervenir en pie de igualdad en el debate público y en las decisiones sobre la guerra, la paz, los impuestos, la producción, etc..
Dando un importante salto histórico, cualquiera puede percibir que la actual concepción del individuo y del ciudadano, en la mayor parte de las sociedades occidentales, se ajusta mucho más al modelo liberal que al republicano.
¿Qué intervención real tiene un habitante promedio de cualquier sociedad moderna sobre las políticas que se aplican, los impuestos que paga, las guerras o conflictos internacionales en que interviene su país, en la enseñanza pública que se imparte, o en las deudas que contrae el Estado?
Casi ninguna. Salvo en los escasos países en que hay formas de democracia directa, al menos parcial (Suiza, Canadá, o Uruguay), lo usual es que el papel ciudadano se reduzca a votar a los parlamentarios y gobernantes que ejecutarán, y en teoría decidirán, las políticas aplicables.
La preponderancia liberal se vio además influida por dos fenómenos muy significativos. Uno es el surgimiento y auge, en la segunda mitad del Siglo XX, de la corriente económico-política neoliberal, que ya no le asigna al Estado un papel pasivo, sino que le exige colaborar activamente con –o trabajar para- los intereses privados económicamente más poderosos, usualmente transnacionales. El otro fenómeno es el discurso de “los derechos humanos”, que remachó la idea liberal de que los ciudadanos no tienen un papel decisor en la sociedad, sino que son meros acreedores de derechos que la sociedad, a través de sus autoridades, debe garantizarles. Imposible concebir una visión más liberal y menos republicana de la vida social.
El gran punto ciego de la concepción liberal –aquello que por definición no puede percibir- es que la sociedad no es un mero conglomerado de individuos con sus intereses particulares y sus derechos individuales. Hay áreas enormes de la vida social –lo que los antiguos romanos llamaban “res pública” (que significa “cosa pública”)- que son comunes a todos los integrantes de la sociedad sin pertenecer a ninguno de ellos en particular.
Voy a presentarles dos temas de esa clase, que, por tratarse de intereses colectivos y comunes (o “cosa pública”), no pueden ser tratados ni resueltos en términos de intereses privados ni de derechos individuales.
El primero de ellos es la gestión de recursos naturales comunes, como el agua. El segundo es el de la enseñanza.
Es muy lindo decir “el acceso al agua potable es un derecho humano”. Pero el agua no es sólo un derecho. Es también un bien común de fuerte valor vital y económico que debe ser administrado y cuidado mediante políticas que deben adoptarse con mucha anterioridad a que cualquier derecho concreto se vea afectado.
¿Por qué nadie –o, en rigor, muy poca gente- se consideró habilitada y obligada a intervenir durante las muchas décadas en que se ha dejado explotar, contaminar y entregar gratuitamente el agua a toda clase de intereses privados?
Simple: porque no tenemos desarrollado el “músculo republicano”, que nos llevaría a intervenir como ciudadanos en la gestión de un recurso común en que nos va la vida.
Sometidos a las doctrinas económico- sociales dominantes, creemos que, en tanto algo no afecte nuestros intereses privados ni nuestros derechos individuales, nada tenemos que decir ni que hacer. Grave error, que hoy nos lleva a recibir agua salada y a perder fortunas en agua regalada a intereses ajenos. Cuando nuestros intereses y derechos privados se ven afectados, ya es tarde. La recuperación del agua nos llevará tiempo y esfuerzos denodados, que nos habríamos ahorrado actuando como ciudadanos con actitud republicana.
El segundo ejemplo que quiero proponerles es el de la enseñanza.
También solemos decir que “la enseñanza es un derecho humano”. Pero, ¿qué significa eso? ¿Qué clase de enseñanza necesitan nuestros hijos? ¿Para qué tipo de mundo y de sociedad debemos y queremos formarlos?
La respuesta de la enorme mayoría de los uruguayos ante esas preguntas es un silencio mayúsculo. Peor aun, muchos dirán: “eso deben decirlo los expertos, los docentes”.
Pero, ¿quién es experto sobre qué clase de mundo espera a nuestros hijos y sobre en qué clase de sociedad queremos convertirnos?
La visión liberal, en que el individuo sólo se ocupa de sus intereses y derechos privados, quiere creer que todos los problemas comunes pueden remitirse a “los expertos”, los economistas, los docentes, los médicos, los políticos. La cosa es no involucrarme, dedicarme a mis asuntos privados y no tener que estudiar, ni que pensar, ni que decidir sobre los asuntos públicos.
Pero las cosas no funcionan así. En los temas realmente vitales, la decisión ciudadana no puede ser sustituida. Los expertos podrán asesorar, pero las decisiones son políticas, dependen de valores y de opciones de vida que ningún experto puede definir por nosotros.
En concreto, nos enfrentamos hoy a dos asuntos de extrema importancia. Por un lado, la gestión del agua. Por otro, aunque los medios no lo digan porque todavía no colapsó tan escandalosamente, la cuestión de la enseñanza, que está matrizando el tipo de sociedad que seremos.
Podemos asumir esos asuntos con visión liberal, confiándolos a políticos y a “expertos”. Es lo que hemos hecho hasta ahora. O podemos abordarlos con visión republicana, informándonos, analizando, y tomando decisiones con perspectiva de futuro.
El camino liberal ya lo hemos seguido. Y, al menos en el tema “agua”, estamos viendo a qué conduce.
El camino republicano, de intervención ciudadana, es pedregoso y escarpado. Pero está abierto todavía ante nosotros.
¿Lo seguiremos?
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