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Mientras tanto por Hoenir Sarthou

Mientras tanto por Hoenir Sarthou
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Disculpen que me aparte de los comentarios sobre si Fernando Vilar debió ser o no el vocero del mensaje presidencial respecto a los autoconvocados del campo. Me quedó colgado un tema de la semana pasada. La cajera de un supermercado asesinada, un guardia de seguridad gravemente herido, otros dos  muchachos muertos a tiros en Malvín Norte y una asonada con robos en Avenida Italia. ¿Recuerdan?

La semana pasada sostuve que esos hechos no son más que emergentes de una situación general alarmante.  Esos casos salieron en la televisión. Pero otros similares ocurren todos los días. Y a lo más grave no se le da la debida importancia: la prensa también difundió que varias familias han sido expulsadas de sus viviendas por bandas de narcotraficantes y que el Estado, en lugar de recuperar las viviendas y reintegrárselas a sus habitantes, ha resuelto realojarlos en otros barrios.

Esto último es gravísimo, porque marca el punto en que un Estado deja de ser un Estado. La vieja definición de Max Weber es clave (cito de memoria): “El Estado es el monopolio legítimo de la violencia dentro de cierto territorio”. En otras palabras, con Weber, cuando el Estado es sistemáticamente impotente para imponerse sobre otras violencias, deja de ser un Estado. Se convierte en un actor más dentro de un escenario de autoridades y violencias múltiples e imprevisibles. México es, probablemente, el mayor y más cercano ejemplo de un Estado fallido por ese motivo.

En Uruguay comenzamos a tener zonas en las que la voluntad del jefe de una banda de delincuentes es más poderosa que el Estado. La incapacidad de recuperar esas viviendas y de garantizar el retorno seguro de sus habitantes es una prueba clarísima. Impensable hasta hace poco tiempo, ¿no?

¿ENSEÑANZA O ESTADO FALLIDO?

La semana pasada sostuve también que ese proceso de deterioro del Estado y de proliferación de la violencia tiene como causa importante el fracaso de dos políticas públicas: la educativa y las llamadas “políticas sociales”. Casi setenta por ciento de deserción antes de completar el ciclo obligatorio de enseñanza prueba, sin duda,  el fracaso educativo. Y también el de las políticas asistencialistas adoptadas por el MIDES, que han demostrado ser cualquier cosa menos integradoras e inclusivas.

Esas políticas han sido funcionales al desarrollo de una fuerte marginalidad cultural, de la que provienen buena parte de los delitos violentos de los que nos quejamos.  Conclusión: si no se revierten los índices abrumadores de deserción educativa, la violencia y desintegración social aumentarán hasta ser incontrolables en muy poco tiempo.

Para los que dudan de la relación entre deserción educativa y delitos violentos, averigüen cuántos de los presos, mayores o menores de edad, terminaron el liceo o la vieja “UTU”. Averigüen incluso a qué año de primaria llegaron la mayoría de ellos.

La consecuencia es que la inserción educativa no puede ser considerada sólo como un derecho, un menú que la sociedad le ofrece al niño o al adolescente y que éste recibe o rechaza. La educación, hasta terminar el nivel secundario, es también una obligación,  legalmente impuesta, por otra parte.

Cuando el Estado se limita a aconsejar a los adultos (padres, madres, abuelos, familiares a cargo) que envíen a sus niños a clase, está faltando a su obligación. Cuando sólo corta las asignaciónes familiares a los inasistentes (y aun duda de ello) sin investigar más,  está faltando a su deber. Cuando suplica el cumplimiento de obligaciones que debería imponer, está fallando mal. Les está fallando a los niños, a los que condena a la ignorancia y (dado que para casi cualquier trabajo se exige secundaria completa) a vivir de actividades ilícitas o paupérrimas. Le está fallando a la sociedad, porque facilita un clima cultural proclive al delito. Y se está fallando a sí mismo, porque crea la base social necesaria para un Estado fallido.

Uno de los primeros deberes del Estado es asegurar que todos sus habitantes alcancen el nivel de instrucción obligatorio. Después podremos discutir si el modelo educativo y los programas son los adecuados. Pero, ¿de qué sirve esa discusión si el 70% de los chiquilines no va a clase?

“LAICA, GRATUITA Y OBLIGATORIA”

La reinserción educativa es un cometido que el Estado debería cumplir recurriendo al uso de toda su fuerza legítima. Los consejos de enseñanza, el MIDES, la policía, el Poder Judicial, las Intendencias y toda la parafernalia de organismos de asistencia social deberían actuar bajo la premisa de que la deserción educativa promovida o tolerada por los padres es un ilícito y que la agresión a los docentes es un delito grave. La tolerancia estatal ante esas situaciones, ya sea por supuesta piedad o por negligencia, es en realidad un acto gravísimo de irresponsabilidad. El Estado tiene instrumentos para actuar, el estimulo, claro, pero también la suspensión de las asignaciones, la limitación o pérdida de la patria potestad y el eventual procesamiento de los adultos responsables. Instrumentos que no usa.

La efectiva obligatoriedad de la enseñanza sería una de las pocas medidas en que todos los uruguayos podríamos concordar, quizá la única capaz de convertirse en política de Estado. Y es insospechado el grado de solidaridad, creatividad y optimismo que su aplicación podría despertar en la sociedad.

¿Por qué no se aplica, entonces?

DOS FORMAS DE PARÁLISIS

Hay  dos motivos, al menos. Una es el sistemático negacionismo de quienes se creen “progresistas”. Es un discurso hueco, que niega la realidad, minimiza la violencia, confunde la sensibilidad social con tolerancia o resignación ante la marginalidad cultural y el delito, apuesta ciegamente a políticas sociales fracasadas y termina culpando a las víctimas por sentir miedo.

El otro motivo es el “¿qué hacemos mientras tanto?”. La idea es que nuestra seguridad (la de los sectores sociales más o menos integrados) no puede esperar por los resultados de una política social que demandará años.  Para este punto de vista, la alternativa es más policía y penas más severas, cosas que,  aunque uno pueda pensar que no resultarán, tampoco son incompatibles con políticas de reinserción educativa.

Hace más de diez años que se viene advirtiendo sobre las políticas educativas y sociales. Y las respuestas son siempre las mismas: o “Todo bien con la enseñanza, pero no se puede presionar a sectores sociales que han perdido capacidad de respuesta”, o “Todo bien con la enseñanza, pero no podemos esperar a que eso de resultado”.

Así vamos. Unos esperan un milagro de políticas que ya fracasaron. Y otros apuestan a un “shock” represivo que no se produce (ni se producirá, porque la actitud de la policía es parte del problema). Además, en todo caso, sería ineficaz para contener a los miles de chiquilines que siguen criándose en la marginalidad. Si hace diez años hubiésemos tomado el camino largo, hoy no nos preguntaríamos “¿qué hacemos mientras tanto?”

Este estado de anomia educativa no es casual. El mundo está plagado de recetas sobre políticas educativas y nosotros las copiamos (“Divertir en lugar de enseñar”, “Aprender a aprender”, “Adecuarse a la cultura de la imagen”, “Incorporar las TICS (tecnologías de información y comunicación)). Entre tanto, la enseñanza privada se convierte cada vez más en una mercancía cara, y la pública vegeta y se muestra incapaz de retener a dos tercios de sus destinatarios, los chiquilines pobres que más la necesitan.

PENSADORES URUGUAYOS

Hace muy poco se publicó un libro que recomiendo: “Pensadores Uruguayos”, del escritor y periodista Carlos Pacheco.

“Pensadores Uruguayos” no es un estudio académico. Es un acercamiento serio y ameno a varias personalidades que pensaron el  y en Uruguay. Carlos Vaz Ferreira, Alberto Methol Ferré, José Pedro Varela, Domingo Arena, José Luis Rebellato, José Enrique Rodó, Pedro Figari, Carlos Real de Azúa y Ramón Díaz son los protagonistas intelectuales que Pacheco nos recuerda y revisa.

Se podrá discutir el descarte de otros autores (la tarea de selección debió de ser terrible) pero sin duda la mayoría de los elegidos eran insoslayables.

Interesa destacar que al menos tres de ellos, Varela, Vaz Ferreira y Figari (lo de Rodó no fue institucional) dedicaron gran parte de sus esfuerzos no sólo a pensar teóricamente la educación sino a materializar sus ideas. La Escuela Pública y la Facultad de Humanidades fueron en buena medida, respectivamente, el resultado de los esfuerzos de Varela y de Vaz Ferreira. En tanto nuestra enseñanza técnico profesional y nuestra enseñanza secundaria son quizá testimonio de la frustración de un proyecto de Figari que el sistema político de su época se negó a apoyar. Lo más interesante es que, en los tres casos, las ideas sobre educación toman expresamente en cuenta los efectos de la educación sobre el modelo de sociedad.

El libro nos permite reencontrarnos con pensadores que sorprenden hoy por la profundidad y vigencia de sus ideas. Pero sobre todo nos pone en contacto con otra época del Uruguay. Una época en que el Uruguay se pensaba  a sí mismo. No desconociendo lo que se hacía en el mundo, sino creando, en el acierto o en el error, de acuerdo a nuestras realidades y necesidades.

No es casualidad que tantos de esos pensadores brillantes se hayan dedicado a pensar y a diseñar la educación. Es que allí comienza  -o se malogra- casi todo.

 

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