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TAPABOCAS Por Hoenir Sarthou

TAPABOCAS  Por Hoenir Sarthou
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Vengo de hacer una incursión por una sucursal céntrica del Banco República. Una experiencia casi surrealista.

En la puerta, dos policías con tapabocas advertían a quien llegara que no se podía entrar. Debían gritar para sobreponerse al ruido de un helicóptero que, para recordarnos que estamos en cuarentena,  supongo, sobrevolaba a baja altura. Una fila de unas veinte personas, la mayoría con las bocas tapadas, esperaban ingresar al banco o que se les informara algo. Cada tanto, salía un funcionario, de camisa, corbata y tapaboca, y repartía algunos números.  Al obtener número, se podía entrar.

Adentro, en el mostrador de informes, dos funcionarias, con las bocas cubiertas, evacuaban consultas de los muy pocos clientes. Al fondo del inmenso salón casi vacío, la larga hilera de cajas de las que sólo una estaba habilitada. La cajera, sola detrás del grueso cristal de la mampara, también tenía tapabocas. Mi trámite era simple y fui amable y eficazmente atendido.

¿Cómo llegamos a vivir en este clima de película de ciencia ficción?

Disculpen que insista tanto en la cuestión de los tapabocas. No tengo la intención de discutir sobre su utilidad o inutilidad y no confunda nadie lo que voy a decir con una campaña contra su uso. Cada quien es libre de sentirse seguro como quiera.

Lo que quiero decir es que el tapabocas es el mejor símbolo del enorme cambio producido en las relaciones humanas desde que se declaró la epidemia. No hablo ya del encierro, ni de la pérdida de trabajos, ni de la supresión de las relaciones sociales, reuniones familiares, visitas, cumpleaños y el clásico encuentro con amigos en algún boliche, para compartir un café, una cerveza o unas pizzas. Hablo de algo incluso más profundo y desagradable.

Hablo del miedo a la simple cercanía de otra persona. De la distancia física, la supresión del beso, del abrazo y hasta del apretón de manos. Del paso atrás y la torsión del cuerpo para alejar la cabeza si se produce un encuentro con algún conocido. Ni pensar en conversaciones casuales con desconocidos. Cada uno encerrado en su miedo y su tapabocas, transitando la ciudad como autómatas apurados por llegar a lugar seguro.

Para colmo, ni siquiera hay indicios de hasta cuándo se prolongarán el miedo y el aislamiento. Se habla de dieciocho meses. Nada impide pensar que se reanuden poco a poco las actividades laborales, pero cuesta imaginar que la vida social vuelva a existir mientras se tema el contagio por el aliento o la cercanía de los otros.

¿Qué huella dejará esto en nuestras psiquis, en nuestras formas de relación, en los niños, que repentinamente son encerrados y enseñados a temer el contacto con otros niños, con sus propios abuelos, tíos, amigos y vecinos?

Ahora, mientras escribo, en el Centro de Montevideo, el helicóptero sobrevuela ruidoso e incansable. ¿Cuál es su función? Hasta hace unos días, llevaba un altoparlante por el que se instaba a no salir a la calle. Ahora no emite otro ruido que el del motor. Supongo que su función es recordarnos que estamos vigilados. Y la cumple.

Pero la vigilancia no depende sólo del helicóptero o los policías. Se introyecta en la gente. Ya supe de tres casos de personas que, por su trabajo, reciben avisos de sus vecinos exigiéndoles dejar el edificio en el que viven.  El primer caso fue el de un médico, el segundo, el de una enfermera, y el tercero el de una empleada de supermercado.  “Quedate-en-casa y nos-cuidamos-entre-todos”, se convierte rápidamente en “eliminemos a todo el que nos cause miedo”.

Es así. El miedo envilece y saca lo peor de las personas. Y, lamentablemente, las políticas de prevención del coronavirus han estado desde el principio asentadas en el miedo. No en la prudencia razonable, ni en la solidaridad colectiva, sino en el miedo y en el encierro individual, o a lo sumo del círculo más íntimo.

Desde el primer momento se fingió ignorar que el encierro domiciliario es una medida imposible para muchos sectores de la sociedad. Imposible para quienes viven al día y de su trabajo, porque, si no trabajan, no comen. Imposible para quienes deben producir los alimentos que consumen los encerrados, trasladar esos alimentos a las ciudades, distribuirlos a los comercios, y suministrarlos a los clientes. Imposible para el personal de la salud, para los policías, para quienes nos aseguran el agua, la luz y el transporte. Imposible también para quienes carecen de una vivienda espaciosa, aireada y luminosa, para quienes deben vivir amontonados en ranchos o apartamentos interiores.

Claro que hay gente que hace gala de solidaridad, y cumple sus tareas e incluso organiza formas de dar alimento a quienes no lo tienen. Pero está también la siempre insatisfecha y temerosa clase media acomodada, que reclama cuarentena obligatoria y represión, sin tomar en cuenta que, si esa regla y ese derecho al miedo se aplicaran todos, ellos mismos morirían de hambre.  No hay que sorprenderse mucho. El miedo de las clases medias es la atmósfera natural de los regímenes autoritarios.

Hay muchas cosas poco claras respecto a esta epidemia. Su origen, su real gravedad, las cifras de muertos con que nos bombardean los medios (cada vez son más los indicios de que se cuentan como muertes por coronavirus a muertes que tienen otras causas o concausas), pero sobre todo es poco claro el uso del miedo como estrategia sanitaria. Porque el miedo colapsa servicios médicos, paraliza sociedades, genera desconfianzas, actos de odio, y destruye la solidaridad social.

Hay otras cosas que, objetivamente, llaman la atención: el poder que ha adquirido la OMS; las enormes transferencias de dinero a la industria farmacéutica para la busca de vacunas; la forma en que los Estados se están endeudando con los organismos internacionales de crédito y con el sistema financiero; la paralización que el encierro ha determinado para las luchas sociales; la conversión de la política en mera administración de la crisis sanitaria y la facilidad con que han podido imponerse recortes enormes a las libertades y a los derechos.

Disculpen que hoy no intente sacar más conclusiones. Esta nota surgió ante todo como reacción espontánea ante algo, antes tan simple, como una visita a un banco. Disculpen si la visión del edifico y de la calle, habitados por pálidos fantasmas con tapabocas, me pareció por un momento la sinopsis de un mundo en el que no me gustaría vivir.

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