Un agujero de oro negro
Allá por mediados de la década de 1950 el cura Améndola, de sotana arremangada –sin intención aviesa alguna, por lo menos que se haya sabido- y zapatillas, recorría caminos terrosos y pastizales. Se lo vio mucho por Lavalleja y Cerro Largo. Otra característica lo hacía rarito –incluso hubo viejas curanderas que huyeron de sus taperas, donde curaban el asma haciendo escupir al enfermo en la boca de un sapo, porque decían que era un exorcista violador-: llevaba el rosario colgado al cuello y caminaba despacito con una rama de árbol entre las manos.
Buscaba petróleo ese pobre hombre.
Tanto caminó, tantos reportajes le hicieron, tanto rompió las pelotas, que logró armar, en el ámbito privado, la Comisión Nacional del Petróleo, a la que entregó decenas de carpetas con planos rudimentarios y anotaciones manuscritas: eran sus descubrimientos.
Los integrantes de la Comisión hicieron, por las dudas, excursiones en viejas carretas tiradas por buenos percherones por las zonas indicadas. Fueron unos paseos preciosos, al cabo de las que florecieron amistades entre yuyales y ocurrieron varios divorcios al regreso.
Un buen día le pasaron todo a Ancap, quien contrató a unos franceses para investigar. (Antes hay que decir que el cura nunca hizo un agujero –lo que se le agradece- y en cambio lo agujerearon a él de un balazo y le robaron los papeles que conservaba, en una zona rural de San Juan, en Argentina, adonde había ido a visitar a una prima; nunca se supo quien agujereó a Améndola, pero yo conocí a la prima y, lo que es peor, al marido, y mire, lector, me hicieron cagar de tal manera que hasta hoy mantengo voto de silencio).
Pero, bueno, volvamos a la historia del petróleo. Los franceses hicieron el informe, lo entregaron y Ancap quedó con un armario lleno de papeles. Yo no sé qué decían ¡pero vaya ahora a buscarlos!
Porque recuerdo que cuando el hoy intendente Martínez era presidente de Ancap, le hice un reportaje y le recordé todo esto. Me miró sonriendo ladeado, a la Gardel, como si estuviera viendo a un gil (a lo mejor sí, estaba viendo a un gil) y me dijo que nunca había sabido de semejante novelón ni carpetas, que en tierra no había posibilidades de hallar crudo que pudiese refinarse aquí y que si había que buscar era en el mar. ¡Qué petiso compadre y, sí, poco refinado! Me hablaba y mascaba chicle… Es decir, entonces pensé que era chicle; ahora, observándolo moverse en el sarcófago de ladrillos rojos de 18 y Ejido, me entran dudas.
Sin embargo, todo vuelve. A los pocos años, otra empresa, que también tenía capitales franceses armó, durante algo más que lo que dura una rueda de mate enorme quilombo en el Atlántico: al final, se largó y quedamos con el orto depilado.
Ahora bien: no hay caso. El espíritu del cura Améndola sigue sobrevolando. Ancap -¡y no está Sendic, que te firmaba todo!- acordó unas perforaciones en una zona rural de Paysandú, fronteriza con Tacuarembó, con la Compañía Schuepbach (nombre ideal para una cerveza de cuarta), cuyo accionista principal es Petrel (y decir “Petrel” me suena a bragueta, por lo menos).
¡Para qué! Todos los gauchos de la zona, con epicentro en Tambores, montaron en dudas y después en cólera –buen caballo éste, banca hasta al Guapo al lomo-: los de la fábrica de cerveza y los bragueteros, ¡perdón!, la compañía perforadora y los financistas hicieron una “audiencia pública” para explicar qué iban a hacer, dar garantías de que no contaminarían nada y de información a la gente. Ancap hizo lo que suele hacer Salgado, tirarla afuera.
El gauchaje quedó ardiendo: ¿aparecieron los planos del cura? ¿La cosa no era en Cerro Largo o Lavalleja sino en tierras sanduceras? ¿Martita Jara, ajena a esto, como a casi todo, tuvo una revelación? ¿Entre los tipos de Schuepbach habrá familiares del marido de la prima de Améndola?
No sé.
Aunque merezco –usted también, lector- respuesta a una pregunta: ¿Qué es esta urticaria delirante de hacer agujeros por todos lados?
Si a este país se le conoce por los que ya tiene y no sabe cómo tapar.
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