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Un silencio corregible por Hoenir Sarthou

Un silencio corregible por Hoenir Sarthou
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«No se incluirá ni en los presupuestos ni en las leyes de Rendición de Cuentas, disposiciones cuya vigencia exceda la del mandato de Gobierno…» (artículo 216 de la Constitución de la República)
Está claro, ¿no? Los gobernantes no tienen autoridad para comprometer al país con gastos u obligaciones que se extiendan más allá de su período de gobierno.
¿Por qué no la tienen?
Sencillísimo: porque si un presidente, electo por cinco años, tuviera autoridad para comprometer los recursos del país por cincuenta o sesenta años, lo que tendríamos no sería un presidente sino una especie de emperador absoluto, que podría atar el destino y las posibilidades del país incluso más allá de su propia vida.
¿Pueden concebir algo menos democrático que eso?
Pero nuestros constituyentes incurrieron en un olvido. Se olvidaron de decirles a los gobernantes que lo que no pueden hacer por leyes presupuestales ni por rendiciones de cuentas tampoco pueden hacerlo por vía de contratos con empresas privadas.
Y ese olvido nos está saliendo carísimo. Estamos atados por medio siglo a UPM (salvo que la empresa quiera irse, cosa que puede hacer sin multa). Es un plazo que aún no empezó a correr, porque se computa a partir de que la planta empiece a producir. Y estamos atados por sesenta años a Katoen Natie, porque a los cincuenta años del nuevo contrato se suman los diez pendientes del contrato anterior.
¿Tienen claro lo que eso significa?
Sí, nuestros nietos seguirán oyendo dar órdenes y facturar en belga en el Puerto de Montevideo. Y seguirán regalándole el agua del Río Negro a UPM, comprándole la energía que le sobre, exonerándola de impuestos, reparándole la vía y las carreteras, soportando sus trenes y consultándola sobre los programas de estudio de nuestros bisnietos.
Lo que no podemos saber es si nuestros nietos y bisnietos seguirán vacunándose con la pócima de Pfizer, porque nadie sabe cuántas dosis se le compraron, ni a qué precio, ni en qué condiciones. No es un contrato secreto. Es un contrato “secretazo” (cruza de secreto con “decretazo”).
En el Parlamento europeo empiezan a verle las patas a esta gigantesca estafa que benefició sobre todo a Pfizer, con la complicidad de la OMS y de muchos gobiernos del mundo. El 19 de octubre, en una sesión de la Comisión Especial para analizar las posibles irregularidades en la compra de vacunas, Janine Small, una jerarca intermedia de Pfizer (el “número uno”, Albert Bourla, no quiso´ni aparecer) declaró muy suelta de cuerpo que no se había testeado la eficacia de las vacunas para la prevención del contagio. De “yapa”, se negó una vez más a decir cuánto había recibido Pfizer de la Unión Europea por venta de vacunas, compradas en cantidades tales que permitirían vacunar seis veces a la población europea. Obvio: plata y secreto son una mala combinación. ¿Y por casa? ¿Cuánto costaron esas vacunas inútiles y peligrosas? ¿Y a qué nos comprometimos al comprarlas?
A esos casos, hay que agregarles la concesión a una empresa inglesa de la exploración petrolera en nuestra plataforma marítima (80% para el concesionario y 20% para ANCAP), el proyecto Neptuno, con agua del Río de la Plata, el proyecto de producir hidrógeno verde en Tambores, con agua subterránea (empresa alemana), el posible puerto chino si se concreta el TLC, y las algo más que eventuales nuevas plantas de celulosa.
Lo más grave es que esos contratos los negocia y los firma el Poder Ejecutivo (el de turno) sin ningún control, ni del Parlamento, ni del Tribunal de Cuentas, ni del Poder Judicial, ni de nadie. Así se entregan, gratis o a precio de ganga, inversiones públicas, aguas superficiales y subterráneas, puertos y vías de transporte estratégicos, recursos energéticos, exoneraciones tributarias, estabilidad jurídica (o sea garantía de que leyes futuras no afectarán a las empresas) y sometimiento a tribunales extranjeros.
¿Quedará algo del país para ser gobernado democráticamente si continúan en pie los contratos vigentes y se concretan los nuevos?
Ojo, no se confundan. El silencio de la Constitución sobre los contratos del Estado no significa que el Poder Ejecutivo esté autorizado para firmarlos. De acuerdo al principio de especialidad, que caracteriza al derecho administrativo, los organismos públicos, a diferencia de las personas privadas, sólo pueden hacer aquello para lo que están expresamente autorizados constitucional o legalmente.
De modo que, en rigor, esos contratos son ilegítimos, porque se los firma abusando de un silencio constitucional que de ninguna manera debe tomarse como una autorización tácita.
Sin embargo, no estoy sosteniendo una postura irracional. Cuando se redactó nuestra Constitución, la idea de que el Estado contratara con empresas más poderosas que el mismo Estado no estaba en el horizonte. Por eso ese silencio. Pero la realidad económica nacional e internacional ha cambiado mucho, y afirmar hoy que el Estado no puede firmar contratos sería un absurdo.
La cuestión es si el Poder Ejecutivo de turno puede firmarlos sin ningún límite ni control, sin que la ciudadanía ni ningún otro poder público deban enterarse y puedan intervenir. Porque así es como están firmando los contratos de inversión, desde hace años, los gobiernos de todos los partidos.
Regular la contratación del Estado, establecer qué puede y qué no puede firmar un presidente, es imprescindible. Como lo es establecer quién debe controlar lo que se firma y garantizar que los ciudadanos de a pie, vía referéndum, tengamos la posibilidad real de dejar sin efecto los contratos que violen las reglas. Es tan obvio, que hasta parece innecesario decirlo. Pero es necesario. De lo contrario, nos quedaremos sin país.
Como muchos lectores saben, estoy aludiendo a una iniciativa de reforma constitucional en curso (se están recibiendo firmas para someterla a plebiscito en 2024). Tiene por objetivo regular los contratos del Estado para evitar que comprometan nuestra soberanía y nuestros recursos más valiosos. Además, declara nulos los contratos irregulares ya firmados, lo que implica que las empresas y el gobierno que asuma en 2025 deberán renegociarlos y ajustarlos a las normas constitucionales, si quieren que sigan en pie.
Se llama “reforma constitucional Uruguay Soberano” y es una iniciativa ciudadana, nacida de abajo, sin ningún compromiso partidario. Apoyarla o ignorarla es algo que cada uno de nosotros puede –y quizá debe- analizar y decidir en la libertad de su conciencia.

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