De forma repetida somos sacudidos por noticias que perduran en nuestro ánimo de manera indescriptible. En algunos casos por fenómenos naturales que golpean, de la peor manera, a las poblaciones más pobres; en otros se trata de acciones del hombre, como la desaparición de innumerables especies animales o la devastación de una floresta por el celo de las sierras que se empuñan para satisfacer apetencias empresariales.
Sin embargo, hay otro tipo de noticias que nos impactan, las conocemos, las sufrimos y nos privan de mayores conocimientos sobre el devenir del hombre y de su paso por la historia. Si ya era decepcionante que nuestros maestros nos enteraran de que se había perdido la ptolomeica Biblioteca de Alejandría en un ataque de tropas romanas, la adultez y los últimos años nos depararon muchos más sinsabores, de los cuales sólo referiremos algunos: en 2001, la destrucción por parte de los talibanes de los Budas de Bamiyán, en Afganistán, gigantes tallados en piedra en una ladera; el saqueo de más de 50 mil piezas por militares estadunidenses y británicos del Museo de Bagdad entre el 8 y el 12 de abril de 2003, y la cercana destrucción de la herencia romana del teatro de Palmira, en Siria, por el Estado Islámico apoyado por Estados Unidos, Arabia Saudita e Israel. Antes, en 2015, en Aleppo -por efecto de la guerra contra Bashar al Assad y el Partido Baaz, quedó semiderruida la armenia Catedral de los Cuarenta Mártires, obra barroca del siglo XV.
Aunque en una dimensión más regional, tenemos en la historia dos incendios que nos marcaron culturalmente: el de la Bienal de São Paulo -donde se quemaron obras de Joaquín Torres García- y el Memorial de América Latina de Oscar Niemayer.
Los antecedentes mencionados nos llevan a resentir profundamente (tanto a católicos como a gente de otras confesiones o de ninguna) lo acontecido en París en la iglesia normando-gótica de Notre Dame con la calamidad que supuso el 15 de abril pasado: su siniestro priva -aunque espero que no sea más que temporalmente- a la humanidad del acervo cultural que tuvieron innúmeras generaciones. Cada año reunía a 13 millones de visitantes de los cuales dos millones eran extranjeros. La catedral se había salvado del desastre cuando se desarmaron en 1944 los detonadores por el Ejército Popular Republicano español al mando de Amado Granell, los primeros en entrar a París para liberarla, antecediendo a la División Leclerc.
El que en este caso sea acerca de un recinto de la llamada Ciudad Luz -parte de la atracción parisina tanto como otros sitios emblemáticos (Torre Eiffel, el Arco de Triunfo y el cercano Castillo de Versalles)- que los más ricos entre los ricos del planeta derramen abundantes ayes de dolor por lo sucedido, no los hace menos corresponsables de parte de la red de complicidades en los desastres que mencionamos al principio de esta nota.
Pese a que, como en otros casos, las dudas sobre las responsabilidades por lo que ocurrió se arrojen, subrepticiamente, a la pasada, sobre aquellos que estaban reparando los techos: policía científica de investigaciones y otros expertos empezaron a examinar la catedral y fundamentaron sus primeras opiniones sobre siete colillas de cigarrillos de los obreros y les adjudicaron el que “pudieron jugar un papel”. Quienes conocieron la construcción sostienen que “Notre Dame no se quemó por una colilla de cigarrillo. Simplemente no es posible e indican que el fuego comenzó dentro del recinto, mientras los trabajadores arreglaban el viejo tejado.
En tanto, cuando aún no se apagaban las últimas llamas y antes de toda pericia, el presidente Emmanuel Macron, cual si se tratara de obras para la posteridad (como el aeropuerto De Gaulle o el Centro Pompidou) aseguró que la reconstrucción se hará en cinco años: los arquitectos calculan de 10 a 15 años. El siniestro de Notre Dame dio lugar a que el gobierno lanzara un juego de lotería de frotar y jugar para recaudar dinero a efectos de la reconstrucción, pero las apuestas de azar que gente caritativa compra no cumple con la finalidad quinquenal, por lo que al día siguiente del incendio se inició una gran colecta. Con aportes de empresas y supermillonarios del país, en 48 horas se reunieron más de 956 millones de dólares, unas 5 y media veces más que lo asignado -previo a lo acontecido- por el Estado para la conservación. Aportaron empresas y capitostes como Bernad Arnault (Luis Vuitton y Moët Hennessy); L’Oréal; el grupo de empresas Kering y sus marcas Gucci, Balaceaga e Ives Saint Laurent; la petrolera Total, entre otros. Sin duda, su “patriotismo” lo acompañó la publicidad y las exenciones fiscales por donaciones, hasta con una reducción de impuestos del 60 % para empresas y del 66 % para particulares.
Acerca del efecto negativo que estos donativos tuvieron en el “movimiento de los chalecos amarillos” hay que decir que en un sector mayoritario de los manifestantes existe consternación por el siniestro, aunque, asimismo, a todos sobresalta la cuantía de los aportes realizados por empresas y patrones cuando muchas de sus reivindicaciones siguen sin una contestación acorde con la realidad y hay familias pasando necesidades para sobrevivir con lo que reciben de esos donantes.
Por si algo faltase, el deán de Notre Dame, Patrick Chauvet, entiende que hay “muchos signos de milagros” en lo que se ha conseguido salvar de la estructura y de las obras de la catedral de París.
Con el tema de esta filantropía subvencionada por el Estado, el conjunto de “hackers” y activistas de Anonymus lanzó un mensaje que, en alguno de sus puntos señala: «La pérdida parcial de un edificio histórico ha reunido más donaciones que cualquier desastre natural o crisis de pobreza en los últimos años. Esta caridad selectiva abrió los ojos del mundo a las prioridades equivocadas de la clase dominante».
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