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¿Una muerte digna? por Miguel Pastorino

¿Una muerte digna?  por Miguel Pastorino
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En estos días se ha retomado en la discusión pública la cuestión de la eutanasia. Luego de dos años de haberse presentado un proyecto de ley que busca despenalizarla, se siguen repitiendo en la opinión pública, en programas de radio y televisión y en las redes sociales, los mismos mitos y confusiones conceptuales que llevan a conclusiones simplistas, erróneas y a una grave deformación de la realidad por la falta de rigor conceptual y por la ausencia de confrontación con quienes más saben del tema: los especialistas en Cuidados Paliativos y los estudiosos de la bioética. En Bioética hay diversas posturas filosóficas al respecto de los límites de la autonomía del paciente para pedir la muerte y de la acción del personal de salud en acceder a estas solicitudes. Pero, antes de discutir posturas filosóficas, es preciso conocer de primera mano lo que los especialistas en el tratamiento del dolor y el acompañamiento en el buen morir tienen para decir.

En sociedades complejas, donde hay una sobreabundancia de información que suele derivar en un caos de desinformación, se requiere de un duro trabajo de discernimiento prudente e investigación rigurosa que tome en cuenta las evidencias que aportan las ciencias para pensar responsablemente las decisiones que afectan a todos, y no tomar datos aislados para confirmar la propia postura ante el dilema ético que se nos presenta. Lamentablemente, tengo que reconocer que también se dicen cosas que no son verdad, lo cual es más grave.

Tenemos derecho a una vida digna

Se sigue escuchando en los medios de comunicación a personas formadas reclamando en una ley de eutanasia derechos que ya están garantizados en nuestra legislación vigente. Es obvio que las personas tenemos derecho a decidir si queremos que nos dejen morir en paz o que intenten prolongarnos la vida. Esas difíciles decisiones corresponden a la persona en cuestión, aunque involucren a la familia y al personal de salud que le trata y acompaña (Ley 18.473, de voluntades anticipadas). Por otra parte, en la Ley 18.335, de derechos de los pacientes, en el Art. 17, literal D, se lee:

Morir con dignidad, entendiendo dentro de este concepto el derecho a morir en forma natural, en paz, sin dolor, evitando en todos los casos anticipar la muerte por cualquier medio utilizado con ese fin (eutanasia) o prolongar artificialmente la vida del paciente cuando no existan razonables expectativas de mejoría (futilidad terapéutica)”.

Es decir, tenemos derecho a morir sin dolor, en paz, acompañados y cuidados, evitando los dos extremos (contrarios a la deontología médica): prolongar la vida de modo innecesario o provocar la muerte (eutanasia). No es muy correcto hablar de “muerte digna”, sino de una vida digna, porque la dignidad es de la persona, y en consecuencia debe morir humanamente, acorde a su dignidad que le es propia. Morir con dignidad, es morir como personas, con un valor que no cambia por la situación que se viva.

De hecho, si todos tenemos acceso a buenos cuidados que nos alivien y nos acompañen en momentos difíciles -en los que necesitamos que nos ayuden a encontrar un sentido y que se nos informe debidamente-, podemos decidir junto a los profesionales de la salud el camino a seguir: qué tratamientos iniciar, cuándo abandonar los mismos, y podemos prepararnos para la muerte de un modo humano que integre las diferentes dimensiones de la existencia, y no solo la biológica.

Muchos de los reclamos de eutanasia que se escuchan tienen su respuesta en la ya vigente ley de voluntades anticipadas y en un acceso universal a los Cuidados Paliativos. El problema es cuando esto no se cumple, cuando no todos tienen en los hechos una atención de calidad que les permita morir sin sufrimientos insoportables y sin el desgaste emocional que implica también para la familia. Pero la solución a la falta de cumplimiento de lo que es ya reconocido como derecho no es habilitar al médico a que pueda dar muerte a su paciente. Si el alivio y el cuidado son hoy un privilegio en los hechos, la solución es hacer cumplir los derechos. Porque si en lugar de combatir el sufrimiento y ofrecer calidad de vida, buscamos la solución rápida (eliminar al que sufre para eliminar su sufrimiento), caeremos en graves injusticias con los más pobres y vulnerables de la sociedad.

Lo que se verá como ausencia de dolor y como una conquista de libertad individual, será en realidad un retroceso en humanidad y en protección de derechos fundamentales de los más necesitados (que accederían a la eutanasia por no contar con el cuidado y alivio que merecen).

Se dice mucho que este tema es una cuestión de decisión personal, pero se olvida que este argumento vale para defender la autonomía en lo que no involucre la violación de un derecho humano fundamental. Además, aquí hay un tercero que tiene que matar a otro que lo pide. Y el término es correcto, aunque a algunos no les guste, porque el rigor conceptual exige que no le pongamos dulce al lenguaje para que duela menos: es delito de homicidio y se lo quiere despenalizar. ¿O no es matar a una persona darle una inyección letal para que muera en minutos? ¿De qué estamos hablando? ¿Por qué es tan delicado el tema? Porque se trata de que alguien pueda matar a otro porque este lo solicita. Los derechos fundamentales no son renunciables, yo no puedo pedirle a otro que desconozca mis derechos porque yo libremente se lo pido. Nadie puede torturarme, explotarme, esclavizarme o matarme porque yo se lo pida libremente argumentando que es mi vida. La libertad tiene sus límites ante el bien común y ante la dignidad inviolable de todo ser humano. El valor de la vida humana no es subjetivo, porque de ese modo quien tiene baja autoestima y considera que su vida no vale demasiado, podría ser explotado o eliminado porque él lo acepta. No tenemos ese derecho y eso es lo que protege la deontología médica: no se puede hacer daño a alguien, aunque lo solicite, y menos eliminarlo, porque eso implicaría el desconocimiento de todos sus derechos que hoy lo protegen hasta de sí mismo.

¿Ha cambiado la ética médica?

No es cierto que cuando los médicos se han pronunciado en contra de la futilidad terapéutica, automáticamente están a favor de la eutanasia. Esa es una mala lectura de las encuestas y un desprolijo uso del concepto “eutanasia”. En 2014 todo el colectivo médico del Uruguay se dio a sí mismo su Código de Ética, que además es ley, y el cual condena la eutanasia (Ley 19.286, Art. 46): “La eutanasia activa entendida como la acción u omisión que acelera o causa la muerte de un paciente, es contraria a la ética de la profesión”.

Una cosa es la libertad individual para quitarse uno la propia vida. Pero la eutanasia va más allá: involucra a un tercero y pasa a ser el poder médico el que decide quién vive y quién muere. Por ello, la Asamblea Médica Mundial en el 2019 volvió a ratificar su condena a esta práctica, aunque haya unos pocos países en los que se practica con graves consecuencias sociales para los más vulnerables (en los que, como en Bélgica y Holanda, mueren a veces sin siquiera consentir).

Se ha dicho públicamente que la Asamblea Médica Mundial ha cambiado su postura sobre la eutanasia y esto es falso. Alcanza con entrar a la página oficial y ver el documento que es público en inglés y español, que dice:

“La AMM reitera su fuerte compromiso con los principios de la ética médica y con que se debe mantener el máximo respeto por la vida humana. Por lo tanto, la AMM se opone firmemente a la eutanasia y al suicidio con ayuda médica”.

Dicho documento de la 70º  Asamblea de Georgia del 2019, de la cual participó Uruguay, no da lugar a dudas.

Riesgo social y responsabilidad política

Incluso algunos paliativistas que están a favor de la eutanasia en situaciones extraordinarias, creen que es una aberración despenalizar la eutanasia sin antes tener un acceso de todos a los Cuidados Paliativos. Además, en caso de que llegara a ser legal, ¿quién la practicaría? ¿Cualquier médico sin especialidad? ¿se lo encargarán al personal de enfermería? ¿Cómo interpretaría el médico correctamente que un deseo de morir no es un episodio depresivo o simplemente una fuerte angustia existencial? ¿Cómo se mide lo que es un sufrimiento insoportable?

Lo que se cuestiona no es la moralidad del que quiere suicidarse o pide ayuda para morir: no tenemos derecho a juzgar eso. Acá lo que está en cuestión es lo que la sociedad hace con quien pide morir. Lo que se discute es si el Estado puede decirle a quien quiere suicidarse: “te vamos a ayudar”. Porque, si es así, si se tergiversa el concepto de derecho para convertir un atentado a los derechos humanos como un supuesto derecho, entonces somos una sociedad paradójica que por un lado tiene políticas de prevención del suicidio para algunos, tratándoles como si no fueran libres de tomar esa decisión, mientras que otros tendrían vidas que se considerarían “eutanasiables”, de supuesto menor valor, quienes tendrían el derecho a ser empujados a la muerte en lugar de recibir alivio y cuidados.

El verdadero problema: ¿qué hacemos con el sufrimiento?

Hay gente que sufre y mucho al final de su vida. Todos hemos vivido experiencias donde quisiéramos que el sufrimiento termine cuanto antes. Pero ¿cuál es la respuesta que damos al sufrimiento? ¿Qué es la verdadera empatía? ¿Qué implica la auténtica compasión? ¿Es decirle al otro, ‘yo te respeto y acepto que tu vida no vale nada’? ¿O es darle lo mejor de nosotros en el momento de mayor vulnerabilidad para que se pueda despedir sabiéndose amado, cuidado, aliviado y no descartado como una carga?

No podemos dejar de lado que culturalmente vivimos en una sociedad en la que la muerte es un tabú social del que se prefiere no hablar, y es más cómodo acabar rápido con el tema que acompañar a alguien a prepararse para morir y tener que hablar de ello. Esto exige una gran sensibilidad y profundidad de diálogo que no estamos tan acostumbrados a abrazar. También se huye del más mínimo sufrimiento, como si la vida digna fuera solo pasarla bien. Sin embargo, sabemos por experiencia que, aunque no haya que buscar el sufrimiento, muchas veces esos momentos de la vida son los que más nos han dejado en muestras de amor y aprendizaje sobre nuestra vulnerabilidad y dependencia, a la que tanto le tememos en las sociedades del éxito y la productividad. El miedo a la dependencia, a la discapacidad y a la vejez, ha hecho que en países donde la eutanasia es legal se pida por miedo a un futuro desconocido o por previsiones de posible sufrimiento. Bélgica es la muestra de esto: en 2002 comenzó con 24 eutanasias al año y ahora llega a 2500 por año, y se aceptan como motivos ya no solo enfermedades con poca expectativa de vida, sino también la depresión, discapacidades, duelos, demencia, o tener múltiples patologías no graves. Incluso ha aumentado el caso de personas “cansadas de vivir”. Esto no significa que los belgas y holandeses que fueron por este camino sean malas personas o tuvieran malas intenciones. Simplemente normalizaron culturalmente la desvalorización de la discapacidad, la vejez y la dependencia, y cayeron en la bien conocida pendiente resbaladiza. Las sociedades más individualistas y que rinden culto al éxito, la juventud y la autorrealización individualista, son las que más rápido han ido aceptando estas ideas y cambiando paulatina pero preocupantemente su cultura de afrontamiento a la muerte.

La eutanasia es un camino de graves injusticias sociales y de un progresivo desprecio por la vida de los menos productivos, que, despreciándose a sí mismos en esa situación, aceptan pasivamente que ese puede ser el mejor final: que los maten por miedo a sufrir.

Como bien expresa el documento sobre eutanasia del Comité Nacional de Bioética de España:

“La pandemia nos mostró que cuando los más débiles están en riesgo, la autonomía personal de hacer lo que uno quiere da paso a la solidaridad de cuidar a los más débiles. Una sociedad que pone el bien común por encima de intereses particulares, es una sociedad que progresa humanamente”.

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