Una noche que retorna Por Hoenir Sarthou
Al anochecer, sentados en el porche de la vieja casa playera de La Floresta (en el fondo había mucha gente y se estaba haciendo el asado), mi abuelo y mi padre conversaban de política. Yo tendría unos siete u ocho años y, como tantas veces, me arrimé para oírlos. Al principio, fingí jugar con una pelota, pero después me senté muy atento en el banco de cemento que había en un costado.
Como de costumbre, sus voces iban subiendo de tono. Eso ya no me impresionaba, más bien me atraía, aunque, siendo más chico, sobre todo cuando en fiestas familiares se encontraban con la rama herrerista de mi familia materna, mi madre terminaba haciéndolos callar a todos, alegando que me asustaban y me hacían llorar. Creo que en esos griteríos familiares aprendí que se podía estar en desacuerdo en casi todo y apreciarse igual.
Mi viejo y mi abuelo se adoraban, pero tenían caracteres fuertes y sentían la política desde el tuétano, por eso gritaban. Pero nunca los vi quedar enojados. Mi abuelo, cuando discutía con alguien a quien quería, tenía el don de desarmarte con un chiste en el momento menos esperado. Esa noche intercambiaban nombres que yo no conocía pero me fascinaban. Decían indistintamente “Chico Tazo” o Nardone, y “Luis” para referirse a Luis Batlle, por quien mi abuelo tenía gran afecto personal, del mismo modo en que después se dijo “Jorge” para referirse a Jorge Batlle, sin que nadie lo confundiera con otros “Jorges”, como Pacheco Areco o Larrañaga.
-¡Eso, justamente, es lo que quería Luis! -decía mi abuelo, anarquista devenido batllista fervoroso, nacido en Argentina, hijo de inmigrantes franceses, pintor, poeta, masón, constructor y finalmente funcionario del Banco Hipotecario.
Mi viejo, de genes batllistas modificados por cromosomas marxistas, sacudía la cabeza. Creo que su tesis era la total desconfianza hacia los partidos “tradicionales” de la época.
-No me jodas, Juan, -le contestaba. Y enumeraba una serie de lo que parecía ser una lista de traiciones y fracasos, ante los que su padre, treinta años mayor y más cascoteado, meneaba a su vez la cabeza.
-Eso es el factor humano de la política -decía- ¿Vos te creés que un partido hace mejor a la gente? Lo difícil es hacer. Criticar, critica cualquiera.
De pronto, de algún lugar de su memoria, a mi abuelo le saltó la veta anarca, y dijo la frase que me hizo inolvidable la noche:
-¿Sabés una cosa? El problema es el Estado. Sin Estado, todas estas mierdas no tendrían razón de ser.
Yo recién estaba aprendiendo lo que era el Estado. Por ejemplo, me habían explicado que mi escuela era pública, “laica, gratuita y obligatoria”. Nadie me había dicho todavía que se podía querer vivir sin Estado. Por eso no pude contenerme e intervine:
-¿Cómo sin Estado? -dije asombrado-. ¿Y quién va a hacer las escuelas?
Los dos me miraron entre sorprendidos y piadosos. Ante ese silencio, me sentí animado y seguí mi apología estatal. -¿Quién va a hacer las calles, y quién va a ser la policía?
Mi viejo puso gesto de perezosa responsabilidad, como de “es algo que tengo que explicarte, pero es complicado”. Mi abuelo me miró, sonrió con afecto y no dijo nada. Poco antes había escrito unos versos que decían: “Guardo en medio del tiempo/ un sueño aburrido de justicia/ que se muere entre dudas y razones”. Pero yo no conocía todavía esos versos y mucho menos podía entenderlos. En ese momento nos avisaron que el asado estaba pronto en el fondo y la dejamos por ahí. Años después, ya en el liceo, empecé a explorar el anarquismo; primero el teórico, con Stirner, Bakunin y Kropotkin; luego el práctico (son dos cosas muy diferentes).
¿Por qué recuerdo ahora esa remota noche de La Floresta?
Porque el tema del Estado está presente en buena parte de lo que discutimos -o deberíamos discutir.
Muchas generaciones de anarquistas y de liberales hicieron de la precaución o incluso del rechazo ante el Estado un principio. El Estado amenazaba o podía amenazar a la libertad y había que eliminarlo o limitarlo severamente.
Hoy vivimos una paradoja. Nunca fueron menos poderosos los Estados. Los vemos flaquear y someter su poder y sus recursos a empresas que se esconden tras una maraña de contratos, maniobras y jugarretas accionarias. Sin embargo, cada vez somos menos libres. La información que recibimos, los conocimientos que se nos imparten, los discursos que se nos endilgan, la internet y las redes sociales que compartimos, difunden un discurso único, diseñado para problematizar lo banal y esconder lo importante.
En ocasiones, como ocurrió durante la pandemia, los Estados muestran sus uñas autoritarias, pero son uñas impostadas. Las cabezas que gobiernan ese autoritarismo no están en el Estado. Ni siquiera están en el territorio del Estado. No son los gobiernos, ni los funcionarios. Reducidos al papel de gestores por cuenta ajena, gobernantes y funcionarios aplican los mandatos, contratos y protocolos que se les imponen desde afuera. De ello dependen los créditos y las carreras políticas.
No tengo grandes pretensiones con esta nota. Apenas la de ayudar a esclarecer una confusión habitual y la de poner sobre la mesa un asunto vital que debería ocuparnos.
La confusión es la que suele darse entre “Estado” y “gobierno”. Porque mucha gente abomina del Estado cuando lo que en realidad le molesta es la política que le imprimen los gobiernos y los funcionarios.
El Estado somos todos. Cada uno de nosotros tiene su parte de responsabilidad y de poder en él. Cuando aprobamos o reformamos la Constitución lo ejercemos. Cuando elegimos al gobierno, es decir al presidente y a los legisladores, lo ejercemos también.
¿Qué ejercemos ese poder democrático poco y a menudo mal?
Es cierto. Pero no es culpa del Estado si usamos mal o no sabemos usar los instrumentos que nos permiten gobernarlo. Es lo mismo que con un auto, o con un medio de comunicación. Si no nos gusta el destino del auto o el contenido del medio de comunicación, el problema no es el auto ni el medio. Nadie descartaría el concepto “vehículo” o “emisora de radio” porque no le guste cómo es conducido el vehículo o los contenidos de la emisora.
Diferenciar entre un instrumento y el uso que de él se hace es vital.
Ahora, el problema que quiero dejar planteado: los ciudadanos de a pie, ¿tenemos otra herramienta que no sea el Estado para ejercer algún tipo de control sobre nuestro territorio, nuestras leyes y nuestras vidas? Las empresas que se instalan en nuestro territorio, ¿nos consultan individualmente sobre el tipo de explotación que van a hacer y sobre sus efectos sobre nuestras vidas y nuestros recursos?
Si la respuesta a esas preguntas es “no”. Tenemos que seguir pensando y hablando sobre ésto. Porque nunca fue más imperioso que ejerzamos control ciudadano sobre lo que está pasando en nuestro territorio y en nuestras vidas.
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