Una reforma necesaria por Hoenir Sarthou
La Constitución vigente en el Uruguay es una buena constitución. Contempla un marco de garantías bastante razonable y una organización del Estado y del sistema institucional que nos han permitido manejarnos democráticamente durante muchos años. Si hiciera falta alguna prueba de lo que digo, podría señalar que las peores cosas de nuestra historia fueron posibles rompiendo el orden constitucional o transgrediendo disposiciones de la Constitución. Si la Constitución fuera mala, podría usársela fácilmente para el atropello y la confiscación de libertades. Sin embargo, los hechos indican que en el Uruguay es muy difícil hacer esas cosas sin entrar en abierta contradicción con la Constitución. Y eso, tal vez, es lo más importante que puede pedírsele a una constitución: que sea un mojón claro para indicar cuándo una conducta del poder transgrede derechos de las personas o altera el funcionamiento democrático de la sociedad.
Entre los méritos más importantes de nuestra Constitución está el de que su mismo texto es la materialización del espíritu democrático, ya que sólo puede cambiárselo mediante el voto popular. Eso no ocurre en todos los países. En algunos es un texto inamovible, dado de una vez con la pretensión de ser para siempre. En otros puede ser enmendada por vías distintas a la voluntad popular. Y en muchos otros puede ser modificada por vía de tratados internacionales, a los que se considera de igual o mayor jerarquía que los textos constitucionales.
Nada de eso ocurre en el Uruguay, donde toda reforma constitucional requiere la expresa aprobación de la ciudadanía mediante el voto secreto. No siempre valoramos como deberíamos esa característica de nuestro País.
¿Eso significa que nuestra Constitución es perfecta?
No, por cierto. Como no lo es ninguna obra humana. Seguramente le faltan unas cuantas cosas y le sobran otras. Pero también es cierto que a cada rato aparecen opiniones apresuradas que pretenden descartar garantías constitucionales sin tener demasiada noción de las razones por las que existen ni de los males que nos evitan. Algunas de esas opiniones me hacen acordar al cuento de aquel individuo que, sin saber nada de mecánica, abrió el capot de un auto y concluyó que, para hacerlo más rápido, había que eliminar el peso del motor y de la caja de cambios, y que mejor aun sería eliminar los frenos. Siento eso cuando veo a gente dispuesta a eliminar la inmunidad parlamentaria, o a limitar la libertad de expresión, en aras de “modernizar la vida política” y “adecuarla a las nuevas sensibilidades”.
Hoy me voy a concentrar en dos aspectos, dos posibles carencias, que sí considero ciertas e importantes, aunque por supuesto toda esta materia es opinable.
La primera tiene relación con los contratos del Estado.
Nuestra Constitución no contiene disposiciones que regulen expresamente las facultades del Estado para celebrar contratos con empresas privadas, ni siquiera con las extranjeras. Los artículos 85 (nral. 7) y 188 son los que más cercanos están a hacerlo. El primero prevé varias situaciones en que es necesaria la aprobación del Poder Legislativo, entre ellas “los tratados internacionales de paz, alianza y las convenciones y contratos de cualquier naturaleza que celebre el Estado con potencias extranjeras”. La expresión “potencias extranjeras”, por ejemplo, es ambigua, y podría llegar a sostenerse que comprende no sólo a otros Estados sino también a empresas, que hoy suelen ser más poderosas incluso que los Estados. Pero también es cierto que, en la época en que fue redactada la Constitución, la expresión “potencia” era equivalente a “Estado”.
Por su parte, el articulo 188, de aprobación más reciente, regula la asociación del Estado con privados y exige aprobación parlamentaria con mayorías especiales, pero tampoco se refiere expresamente a la celebración de contratos con empresas.
En suma, la Constitución no autoriza expresamente al Poder Ejecutivo ni a ningún órgano del Estado a celebrar contratos comerciales con empresas privadas.
Sin embargo, hay una realidad: ningún Estado funciona hoy en día sin celebrar contratos con empresas privadas. Hasta cuando compra en el mercado papel y lapiceras está contratando. Y hay leyes (no la Constitución) que regulan esas compras.
El problema se plantea cuando los contratos con empresas privadas, en particular extranjeras, alcanzan dimensiones y efectos jurídicos, económicos, terriotoriales, ambientales y sociales que dejan chiquitos a los tratados internacionales que se firmen con cualquier Estado.
Si, claramente estoy hablando de UPM2, pero también de otras barbaridades como fueron PLUNA, Aratirí, la regasificadora y ahora las concesiones que se están otorgando en el marco de la Ley de Riego.
¿Cuál es el limite de los gobiernos para endeudar a sus sociedades, para otorgar privilegios a empresas privadas, para conceder el uso o la explotación preferenciales de bienes y recursos públicos? ¿Pueden, por medio de un contrato, sin ni siquiera aprobación parlamentaria y sin control alguno, imponerle a la sociedad lo que no podrían imponerle por disposición presupuestal, ni por tratado internacional, ni por ningún otro medio? ¿Pueden contraer obligaciones que aten al País por décadas y lo sometan a tribunales extranjeros, y además exonerar a la empresa de cumplir la legislación futura?
Claramente nos encontramos ante un vacío jurídico, quizá imprevisible en la época en que se redactó la Constitución. Pero la vida moderna, globalización mediante, ha hecho que los gobiernos negocien y contraten con gigantescas empresas privadas, más poderosas que los mismos Estados. ¿Cómo pensar que eso pueda hacerse sin ningún control constitucional, ni parlamentario, ni popular?
En síntesis: es necesario regular constitucionalmente las facultades del Poder Ejecutivo y de los órganos del Estado para contratar con empresas privadas. Es necesario que esos contratos sean revisados y aprobados previamente por el Poder Legislativo y que esa aprobación esté sometida a la posibilidad de acciones de inconstitucionalidad y de un referéndum popular, como lo están todas las leyes.
Eso no significa, ni por asomo, que el actual contrato de UPM2 sea legítimo. No lo es. El Poder Ejecutivo no tiene facultades para contratar lo que contrató. No puede endeudar al País como lo hace en el “contrato”, ni conceder estabilidad jurídica o someternos a jurisdicción extranjera en las áreas en que lo hace, ni otorgar el uso preferencial del agua del Río Negro o de las vías del Ferrocarril Central, ni permitir ingerencias de la empresa en la educación. Pero todos esos disparates están amparados en que, al no haber aprobación legislativa del “contrato”, no podemos someterlo a un referéndum. A eso es a lo que hay que poner fin.
Sin perjuicio –y ésta es la segunda carencia- de que tambien habría que facilitar el recurso de referéndum. La exigencia de la firma del 25% del cuerpo electoral es excesiva. Si puede reformarse la Constitución por iniciativa del 10% del cuerpo electoral, ¿por qué no podría someterse a referendum una ley por la misma cantidad de voluntades?
No estoy fantaseando en un cálido día de diciembre. El proyecto de una reforma constitucional de esa clase está ya en camino. Y cabe decir que incluirá también la declaración de nulidad del “Contrato ROU UPM”, como caso paradigmatico del tipo de contrato ilegitimo que los gobiernos no deben celebrar ni continuar.
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