Urnas y dilema por Hoenir Sarthou
Voy a cerrar el año compartiendo una duda con ustedes.
El año que viene, apenas termine enero, la campaña electoral será una realidad omnipresente. Se hará difícil hablar de otra cosa y todo lo que se diga será leído en sentido partidario y electoral.
Ya se pueden adivinar los temas predominantes.
El oficialismo blandirá estadísticas exitosas hechas a medida, dirá que “antes los niños comían pasto”, y hablará de las domésticas, de los peones rurales y de los “nuevos derechos”.
La oposición blanca, colorada e independiente, por su parte, hablará de corrupción, de mala gestión, comparará a Uruguay con Venezuela, ofrecerá más seguridad y más transparencia, y propondrá “el cambio” (qué palabra gastada e inagotable).
De otras cosas no se hablará o se hablará muy poco. Pocos candidatos querrán recordar las decenas de miles de millones de dólares que debe el Uruguay. Serán menos, aun, los que agiten las pavorosas cifras que indican entre un 60 y un 70 por ciento de deserción estudiantil. Si se habla de violencia y de asesinatos, será sólo para pedir más policía y la renuncia del Ministro del Interior. Tampoco figura en la agenda de ninguno de los candidatos –estoy seguro- el costo brutal que tendrán las obras prometidas a UPM, los privilegios escandalosos que se le concedieron a la Empresa, el poder que tendrá en el Uruguay y la renuncia a la soberanía nacional que se ha pactado con ella. Como no se hablará del penoso estado de contaminación del agua, a consecuencia de un modelo agroindustrial depredador y de una absoluta falta de controles oficiales.
Esos temas –apuesto- no los tratará el oficialismo ni la oposición. Después de todo, unos y otros han dispuesto desde hace muchos años las políticas que trajeron esos resultados.
El ex fiscal Enrique Viana ha dicho alguna vez que, en los hechos, el Uruguay tiene un régimen de partido único. Porque todos los partidos con peso parlamentario están de acuerdo, en lo sustancial, en un mismo programa político. Que se resume en una máxima simple: “Todo debemos esperarlo de la inversión extranjera y nada de nosotros mismos”.
Es así que el Uruguay no tiene ningún proyecto propio. Todo se reduce a crear las condiciones que exija la inversión extranjera y en adoptar como propios los proyectos de los inversores.
Nuestros dirigentes políticos no están solos en esa actitud. Un celestial coro de organismos internacionales (Banco Mundial, FMI, BID, OEA, OCDE, etc.) los arrulla con cánticos dulces y préstamos en dólares. Préstamos para “reformar” y “modernizar” todo, las carreteras, las vías de ferrocarril, la justicia, la legislación, el sistema de enseñanza, acondicionando todo según las necesidades de los Reyes Magos… digo… de los inversores.
Así las cosas, a los inversores puede importarles un bledo que gane Cuquito o Danielito. Con cualquiera de ellos, o con cualquier otro que aparezca en esos términos, los negocios seguirán igual.
Sin embargo, algunos uruguayos están convencidos de que les va la vida en que gane uno de los dos y no el otro. “Sacar a la izquierda marxista y corrupta”, o “evitar que vuelva la derecha rancia y reaccionaria” se les antoja un dilema fundamental.
Pero, ¿qué pasa con los que percibimos que, detrás de las banderas y de los jingles, no hay nada esencialmente diferente? ¿Qué hacer si uno nota que, gane quien gane, todo dependerá de lo que quieran los inversores y de lo que recomienden los tecnócratas internacionales?
Qué hacer, me pregunto, si uno desea que la sociedad uruguaya tenga alguna clase de proyecto propio. Si uno aspira a que las inversiones, los planes y las leyes se decidan en función de los problemas del Uruguay, de acuerdo a nuestras necesidades y a nuestras posibilidades, pensando en la educación, el trabajo y el futuro de los uruguayos. No ignorando al mundo, pero evitando comprar recetas prefabricadas, vendidas por los inversores o por tecnócratas pagos por los inversores.
¿Qué votar en ese caso?
Confieso que no tengo una respuesta concluyente. No sé todavía qué votaré el año próximo. Y creo que no es mala cosa no saberlo.
Acaso sea más importante saber qué no votar. Y, en mi caso, lo tengo claro. No voy a votar a ningún candidato que finja que todo está bien, o que todo se arreglará cambiando de gobierno.
Tal vez sea bueno no tener decidido qué se votará. Porque los votantes cautivos, los que de antemano apoyarán a un lema, sea cual sea, son la garantía de la continuidad de lo existente.
Quizá lo que necesitamos es otra agenda temática de la sociedad uruguaya. Voces políticas que hablen de lo que verdaderamente importa. Eso de lo que, hasta ahora, los candidatos no piensan hablar.
Si una masa crítica de voluntades ciudadanas se toma su tiempo y demanda temas y proyectos diferentes, es posible que los discursos y las actitudes políticas sean otros.
Sé que es difícil, porque la publicidad, el tráfico de esperanzas a corto plazo y el rencor contra los adversarios históricos son poderosos. Logran que se vote a favor de alguien o contra alguien. Aunque nada vaya a cambiar.
No sé qué resultado dará. Pero no me voy a apurar. Voy a oír las voces durante la campaña, y, si nadie dice y hace lo que se debe decir y hacer, votaré en blanco o anulado.
No porque quiera hacerlo –en realidad no quiero- sino porque votar algo sólo porque parece “lo menos malo” es una forma de autoengaño.
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