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El Uruguay, su promesa y sus lastres Por Omar Paganini

El Uruguay, su promesa y sus lastres  Por Omar Paganini
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Vivimos en un país privilegiado. Clima templado, medio ambiente poco contaminado, playas preciosas, gente amable y población culturalmente homogénea, recursos naturales abundantes y fáciles de explotar, instituciones sólidas, libertad, larga tradición democrática y estabilidad política, vecinos poco agresivos, bajo interés geopolítico para las grandes potencias, en fin, un lugar pacífico donde se podría vivir muy bien.  Sin embargo, la vida en el Uruguay se torna día a día más complicada, los emprendimientos productivos fracasan, las gestiones son desgastantes, las instituciones retroceden, la política se envilece, la fragmentación social avanza, los sueños compartidos se van perdiendo y la gente se crispa y se vuelve intolerante. ¿Qué nos está pasando? ¿Cómo salir de esta situación de decadencia social y cultural, que se va tornando un lastre creciente y nos genera frustración?

El país que podría ser

Imagine un Uruguay donde nuestras mejores virtudes se potencian y nos proyectan al futuro. Un país abierto al mundo, donde nuestros emprendedores se animan a crear y salir al mundo a conquistar mercados, donde nuestros trabajadores son polivalentes y capaces de adaptarse a las diferentes realidades, lo que permite comerciar con todo el mundo, donde nuestro sistema educativo potencia la creatividad y la productividad, generando jóvenes competentes, críticos, informados y creativos, abiertos al mundo y capaces de “surfear” en las olas de lo que sucede en el mundo, aún desde este lejano Sur. Imagine un sistema educativo que incluye a todos y los forma con esa cabeza. Y unas instituciones que facilitan al que produce y al que trabaja, nivelando la cancha y dificultando los abusos de poder y los lobbies. Imagine una inserción internacional inteligente que compensa nuestra natural distancia, al mismo tiempo que potencia nuestras ventajas históricas y desarrolla la productividad de nuestro trabajo incorporando conocimiento y tecnología, permitiéndonos competir en los mercados internacionales en base a nuestras capacidades y nuestras habilidades.

Bueno, así era el Uruguay a comienzos del siglo XX; un país abierto a la inmigración y bien conectado con los principales mercados del momento, un país con instituciones modelo, apostando en serio a la educación y a su gente. Luego vinieron los problemas, nos cerramos, nos burocratizamos, y fuimos perdiendo esa pujanza emprendedora y nos quisimos transformar todos en oficinistas. Hoy, en algunos aspectos, el modelo no tiene que ser diferente a aquél de 1900. Cambiaron las tecnologías, cambiaron los mercados, pero eso nos debería favorecer: en el mundo está desapareciendo la gran fábrica, con miles de trabajadores y florecen las unidades productivas altamente tecnificadas y flexibles, los servicios globales y las cadenas de valor internacionales. Todas cosas que, con una población educada y un país abierto, podríamos aprovechar, ya que la inserción en cadenas alcance global hoy está a la mano.

Imagine un país de gente crítica y discutidora, como somos, pero no imbuidos de una pseudo intelectualidad soberbia y pagada de sí misma, sino informado y abierto al mundo. Un país que ha superado la nostalgia del pasado y que se apoya en sus fortalezas históricas sin miedo a cambiar. Un país que ya no cree en las viejas recetas ni se siente en condiciones de resolver los problemas del mundo mediante el simple expediente de identificar un culpable. Sobre todo, un país donde criticar al otro no alcanza, que sabe que hay que hacer las cosas mejor que los otros en la práctica, no en el café. Un país que ha superado la “cultura del culpable”, esa que cree que alcanza con encontrar un responsable para cada problema, denunciarlo y exponerlo, para así sacarse la responsabilidad y por lo tanto evitar el compromiso de solucionarlo.

Imagine un país que no le teme a los conflictos y los procesa con madurez y respeto, encontrando los caminos para evitar bloqueos y actitudes destructivas. Por lo tanto, un país donde se pueden expresar todas las voces, porque esa es la única forma de oxigenar los conflictos y poner los verdaderos problemas sobre la mesa.

El camino que no deberíamos recorrer

Si queremos un país así, se desprende enseguida que no queremos que sigan fortaleciéndose otras facetas que están cada vez más presentes. Todo rumbo implica una elección, y el rumbo productivo, emprendedor, abierto al mundo y educado es radicalmente diferente del camino cerrado, de gente que lucha por una prebenda o una reserva de mercado, un plan de estatal de subsidios, un privilegio regulatorio, una protección aduanera o la protección de una asociación casi mafiosa. En fin, tenemos que elegir la iniciativa y el riesgo, en lugar del curro y el corporativismo. Y eso tiene consecuencias en las reglas de juego y en los mensajes que nuestros líderes deben transmitir, nuestros maestros deben enseñar, nuestros jóvenes deben valorar y construir.

No queremos el país del lobby y el coto de caza reservado para alguna gente, donde los monopolios, los oligopolios y las prebendas se multiplican en todos los ámbitos. Donde los principales empresarios se dedican a patrullar los bordes de un mercado que tienen reservado para ellos por reglamentos y decretos, o por alianzas oscuras y cerradas a la competencia.

Pero el problema del corporativismo va mucho más allá. Un país donde la salud maneja millones, pero las reglas de juego se fijan de forma oscura, no a partir de la decisión libre del consumidor. Un país donde la educación está completamente regulada, casi sin espacio para cambiar nada si la potente burocracia centralista no quiere, pero donde quienes gobiernan la educación prácticamente no deben rendir cuentas a nadie. Finalmente, un país donde muchos, los sindicatos y algunas patronales, creen que lo único que importa es repartir la riqueza, y no se preocupan de cómo producirla, tal vez porque creen que se produce sola en el campo, tal vez porque siguen pensando con la mentalidad extractiva de la colonia. En suma, un país que todavía cree demasiado en que el maná de los agronegocios y el turismo está asegurado, y lo único que hay que hacer es usar al Estado para captar la renta y distribuirla.

Es sintomático como las discusiones son sobre cómo distribuir la torta, y la creación de riqueza se da por sentada, o se la delega a una gran inversión multinacional. Para el resto, la meta todavía es el empleo seguro, poco desafiante, las vacaciones en la playa, etc. Y por supuesto, la mayor vaca sagrada: el empleo público, que no por casualidad convoca miles de personas en cualquier llamado que se haga. Muy enfáticamente decimos que no queremos un país donde el horizonte para mucha gente sea el empleo público, muchas veces de bajísima productividad, que se ve más como una renta segura que como la creación de valor para la sociedad.

Sobre todo, no queremos un país que pone una gran carga sobre el sector productivo y, cuando éste no puede más y expulsa cada vez más gente, el estado los incentiva a marginalizarse, a vivir de dádivas y planes sociales, en un círculo vicioso de incentivos perversos que los hunde en la dependencia y en la improductividad.

En suma

Queremos recuperar el espíritu de nuestros bisabuelos, que creían que el mundo era ancho, pero no ajeno, que cruzaron los mares para desde Uruguay construir un futuro de prosperidad y trabajo. Y adaptar eso al siglo que nos toca vivir, lo cual implica tecnología, idiomas, movilidad, apertura a la inmigración, aprender del otro y de los otros todo el tiempo.  Superar el miedo a lo que hay afuera y superar también la falsa superioridad del país que sabe criticar todo y a todos, pero no sabe cómo resolver sus propios problemas.

Eso implica liderazgos modernos y abiertos, pero también implica apertura mental de todos, sobre todo de quienes se consideran “cultos e informados”, de los que creen saber cómo funciona el mundo, de los ideologizados y de los iluminados, de los fanáticos y de los profetas. Diálogo más que verdades reveladas. Discusión más que consenso. Información y razones más que descalificación y etiquetas.

También implica cambios en las reglas de juego. Claras e iguales para todos. Menos peso de los intereses creados. Mercados más abiertos, menos miedo a la competencia y a los desafíos, más confianza en nuestras capacidades y nuestros recursos. Mucha más inversión en educación, pero también más apertura a nuevos modelos, menos uniformidad, más experimentación, y todo eso con mucha más evaluación independiente y rendición de cuentas. Más inversión en planes sociales, pero para rescatar a la gente que está en la subcultura marginal y en la delincuencia, no para soportar una casta con la que cada vez se comparten menos valores. Reforzar lo que se viene haciendo en innovación, en impulsar empresas tecnológicas y en modernizar empresas existentes. Muy especialmente, modernizar y abrir las empresas estatales, que hoy son pesados mastodontes. Es cierto, hacen cosas, son eficaces, pero consumen abundantes recursos y en general no son eficientes. No son una plataforma para que los demás se apoyen y salten al mundo. Pueden, además, dinamizar el mercado de capitales, captar inversión de las clases medias, contribuir así a generar una cultura del riesgo empresarial.

En fin, son muchos temas, pero nos jugamos el futuro de nuestros hijos. No es poco.

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