Verdad y responsabilidad política por Hoenir Sarthou
A un año de la asunción del nuevo gobierno y a casi un año de la declaración de pandemia, mucha gente se ve gravemente perjudicada y mucha se siente cada vez más oprimida por las medidas sanitarias imperantes.
Es posible que los jubilados y los funcionarios públicos que no tengan hijos chicos no lo sientan tanto, pero los miles de personas que han perdido sus trabajos o ven muy reducida su actividad y sus ingresos, los padres y madres que no logran regularidad ni horario fijo para la asistencia de sus hijos a la escuela o al liceo, los enfermos que son desatendidos si consultan a los servicios médicos por algo que no esté asociado al virus, son objetivamente muy afectados. Sin olvidar que las limitaciones a las actividades sociales, culturales y artísticas causan también un serio empobrecimiento de nuestras vidas personales y de la vida colectiva.
Este tiempo que nos ha tocado está signado además por una serie de restricciones, limitaciones y exigencias supuestamente sanitarias que –sumadas a los problemas objetivos ya mencionados- terminan convirtiendo la vida de mucha gente en un infierno.
Distancia física, prohibición de reunirse, exigencia de tapabocas para trabajar o estudiar y para ingresar a cualquier lugar de acceso público, imposición del hisopado como previo a casi cualquier tratamiento médico o ante cualquier síntoma sospechoso, necesidad de agendarse o de hacer largas colas para realizar cualquier trámite, y ahora la velada imposición de la vacuna, que en teoría no es obligatoria pero que comienza a manejarse como si lo fuera. Ayer recibí la primera consulta de una persona a la que se le niega una intervención quirúrgica si no se vacuna previamente, lo que obviamente convierte a la “no obligatoriedad” en un mal chiste.
He perdido la cuenta ya de las consultas por conflictos causados por la exigencia del tapabocas a los niños escolares y liceales, a los docentes, a otros trabajadores públicos y privados, y en general a las personas que no están de acuerdo en usarlo, ya sea porque no creen en la pretendida gravedad de la pandemia o porque se sienten físicamente mal dada la dificultad respiratoria que les causa el tapabocas.
Sanciones, suspensiones, censura, actos de discriminación, violencia verbal y simbólica aplicada incluso por particulares, autoritarismo, excesos y abuso de poder por parte de funcionarios públicos, se han vuelto el pan de cada día. Eso determina que vivamos una gran incertidumbre respecto a cuáles son nuestros derechos y obligaciones, que es justamente lo contrario a como debe vivirse en un Estado de derecho.
Gran parte del problema tiene origen en que se han violado incluso los mecanismos constitucionales previstos para situaciones de emergencia. En nuestro derecho, la única institución que tiene facultades para disponer medidas en caso de emergencia sanitaria es el Ministerio de Salud Pública. Tampoco está establecido en ningún lugar que esas medidas puedan violentar derechos constitucionales de las personas.
Sin embargo, en el Uruguay 2020-2021, cualquier organismo público se cree habilitado para dictar sus propios protocolos sanitarios, para adoptar actitudes policiales y hasta para practicar actos médicos. Así, muchos restringen arbitrariamente el ingreso a sus locales, practican reconocimientos faciales, toman la temperatura, aplican alcohol en gel, imponen hisopados a sus funcionarios (recomiendo leer el último protocolo del Codicen al respecto), exigen datos personales improcedentes y regulan en forma arbitraria las distancias y las actitudes físicas exigibles. En algunas oficinas se indica con pintura en el piso el lugar en que uno debe pararse, en otras se impide estar de pie (BHU), y en muchas se establece una barrera física (cuerda o hilera de sillas) entre el usuario y el mostrador en que debe ser atendido). El resultado es una atmósfera ominosa, casi de pelicula de ciencia ficción, en la que el usuario se siente inhibido de reclamar o ejercer hasta el más elemental derecho por temor a ser expulsado o acusado de desacato.
El único fundamento de esta locura es la muy dudosa y abrumadora información mediática internacional que nos llega en relación con la pandemia y –desde luego- su correlato local: los datos que difunde el Sistema Nacional de Emergencias (SINAE).
Lo del SINAE será algún día estudiado como modelo de manipulación pseudo informativa y pseudo científica. Su diario reporte de “casos”, basado en un test poco fiable y mal aplicado (a 40 ciclos, cuando pasados los 30 deja de ser confiable), y su diaria lista de muertes, que ha incluido a transplantados pulmonares, heridos de bala y víctimas de accidentes de tránsito, así como un número indeterminado de muertes cuya supuesta relación causal con el COVID fue desmentida por el Ministerio de Salud Pública, se ha convertido en un ritual en el que cada vez menos gente cree. Esa información se sigue difundiendo diariamente como si reflejara la situación sanitaria del Uruguay, aunque nadie, ni siquiera el Ministerio de Salud Pública, la considera seria ni creíble. Hasta la mismísima OMS ha admitido ahora que el test PCR positivo no puede tenerse como signo seguro de enfermedad o contagiosidad, pero el SINAE sigue acumulando “casos” y muertes en base al PCR, imperturbable al descreimiento cada vez más notorio que genera.
Casi un año llevamos en esta situación. Ya no puede hablarse de urgencias ni de imprevistos. No es posible seguir viviendo en situación de emergencia permanente ni en estado de excepción crónico. Es hora de que el País se ordene y restablezca normas claras a las que atenerse, y de que esas normas garanticen los derechos constitucionales que nos han sido confiscados.
No es posible seguir viviendo sometidos a cambiantes y contradictorios protocolos, dictados por autoridades burocráticas que fueron designadas para sellar expedientes y no para disponer de la salud ni de la libertad de nadie. El Parlamento no puede seguir “pintado” en este asunto. Si están en juego derechos constitucionales, es él quien debe dictar las normas que correspondan y asumir la responsabilidad por sus decisiones.
¿A quién debemos hacer responsable si alguien muere o recibe daño porque en su institución médica no lo atienden o no lo tratan invocando la pandemia? ¿Al portero que no lo dejó entrar? ¿A la telefonista que no le dió hora para ver al médico? ¿Al médico? ¿A la dirección de la institución? Y no es un caso hipotético. Muchas personas van a sufrir daños irreparables por esa omisión de asistencia. Por otro lado, ¿quién responderá si el uso obligado de tapabocas causa daño a algún niño escolar o liceal? ¿Se les practica algún examen médico para saber en cada caso si pueden usarlo durante muchas horas? ¿El CODICEN se hará responsable? Advierto que las exigencias previstas ahora por el CODICEN exceden incluso a las recomendadas por el Ministerio de Salud Pública.
En este punto, es inevitable referirse a la vacuna. Que el gobierno y el sistema político no jueguen a la mosqueta. Si una medida sanitaria no es obligatoria, no es posible exigirla en ningún ámbito. No puede exigirse ni sancionar por su omisión en el sistema sanitario, ni en el educativo, ni como condición laboral en empleos públicos o privados. Porque sería un acto de discriminación ilegítimo.
Con más razón no puede exigirse la vacunación si el Estado, al hacer firmar el consentimiento informado, reduce las acciones judiciales posibles para el vacunado. No soy en absoluto amante de las acciones jurídicas internacionales, pero, si el Estado exige que renunciemos a ellas, es señal de que no confía plenamente en la vacuna que suministra, y de que, tal vez, el gobierno o los laboratorios que suministran las vacunas piensan que a nivel internacional las eventuales condenas pueden ser más gravosas que en el sistema judicial uruguayo.
En síntesis: no podemos seguir eternamente en un estado de crisis que no es tal. Es verdad que todos los gobiernos están sometidos a presiones internacionales de intereses que quieren usar la pandemia en su beneficio, pero es necesario que nuestro gobierno y nuestro Parlamento asuman su responsabilidad, dicten las normas que correspondan, y se hagan responsables por ellas. No pueden seguir dando carta blanca a autoridades y personas que no están facultadas ni calificadas para dictar normas sanitarias ni para limitar la libertad y los derechos de nadie.
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