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Vidas en busca de sentido: ¿Para qué vivir? por Miguel Pastorino

Vidas en busca de sentido: ¿Para qué vivir?  por Miguel Pastorino
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Escribió Albert Camus en 1942: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía” (“El mito de Sísifo”).
El problema fundamental del siglo XX y del siglo XXI en el que vivimos, sigue siendo la pregunta por el sentido de la vida, nunca como en los últimos cien años la cuestión del sentido se ha vuelto tan dramática. El ansia de infinito y absoluto en todo ser humano es una realidad que marca trágicamente su contingencia y su finitud. Y en un horizonte cultural consumista, nihilista y materialista como el nuestro, solo hay lugar para la supervivencia, donde todas las fuerzas se emplean en prolongar la vida a cualquier precio, incluso sacrificando el disfrute de la vida por una salud elevada a fin en sí misma. La actual obsesión con la inmediatez no deja espacio para proyectarse ni para las grandes preguntas. Hasta en la política cuesta pensar a largo plazo y con profundidad, porque solo interesa el presente. Pero la vida se empobrece cuando está ensimismada en la urgencia permanente, el consumo y la obsesión con la felicidad -reducida a bienestar-.
“Que se haya puesto de moda la felicidad es catastrófico, porque se está diciendo a cada uno que piense en su felicidad psicológica y se rompe la relación de la felicidad pública. Es una vuelta al narcisismo. Se está encerrando a la persona en su felicidad y rompiendo el lazo con la felicidad social. Las propuestas de la psicología positiva son ferozmente reaccionarias y antiéticas. Estamos en una pobreza intelectual y un absoluto colapso del pensamiento crítico” (José Antonio Marina).
Por otra parte, el sufrimiento es reducido a una cuestión meramente corporal que hay que combatir con analgésicos, olvidando todo su orden simbólico y por ello el dolor ya no significa nada: “El sinsentido del dolor indica más bien que nuestra propia vida, reducida a un proceso biológico se ha quedado vacía de sentido. El sentido del dolor presupone una narrativa que integra la vida en un horizonte de significado. El dolor carente de sentido solo es posible en una vida vacía de sentido, reducida a pura supervivencia y que ha dejado de narrar… La obsesión por sobrevivir hace que la vida sea radicalmente pasajera. La vida se reduce a proceso biológico que hay que optimizar. Pierde toda dimensión metafísica… la vida es despojada de toda narrativa que le otorgue sentido. Ya no es lo narrable, sino lo medible y numerable” (Byung Chul Han, La sociedad paliativa, 2020, 39).
Y precisamente en la sociedad moderna, cuando se busca anestesiar cualquier dolor y suprimir cualquier tipo de sufrimiento, la felicidad también se vuelve superflua, se vuelve la vida un aburrimiento permanente, una apatía que pierde toda pasión: “si se ataja el dolor, la felicidad se trivializa y se convierte en un confort apático. Quien no es receptivo para el dolor también se cierra a la felicidad profunda”. (Han, 2020, 27).
La ausencia de sentido, de profundidad, de significado de la vida nos trae una paradoja creciente: que cada vez se sufre más por cosas más insignificantes. Si bien el sufrimiento no se puede medir objetivamente, porque es siempre una experiencia subjetiva, las expectativas tan altas puestas en la analgesia, hacen que incluso dolores insignificantes resulten insoportables. Han desaparecido las narrativas y los significados que hicieran más soportable el dolor. “Al fin y al cabo lo que duele es, justamente, el persistente sinsentido de la vida” (Han, 2020, 42). Lo que más duele es una silenciosa y creciente pandemia de soledad.

Soledad y abandono.

Somos seres dependientes y siempre vulnerables, y esto es más visible en la infancia y la ancianidad. El aislamiento social de una sociedad individualista y altamente competitiva hace que muchos teman la ancianidad, porque ya no pueden contar con apoyo social y familiar, porque ya no pueden “valerse por sí mismos” y se sienten “una carga”. Las pocas sociedades que han legalizado formas de suicidio asistido -como la eutanasia-, han naturalizado que la vida solo vale si está dentro de los estándares de “calidad de vida”. Pero lo fundamental y lo que hace que la vida valga la pena, no es la situación en la que se vive, sino el sentido y la calidad de los vínculos. Estudios recientes en pacientes que deseaban adelantar su muerte, demostraron que el deseo de morir no estaba vinculado a la enfermedad o padecimiento físico, sino al entorno emocional de la persona que impactaba directamente en el sentido de su vida.
Si bien no hay un único modelo de vida lograda o de realización personal, la falta de reconocimiento y de autoestima golpea a muchos antes de pensar en lo que quieren lograr en la vida.
Las relaciones con los otros son constitutivas de nuestra identidad y nos hacen vernos de determinada manera. Solo quien se siente valorado y aceptado, quien es capaz de encontrar un sentido a su existencia, es capaz de valorar su propia vida aún en condiciones de sufrimiento, dependencia y fragilidad.
Muchos adolescentes viven solos existencialmente, tratando de hacerse a sí mismos en un mundo donde nadie quiere ser adulto y acompañarlos a crecer, donde no hay demasiados referentes, sino adolescentes crónicos que los doblan en edad y que eligen vivir para sí. El egoísmo elevado a categoría de virtud pone a cada uno en una burbuja individualista donde lo importante es “ser feliz” y el resto que haga lo que pueda.
El mundo adulto no ofrece muchas raíces, ni un horizonte de sentido, ni valores claros con los que orientar la vida con un propósito fuerte y sólido.
Por eso es fundamental plantearse la cuestión sobre el sentido de la vida en sociedades que viven una pandemia de falta de sentido y soledad, oscurecida en gran parte por la hegemonía de valores de productividad y rentabilidad que hacen que las personas se valoren por lo que hacen o no pueden hacer, por su “utilidad” y no por quienes son. El reconocimiento salva del anonimato, de la indiferencia, de la soledad. La salvación está siempre en estar con otros, no en la autoayuda.

¿Qué sucede en Uruguay?

Según datos revelados por el Ministerio de Salud Pública, en 2022 se quitaron la vida 823 uruguayos. Y entre octubre de 2022 y junio de 2023 intentaron suicidarse 2.896 personas. Ya lo ha dicho durante años el sociólogo Pablo Hein, que no podemos seguir mirando el suicidio como un tema individual, meramente psicológico, sino que es preciso abordarlo como problema social, cultural y antropológico, para tratar de comprender un fenómeno tan complejo como difícil de abordar desde una sola perspectiva.
¿Qué horizontes de realización tienen nuestros jóvenes o qué modelos de vida feliz se ponderan en nuestra sociedad? ¿Cómo se construye hoy la vida emocional y los vínculos en sociedades hiperindividualistas? ¿Los problemas de salud mental que aumentan entre los adolescentes son un problema de ellos o es responsabilidad del mundo adulto? No se pueden buscar causas lineales en realidades complejas.

La cuestión espiritual

Tanto en estudios de salud mental, como en cuidados paliativos, se ha incorporado la importancia de la dimensión espiritual de la vida y su impacto en la salud. Independientemente de las creencias y opciones religiosas, quien tiene una vida espiritual (con o sin religión), que le da un horizonte de trascendencia, le hace alguien con más recursos para enfrentar situaciones dramáticas. Aumentan las publicaciones científicas en esta línea, arrojando datos muy claros sobre los beneficios para la salud mental de tener algún tipo de espiritualidad, de creencias y prácticas que ensanchen el horizonte de la vida. No se trata de buscar una ilusión para apagar la angustia, sino de ensanchar el horizonte del pensamiento y de la existencia toda. Lo más importante de la religión no es la moral -como suele pensarse-, sino el saberse amado, valioso y llamado a construir un mundo mejor junto a los otros. Es un sentido de trascendencia muy poderoso para quien cree.
Algunos se preguntan sistemáticamente si no habrá una relación entre la singularidad uruguaya de ser una sociedad donde la religión no está presente en la cultura, con su alto índice de suicidios. Por ahora no he encontrado en Uruguay investigaciones sobre esta cuestión, pero es algo a prestar atención. Y si bien en nuestro país existe una gran diversidad religiosa, la religión no tiene relevancia pública como en la mayoría de los países del mundo. En Uruguay la mayoría de quienes practican una religión, no lo consideran algo relevante en su vida, o se reduce a una serie de valores éticos compartidos, a diferencia de otras sociedades donde la religiosidad ocupa un lugar predominante en la configuración de la existencia. Tan poco relevante que ni en el censo se lo pregunta y nos perdemos de saber en qué creen los uruguayos.

¿Cómo vivir una vida con sentido?

Escribió Ortega y Gasset en El hombre y la gente, que la vida no nos la hemos dado a nosotros mismos, sino que nos la hemos encontrado precisamente cuando nos encontramos a nosotros mismos. Pero la vida que se nos regaló, no se nos dio hecha, terminada, sino como una tarea, como un quehacer que cada uno tiene que realizar y cada uno la suya. Nos guste o no, nosotros decidimos mucho de nuestra vida y nos vamos haciendo con nuestras decisiones, siendo la vida siempre una realidad abierta y no un destino ciego prefabricado. Por eso somos responsables de la vida que construimos, porque no elegimos nacer, pero sí qué hacemos con nuestra vida y la actitud con la que vivimos las cosas que no elegimos.
El doctor Víctor Frankl, quien sobrevivió a cuatro campos de concentración nazis, descubrió que la falta de sentido como “vacío existencial” es una de las principales causas de neurosis. En 1971 afirmó: “Al médico se le plantean hoy algunas cuestiones que no son de naturaleza médica, sino filosófica, y para las que apenas está preparado. Los pacientes acuden al psiquiatra porque dudan del sentido de su vida o desesperan de poder encontrarlo… La gran enfermedad de nuestro tiempo es la carencia de objetivos, el aburrimiento, la falta de sentido y de propósito” (Frankl, 2009, 26).
Escribió Frankl que la felicidad es la consecuencia de una vida con sentido, de una plenitud interior que no se ve aplastada por los factores externos, por más duros que sean. Según él, el sentido se encuentra en un amor incondicional, en valores por los que vivir y en un sentido de trascendencia. Si como enseña Frankl, la felicidad de las personas tiene más que ver con la voluntad de dar un sentido a la vida, una finalidad, una dirección, más que con pasarlo bien y tener todo lo que se desea, ¿no significa que los padres y educadores deberíamos preocuparnos por enseñarles a nuestros hijos a vivir con un propósito que brinde sentido a sus vidas, en lugar de obsesionarnos con que estén “siempre contentos”?
Una investigadora norteamericana (Emily Esfahani), descubrió que para vivir una vida con sentido las personas necesitan tener cuatro pilares (o fuentes de sentido):
Un propósito en la vida: que no son metas, ni objetivos, sino una misión en la vida, un para qué vivir.
Ser amado intrínsecamente: es fundamental para sentir que la vida vale, que se es valioso, que la vida tiene sentido, ser amado por quien soy incondicionalmente, no por lo que hago o lo que tengo. La baja autoestima de muchos jóvenes y adultos se debe a la carencia de esta experiencia.
Un sentido de trascendencia: puede ser una religión o estar embarcado en una causa social, pero lo importante es que haya algo por lo que vivir que no se agote en mi vida, sino en formar parte de algo más grande, de un sueño más grande que los míos.
La narratividad: contar la propia vida, contar mi historia es una forma de encontrar un hilo conductor de sentido, porque vivir una vida en fragmentos desconectados es no encontrarle sentido a una biografía que necesita ser narrada. Por ello desde los mitos hasta los testimonios de vida son relatos que ayudan a encontrar sentido.
A pesar del horizonte cultural que oscurece la pregunta por el sentido de vida, en lo más hondo de la condición humana siguen siempre vivas las preguntas radicales, esas que nunca dejan de ser actuales: “¿Por qué quiero saber de dónde vengo y a dónde voy, de dónde viene y a dónde va lo que me rodea, y qué significa todo esto?” (Unamuno).

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