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Violencia social en tiempos narcisistas por Miguel Pastorino

Violencia social en tiempos narcisistas por Miguel Pastorino
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Es cierto que no son una novedad -en las grandes ciudades- las historias de pandillas de jóvenes y de enfrentamientos violentos entre grupos identitarios, especialmente en ámbitos donde prima el resentimiento y la competencia cotidiana por el espacio propio, por el territorio. Pero las condiciones socioculturales actuales han mostrado elementos inéditos en las formas de violencia, ahora cargadas de espectadores on line, que se reproducirán indefinidamente por aquellos que graban las escenas de violencia para repartirlas una y otra vez, con orgullo de ser protagonistas de tales acontecimientos. El smartphone les ha dado a estos fenómenos una dosis adictiva de hacerse visible, de construir un espectáculo propio en busca de más y más espectadores. Quedarnos mirando hechos puntuales de lo que hacen “otros”, nos anestesia para no ver que hay nuevas formas de violencia que atraviesan toda la sociedad y que dejan cada vez más heridas en las nuevas generaciones que naturalizan el desprecio, la falta de reconocimiento y el abandono.
Las nuevas formas de violencia no son exclusivas de determinados sectores de la sociedad, ni de una franja etaria, y en cada contexto se manifiestan de diversos modos.
El aislamiento colectivo de personas cada vez más encerradas en sí mismas, en su teléfono inteligente, a quienes no les causa ningún inconveniente tratar con desprecio a los que se cruzan en su camino, porque simplemente alteran su cómodo espacio personal. La amabilidad y el buen trato se ven casi como un milagro en escenas cotidianas. Esto ha creado un incremento de faltas de respeto en la vida cotidiana donde personas que no se conocen, se vuelven unos contra otros como si se odiaran desde toda una vida, por cuestiones banales.
Siempre que los seres humanos elevamos a categoría de absoluto la propia idea o imagen del mundo que se tiene y confundimos nuestros deseos con derechos, nos creemos justificados para ejercer violencia. Aunque sea solamente porque los demás aparecen en escena para alterar nuestro particular modo de ver y sentir las cosas. Se puede uno cruzar con personas, que, sin importar sus posibilidades económicas, su edad o su educación, parecen llenos de combustible emocional para disparar un odio irracional a cualquiera que se cruce en su camino, como si se sintiera un rencor contra toda la sociedad. Así, cualquiera a quien se le considere parte del “Sistema”, se convierte en enemigo, aunque sea un extraño que no me haya hecho nada objetivamente.

Nada por encima de uno mismo
El hiperindividualismo contemporáneo, cargado de frustraciones sociales y de rencores hacia una realidad social injusta, que se percibe como imposible de cambiar, generan manifestaciones recurrentes de rechazo a toda persona o grupo que se perciba como perteneciente a la categoría de “dominante”, a todo tipo de “autoridad”, y a todos los que se consideren débiles o simplemente por fuera de mi tribu, los que son simplemente “diferentes” o porque no me gustan. Al mismo tiempo no se puede pensar en “nosotros”, sino en clave de aislamiento tribal, como expresa Eric Sadin: “en una lógica de repliegue identitario y de competencias entre identidades y grupos de pertenencia, que llegan a guerras urbanas feroces e irracionales”, donde puede verse a jóvenes matándose a machetazos, en un salvajismo sin vuelta atrás, sin ningún valor trascendente y compartido, sino como un constante “desencadenamiento de resentimientos y la afirmación visceral de la primacía exclusiva del campo propio” (La era del individuo tirano: el fin del mundo común, 2022)
“Lo que hoy cuenta más es el giro implosivo, el hecho de asistir a un divorcio masivo entre los individuos y el ordenamiento colectivo junto con la aparición multiplicada de fracturas subjetivas que fisuran en todas partes el zócalo común. Todo lo que estructura la vida social (códigos, reglas, usos, obligaciones, prohibiciones), se ve excluido del campo de atención o se ve violentamente rechazado” (Sadin, 217). Se desmorona así el principio de autoridad y la conciencia de formar parte de un mundo junto a otros, desaparece el “nosotros”. La sociedad desaparece cuando se pierde la confianza en los otros. El enemigo es cualquiera, simplemente quien hace más frágiles mis opiniones, disiente de lo que opino o encarna un modo de vida diferente del mío. Cualquiera sirve como “chivo expiatorio” de la descarga de rabia y frustración, de sufrimientos acumulados, de injusticias padecidas durante mucho tiempo, aunque solamente pasara por ahí y ni siquiera me mirase. “Se instala una cultura de la humillación, que no solo se regocija en la infelicidad de los otros, sino que glorifica a quienes abusan de tales conductas erigiéndolos, dentro de ciertos círculos, como los héroes insolentes de la iconoclastia contemporánea” (Sadin, 221).
Vidas a la intemperie
Ya no hay tantos controles externos ni tradiciones ni reglas sociales que impongan el deber pero, al mismo tiempo, hay miedo de todo y de todos, especialmente de tomar decisiones, de equivocarse, de fallar, de no ser felices y perfectos. A los hipermodernos —como los describe Lipovetsky— no hay quién les diga lo que es verdad, lo que es bueno, lo que deben hacer y, aunque quieren ser libres, tampoco tienen idea de cómo dar un paso ni hacia dónde.
Son tiempos de una gran desorientación, de un creciente relativismo moral que a su vez ha traído el surgimiento de fundamentalismos y fanatismos que condenan el presente y no pueden dialogar con el que piensa distinto. El narcisista posmoderno predica la autenticidad y la transparencia mientras vive en la incoherencia y la violencia sin culpa, confunde la agresión con sinceridad y se crispa por todo lo que no le gusta, especialmente cuando tiene que renunciar a sus caprichos o deseos de satisfacción inmediata. Está cada vez más informado, pero poco formado, más influenciable, menos crítico y superficial, más escéptico y menos profundo. Confunde los deseos personales y caprichos con sus derechos y, a su vez, cree que los derechos son para uno mismo, no para los demás. Parecería que solo existen derechos, pero no deberes.
Las grandes estructuras socializadoras perdieron autoridad y el individuo queda a la intemperie, ya que la liquidación de las costumbres y el olvido de las tradiciones culturales ha desarticulado el mundo de la familia y ha complejizado las relaciones.

En un agudo análisis sobre las crisis sociales actuales, el filósofo chileno Carlos Peña escribe: “El debilitamiento de las estructuras tradicionales libera y a la vez acarrea momentos de anomia; la individuación invita a diseñar la propia vida, pero también aisla y hace sentir el frío de la soledad; la búsqueda de identidad que la individuación trae consigo necesita defenderse del lenguaje y el gesto ajenos; la invitación a sentirse bien consigo mismo transforma experiencias propias de la condición humana – como la tristeza, la tensión o la sensación de fracaso- en problemas de salud mental que reclaman medicación o terapia psicológica. Eso explica que la expansión de la libertad esté acompañada, vale la pena repetir, de anomia y anhelos de cohesión; de reclamos identitarios y a la vez de corrección política en el lenguaje, de riesgos y a la vez de una angustia que reclama contención” (Hijos sin padre. Ensayo sobre el espíritu de una generación, 2023, 24)

Elogio del egoísmo
La legitimación cultural narcisista del egoísmo atraviesa todos los sectores sociales y edades, no se puede señalar a un sector de la sociedad, porque no es exclusivo de ningún grupo. Lo cierto es que se escucha poco hablar en contra del egoísmo, que es lo contrario al amor y a la solidaridad. Se naturaliza en todos los niveles y por todos los medios el egoísmo como el derecho a amarse a uno mismo y a ser feliz, aunque eso implique perjudicar a otros. A su vez, se amplifica a través de los medios de comunicación y las redes sociales la admiración de las personas, no por sus virtudes, sino por ser exitosos, aunque sean egoístas crónicos, despiadados y narcisistas letales para quienes se vinculan con ellos. Culturalmente no enseñamos tanto a admirar a las buenas personas, a los que respetan a los otros y son justos, a los que trabajan dignamente y no “hacen trampa”, a los que hacen felices a los demás, sino a los que logran sus objetivos sin importar el medio que usen para alcanzarlo. Cuando hasta los referentes políticos se muestran así como dignos de ser admirados, ¿qué se le puede pedir a los jóvenes que miran al mundo adulto? Cuando se desprecia a un ser humano fiel y honesto como a un ser débil, cuando se sospecha de todo y de todos, no hay mucho de qué extrañarse.
Perdemos todos cuando al amor se lo mira desde una perspectiva utilitarista, como autosatisfacción: Amo porque me hace bien a mí, porque satisface mis necesidades. Así, el amor se confunde con su contrario, con un egoísmo edulcorado que “usa y tira” lo que no le agrada, lo que no le satisface, haciendo de los demás objetos de consumo y descarte. La presunción actual de que todas las cosas giran en torno a uno mismo, de que yo soy el centro del universo y que la realidad es mi realidad, va creando una incapacidad progresiva de entender que hay otros modos de pensar y de ver el mundo. Y esto tiene consecuencias sociales y políticas devastadoras: Si lo único que importa es mi interés y las cosas son solamente como yo las veo, ¿qué sentido tiene hablar de bien común? ¿Cómo es posible que alguien entienda que tiene que aceptar límites a su egoísmo para dar lugar al bien ajeno? ¿Cómo es posible reconocer en los demás a alguien que es también digno de respeto?
Respeto a los otros
Según un especialista en historia del derecho, Aniceto Masferrer, la raíz fundamental de la falta de respeto a la dignidad de los otros tiene su causa en la hipertrofia del subjetivismo actual, de esa actitud narcisista que busca satisfacer el ego en todo lo que hace, dice o piensa, lo cual le lleva a creerse superior al resto y por ello a despreciar todo lo que no sea él mismo. En una sociedad hiperemotivista, en que los sentimientos personales tienen la última palabra, la vida del otro no vale nada.
El respeto a los demás es mucho más que buenos modos, es condición esencial para el desarrollo de los vínculos humanos y para la convivencia social. Varios analistas de la sociedad contemporánea ven en las faltas de respeto cotidianas y naturalizadas uno de los síntomas de una sociedad enferma, de una crisis de la civilización. Y, de hecho, todas las injusticias y corrupciones se deben a la falta de reconocimiento del valor de la vida de los demás, del reconocimiento de su dignidad inherente, en una palabra: del respeto por el otro porque es persona, independientemente de su condición, su identidad, su posición social o su situación vital. Toda injusticia manifiesta una radical falta de respeto, del reconocimiento de su dignidad hacia quien la padece.
Todos los seres humanos necesitamos el reconocimiento de los otros para llevar adelante una vida lograda. Solo el mutuo reconocimiento de la dignidad inherente a todo ser humano permite salir de la espiral de violencia sin fin, de toda estigmatización o desprecio por los otros, porque ese reconocimiento es el fundamento de los derechos humanos. Quienes no son tratados según su dignidad, pronto naturalizan que no todas las vidas tienen el mismo valor.

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