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La NO-Derrota del FA por Hoenir Sarthou

La NO-Derrota del FA  por Hoenir Sarthou
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La imagen de Daniel Martínez  en la noche del domingo, festejando exultante, cuando los datos oficiales del escrutinio indicaban el triunfo de su adversario, es clave para entender muchas cosas.

¿Qué festejaban él y sus seguidores?

Habían superado en varios puntos la votación prevista por las encuestas,  y  Martínez, en lo personal, se reivindicaba como candidato. Pero  la imagen era demasiado fuerte. Nunca se vio festejar de ese modo una elección perdida. ¿Cómo explicarlo?

Sin  muchas vueltas: el secreto es la corrección política, incrustada en el ADN del frenteamplismo.

¿Qué es la corrección política?

Esencialmente, una operación simbólica por la que ciertos aspectos de la realidad juzgados inconvenientes son “compensados” mediante actos simbólicos, a menudo de lenguaje.

Así, por ejemplo, si se considera que la población negra es socialmente discriminada, dejar de llamar a sus miembros “negros” y denominarlos “afrodescendientes” es un acto  típicamente compensatorio.  La situación de la comunidad negra no habrá cambiado en absoluto, pero se supone que el  nuevo ´término rescata simbólicamente a sus miembros de la condición de discriminados. Lo mismo si se afirma que las mujeres ocupan una posición subordinada y tienen poco acceso a cargos de poder. Fijar una cuota femenina para esos cargos no cambiará en absoluto la situación general de las mujeres, pero la compensará simbólica y publicitariamente.

La corrección política, nacida en ámbitos académicos del mundo desarrollado y exportada por la vía burocrático-financiera de las fundaciones y los organismos internacionales, transforma la función del lenguaje. Las palabras dejan de describir lo que las cosas son para pintarlas como deberían ser, desde cierta concepción moral o política absoluta. Con el tiempo, referirse a las cosas como son, y no a como deberían ser, se vuelve un acto de mal gusto. Poco después tiende a convertirse en delito.

Esta actitud ha calado hondo en el discurso y en la praxis “progresista” mundial. Por ende, también en el discurso y en la praxis frenteamplista, convirtiéndose en un mecanismo para negar-ocultar-maquillar  toda clase de realidades.  Por ejemplo,  las personas con discapacidad mental o física son “personas con capacidad diferente”, la  ley que bancariza a la fuerza a toda la población se denomina  “Ley de inclusión financiera”, y los menores de edad que cometen delitos son “niños, niñas y adolescentes en conflicto con la ley penal”, o, más poéticamente, “colibríes”.

La corrección política instala así el campo de lo indecible. Hay realidades que no deben ser nombradas. Sólo pueden ser aludidas mediante giros eufemísticos que niegan-ocultan-maquillan  su carga negativa, desagradable, políticamente incorrecta. En el lenguaje oficial, expresiones como “asentamiento” y  “por debajo del umbral de pobreza” maquillan bastante bien la promiscuidad y el olor de los viejos “cantegriles”, así como el hambre, el frío, la violencia y el desamparo de la miseria.

Tras quince años de esas prácticas discursivas, buena parte de la militancia frenteamplista cree vivir en un país de ensueño. Las estadísticas oficiales ayudan. ¿Qué importa que la mitad de la población activa gane menos de 20.000 pesos, o que haya más asentamientos, o que cientos de personas vivan en la calle y miles disimulen su mendicidad como “cuidacoches”, si las estadísticas y los discursos oficiales afirman que la marginalidad desapareció  y la pobreza se redujo a la décima parte? ¿Qué importa que el 60% de los chiquilines no complete secundaria, que se cometa el doble de asesinatos, y que la deuda pública se haya triplicado, si algún organismo internacional dice que tenemos el nivel de vida más alto del Continente y desde el gobierno se afirma que todos tenemos autos cero kilómetro y veraneamos en Miami?

Creo que este rodeo sobre la corrección política hace más entendible la actitud de Daniel Martínez y el festejo del domingo.

Para buena parte de la militancia frenteamplista, acostumbrada a quince años de gobierno y, en el caso de los más jóvenes, sin recuerdos propios de gobiernos de otro signo,  una derrota electoral del Frente Amplio no sólo es indecible sino también impensable. ¿Cómo creer que más de la mitad de la población no esté satisfecha con las operaciones de ojos, el sistema de salud, los derechos laborales de peones y domésticas, los consejos de salarios, las políticas de género, las óptimas estadísticas oficiales y los elogios de los organismos de crédito?

Admitir eso sería admitir que existe otra realidad por fuera de la que describe el discurso políticamente correcto oficial. Implicaría aceptar que no todos pensamos y sentimos igual, y que más de la mitad de la poblacion, por distintas razones, prefiere ponerle fin al ciclo “progresista”.

Los motivos de esa voluntad son variados. Mucha gente está cansada de la inseguridad, indignada por la corrupción en el Estado (se resisten a calificarla como “errores”), harta del amiguismo politiquero en la administración pública, o en desacuerdo con las políticas sociales y sus magros resultados de inclusión real. Otros, ante el cierre de empresas y la pérdida de puestos de trabajo, protestan por el excesivo privilegio dado a la inversión extranjera y el escaso apoyo y atención a la producción nacional. No faltan quienes rechacen la política internacional del País. Otros están alarmados por la crisis ambiental, en particular del agua, y la indiferencia oficial ante el tema. Casi todos coinciden en la gravedad de la situación educativa. Y diría que todos los no-votantes frenteamplistas están hartos de la soberbia, de la falta de escucha y de respuesta sincera por parte de los gobernantes.

¿Qué hacer cuando la realidad te pega en la cara con hechos que no querías ver?

Lo más fácil es  buscar un culpable externo.  Para eso están “la derecha más rancia” y, ahora, desde que Manini fue catapultado por el gobierno hacia la política, “el fascismo”.

Para cierta militancia frenteamplista, todo lo que cuestione al gobierno es “derecha rancia”, “fascismo”, o “traidores que les hacen el juego a la derecha rancia y al fascismo”. Por lo tanto, no existen, o no tienen derecho a existir.

Disculpen que haga otro desvío, ahora sobre el fascismo.

Siempre me intrigó que, en las novelas del romanticismo tardío, las heroínas se desmayaran constantemente. Si les avisaban que su enamorado estaba preso, se desmayaban. Si les decían que su casa se incendiaba o su padre estaba en riesgo de quiebra, caían demayadas, como fulminadas por un rayo. Pálidas, o románticamente tuberculosas, esas heroínas –y algunos heroes también- vivían desmayándose. Eso contradecía mi experiencia, en la que la gente sufría grandes penas, divorcios, desalojos, despidos, a pie firme, sin desmayarse. Claro, hay que explicarlo por la estética de la época, en que la palidez, la tuberculosis y el desmayo eran rasgos aristocráticamente elegantes.

Hoy la estética progresista uruguaya es el miedo. Miedo al fascismo. Entonces, basta que un sargento retirado de ochenta años grite en el fondo de su casa “estos comunistas de mierda”, para que sesudos académicos y lánguidas militantes inunden las redes sociales con lacrimógenas declaraciones literarias de su miedo. Esa estética parece haber rendido para recuperar algunos votos en los días previos al balotaje.

Lo cierto es que, tras el festejo frenteamplista del domingo, estamos en una extraña situación, impensable en los  treinta y cinco años que llevamos de democracia. A varios días de la elección, seguimos como en campaña electoral, sin ganador reconocido, con acusaciones cruzadas y a la espera de un escrutinio definitivo que diga lo que ya sabemos: que los votos observados no alterarán el resultado.

¿Por qué estamos en eso?

Porque parte de la militancia frenteamplista no puede asumir de un día para otro el contraste entre el medio país políticamente correcto, construido por el discurso oficial, y otro medio país desconocido para ella, poblado por intereses, ideas, experiencias, necesidades y estéticas muy distintas a las políticamente correctas. Y menos puede admitir que ese otro medio país se haya coaligado para desplazar al Frente Amplio.

Escribo sin mucho optimismo. Estos días me ha costado –y a menudo he fracasado en- explicar por qué es mala para el Uruguay esta situación. Se ignora el valor político, incluso simbólico, de que el candidato menos votado reconozca el resultado en la misma noche. Incluso quienes dicen estar muy preocupados por amenazas fascistas, se niegan a ver la imprudencia de mantener la incertidumbre electoral.  En lugar de la necesaria cicatrización de orgullos y el análisis crítico de las primeras declaraciones del próximo presidente, vivimos un clima tenso de incertidumbre injustificada.

El tema que nos afecta es de cultura política. Una colectividad partidaria no completa su experiencia democrática hasta que vive la instancia de dejar el gobierno y prepararse para ser oposición. Ese proceso hay que iniciarlo bien y cuanto antes.

El Uruguay de 2020 tendrá el poder fragmentado. Con un poderoso partido opositor, ligado a muy influyentes organizaciones sindicales, sociales y académicas, un parlamento variado, y un Ejecutivo obligado a negociar casi todo, con sus socios electorales y probablemente también con la oposición. De modo que las perspectivas catastrofistas, desde lo político, no tienen demasiado fundamento. La economía, por supuesto, tendrá mucho para decir.

El desafío hoy es la necesidad de que conviva el medio país idealizado de los últimos quince años, al que no se le pueden negar ciertas virtudes, con el otro medio país emergido con el resultado electoral.

Tengo para mí que, “subyacente y sobrevolando” a los dos, hay otra realidad bastante más compleja, de la que ninguno de los dos proyectos politicos da cuenta. Pero ese asunto supera a las posibilidades electorales y partidarias del momento.

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