Este 18 de junio se cumplió medio siglo del estreno del film británico El mensajero del amor, uno de los más elaborados y redondos de Joseph Losey. Mucho espectador salió despistado del cine sin saber muy bien qué quiso ser el film, o con la impresión de estar ante un tema viejo, gastado, quizás inútil. Y sin embargo es una película que progresa por vínculos muy sutiles entre las distintas puntas de su tema.
LOSEY. Lo primero es ubicar a Joseph Losey, nacido en 1909 en Estados Unidos, en una culta familia con fuerte formación puritana. Entre sus influencias se hallan Bertolt Brecht, Harold Pinter, el neorrealismo italiano y el expresionismo alemán. En una fecha tan temprana como 1935 Losey ya había estudiado bajo el magisterio de Eisenstein en Moscú, donde también conoció a Brecht. Eso, y el hecho de haber asistido en 1947 a unas sesiones de trabajo del comunista Marx’s Study Group, fue suficiente para que lo llamaran a declarar ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas en 1951, por lo que a partir de entonces hizo de Europa su hogar. Mucho antes se había dedicado al teatro, hasta que en 1943 recibió inoportunamente el llamado a las armas. A su vuelta de la guerra volvió al teatro dirigiendo Galileo Galilei de Brecht, en lo que fue una espectacular puesta en escena, con Charles Laughton como protagonista. En 1948 debutó como cineasta en El niño del cabello verde, curiosa alegoría contra el racismo. Le seguirán una buena serie de thrillers, de los que destacan varios complejos estudios psicológicos y sociológicos.
En los últimos meses de 1951 huyó a Londres para escapar de la lista negra maccarthysta. Tras un período de reajuste comenzaría allí su mejor etapa, a partir de Tiempo sin piedad (1957) y La jungla de cemento (1960), con verdaderas obras maestras como El sirviente (1963), Por la patria (1964), Extraño accidente (1967), El mensajero del amor (1971), El otro Sr. Klein (1976) y Don Giovanni (1979). Losey reveló especial cuidado en los detalles simbólicos de la puesta en escena, y unas constantes teatrales de las que nunca se desprendió, mostrando un agudo sentido del sufrimiento de los seres más vulnerables y de la irremediable soledad humana. Esos factores se combinaron para dar a su trabajo una calidad alegórica imprescindible, por lo que, unido a su acentuado pesimismo, su obra se apartó del público afecto al cine como espectáculo popular.
MENSAJERO. Partiendo de un brillante libreto de Harold Pinter (con quien Losey ya había trabajado en El sirviente y Extraño accidente), El mensajero del amor ubica su acción en una casona rural de la Inglaterra de los años 20. De esta manera aleja la acción hacia un pasado distante, lleno de congelados formalismos para las conductas sociales y las relaciones sentimentales. Pero a medida que el niño protagonista (Dominic Guard), que pertenece a una clase social más baja, descubre el caparazón de mentiras que lo rodea, esos seres quedan afectados, destruidos por la revelación posterior de sus debilidades y escándalos. A ese enfrentamiento de clases (el niño llega y desbarajusta la soleada vida de esa familia de aristócratas) Pinter y Losey agregan otro elemento para alegar contra esas cuidadas hipocresías: la historia aparece como la memoria del protagonista, ya crecido (Michael Redgrave), contemplando todo con ojos abiertos y sorprendidos. Con la intercalación periódica de ese intruso solitario, el film establece finalmente el carácter alienante de la antigua vida aristocrática, capaz de resentir, anular o distorsionar la disponibilidad sentimental de los seres humanos. Es por eso que el ambiente físico de la acción está hecho de interiores oscuros y complejos, y fachadas soleadas y brillantes. A menudo los encuadres concentran en una misma visión el interior y el exterior, promoviendo en el espectador la sensación de una ambivalencia vital que afecta a todos. Ese ambiente rural de pocos individuos sirve para una descripción detallada de la familia protagónica y sus allegados.
Pero esa es la fachada de la película, magníficamente servida por la excelente fotografía de Gerry Fisher, la perfeccionista ambientación y vestuarios de Carmen Dillon y John Furniss, y la inquietante banda sonora del francés Michel Legrand. En contenidos el film va más lejos aún. Si el apunte clasista importa determinando la acción, Pinter y Losey encaran el desarrollo concentrándose en el niño protagonista. Lo primero que se nota es que la película mantiene una cuidada descripción psicológica del niño y su relación con los mayores, la inadaptación inicial, la idealización de la bella mujer (Julie Christie), la admiración por un hombre (Alan Bates), el hecho de asumir de manera inconsciente el rol de vínculo entre esos amantes tan desiguales, la disyuntiva -también inconsciente- de crecer o conservar la niñez, el enfrentamiento con el egoísmo, el juego mágico con la situación, elementos todos que la película maneja con extremada sutileza, comunicando al espectador cada viraje sentimental sin decir nada explícitamente, procurando los medios más persuasivos para que ese espectador esté siempre preparado de antemano en la captación de las tensiones que separan a los tres personajes involucrados en el desigual romance. El conjunto enlaza entonces una delicada peripecia individual con sus más amplias implicancias sociales, y lo recubre con una riqueza conceptual y un arsenal expresivo cuya extrema sutileza no impide meditar cuidadosamente el film, y hallar todo lo que tiene escondido dentro. El resultado fue olímpicamente ignorado por el Oscar. En cambio, conquistó la Palma de Oro de Cannes y cuatro premios BAFTA, todo un logro para una película que en su tiempo fue incorrectamente catalogada como hermética.
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