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¡Al fin! por Pablo da Silveira

¡Al fin!  por Pablo da Silveira
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Conocí a Alfredo García en noviembre de 2008, cuando me hizo una entrevista para lo que entonces se llamaba Voces del Frente. Más o menos en esos días, la bancada parlamentaria del Frente Amplio se aprestaba a votar a solas la Ley General de Educación, que luego sería sustancialmente modificada por la LUC. En aquel entonces yo era un profesor e investigador universitario, sin actividad política conocida.
Leer aquella entrevista a casi quince años de distancia puede resultar descorazonador. El diagnóstico que podía hacerse entonces era igual al de hoy. La educación uruguaya tiene tres grandes problemas: tenemos un sistema educativo que expulsa a los más débiles, tenemos una gran desigualdad de aprendizajes entre los que siguen estudiando y tenemos un problema global de calidad. Casi quince años y muchos miles de millones de dólares después, la situación no ha variado en esencia.
Una mirada más atenta, sin embargo, indica que sí ha habido cambios. En primer lugar, mientras que hace quince años este triple diagnóstico era admitido por pocos, hoy ha hecho carne en la ciudadanía. En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, hoy existe una amplia demanda ciudadana de cambios en la educación. Todas las encuestas recientes lo confirman. En tercer lugar, el contenido del debate educativo ha cambiado de modo radical. Me importa en especial desarrollar este último punto.
Si vamos quince años atrás, el debate educativo giraba en torno a tres grandes temas: dinero, autonomía y poder. De lo que casi no se hablaba era de educación.
Una idea muy extendida entonces era que lo que hacía falta para mejorar la educación era más dinero. El reclamo de los sindicatos y el discurso de los principales voceros del oficialismo de la época giraba en torno a la idea de más recursos. Fue entonces que aparecieron cifras mágicas, como la del 5% del PBI. Y los gobiernos de la época hicieron esfuerzos importantes por acercarse a ella.
Solo que el efecto esperado nunca ocurrió. Uruguay duplicó largamente lo que gastaba en educación, pero los problemas de fondo no cambiaron. Como consecuencia, la relación entre los recursos invertidos y los resultados obtenidos empeoró.
Hoy, el reclamo por más recursos sigue estando, como es normal en las sociedades democráticas (no existe ninguna sociedad democrática en la que la ciudadanía o el sistema político digan que no hace falta gastar más en educación). Pero mucha más gente reconoce hoy que, si bien los recursos son una condición necesaria para mejorar la enseñanza, están lejos de ser una condición suficiente. Más recursos sin políticas adecuadas y sin transformaciones efectivas, puede ser solo malgasto.
Un segundo rasgo del debate político de hace quince años era la insistencia en la autonomía como condición fundamental para el buen gobierno de la enseñanza. Si a las autoridades se les daba recursos y se las dejaba actuar solas, las cosas iban a andar bien. De hecho, en aquellos tiempos se escuchaban frases muy radicales, que decían cosas como: “no hay que dejar entrar a los políticos en la educación”.
También en este aspecto, la situación es hoy más matizada. La autonomía sigue siendo un pilar del funcionamiento de nuestra enseñanza, entre otras cosas porque así lo establece la Constitución. Pero, después de muchos bloqueos y errores acumulados, bastante menos gente cree que alcanza con que las autoridades educativas sean autónomas para que actúen bien. Una autoridad educativa puede ser autónoma y al mismo tiempo equivocarse, o no atreverse a actuar, o quedar paralizada. La experiencia aporta abundante evidencia al respecto. Por eso, hoy mucha gente cree que el respeto de la autonomía debe complementarse con compromisos claros ante la ciudadanía y buenos mecanismos de rendición de cuentas. La LUC ha aportado instrumentos valiosos en este sentido.
Un tercer rasgo del debate educativo de hace quince años era que estaba centrado en el tema del poder. La enseñanza autónoma no se veía como un instrumento al servicio de los ciudadanos, sino como un territorio a ser ocupado por organizaciones políticas y sindicales. Por cierto, esta sigue siendo la visión de unos cuantos. Pero al menos hay más pudor para decirlo. Los uruguayos hemos elegido olvidar pero, no hace tantos años, en este país se proponía públicamente que las resoluciones del Congreso Nacional de Educación fueran vinculantes, es decir, que las resoluciones de un ámbito esencialmente corporativo tuvieran preeminencia sobre las decisiones de los legisladores y de los gobiernos electos por el pueblo. Recordar aquellos hechos es bueno para percibir cuánto han cambiado las cosas.
Cuando uno atiende al debate educativo de la actualidad, observa que se habla sobre competencias y contenidos, sobre la redefinición de ciclos educativos, sobre postergar o no la repetición (porque, contra lo que a veces se dice, nadie está proponiendo eliminarla), sobre los mejores caminos para avanzar hacia una formación docente con reconocimiento universitario.
Como es normal y saludable, respecto de todos estos temas hay discrepancias y debates. Pero lo importante es que todas esas divergencias tienen que ver con lo educativo. Por primera vez en muchos años, estamos hablando de educación. Más aun: estamos hablando sobre cambio educativo. Existen diversas opiniones sobre la velocidad con la que hay que cambiar y sobre los mejores caminos para hacerlo, pero nadie dice públicamente que no sea necesario. ¡Al fin estamos conversando de lo que importa!

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