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Ana Magnabosco: las múltiples vidas de una dramaturga invisible

Ana Magnabosco: las múltiples vidas de una dramaturga invisible
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“el Frente Amplio se convirtió en el peor partido tradicional que he visto en mi vida”

 Ana Magnabosco no es la primera mujer en escribir para teatro en nuestro país, pero con más de treinta obras estrenadas a partir de 1982 -incluyendo algunas estrenadas por la Comedia Nacional- y múltiples premios ganados podemos decir que es la primera mujer que se desarrolló como dramaturga en Uruguay. Si bien sigue produciendo obras dedica parte de su tiempo a coser en un taller de costura para poder llegar a fin de mes. Actualmente está trabajando en el libro Quilombera, que promete dejar a la vista algunos entretelones de la vida cultural durante los gobiernos del Frente Amplio. Durante las dos horas que conversó con Voces su voz jamás transmitió resentimiento, aunque sí una gran desilusión. Si bien a veces parece que se la intentara invisibilizar, Magnabosco es una de las figuras más importantes de la dramaturgia uruguaya de las últimas cuatro décadas, y aún tiene mucho para decir.

Magnabosco nació en Capurro en abril de 1952 pero se crió en el Pueblo Ferrocarril de Villa Colón. Su pasión por escribir nace ya en edad escolar, y cuando las maestras mandaban como deberes hacer una redacción era su momento de gloria: “Empecé a canjear los trabajos, al que era el Sote de la clase en Matemática y le iba horrible en las redacciones yo se la escribía a cambio del problema de Matemática. Si el tema era, por ejemplo, ‘La calle de mi barrio’, yo les preguntaba cómo era su calle, si era de adoquines, de tierra, si había árboles, y de noche hacía la mía y hacía cuatro o cinco más, incluso simulando alguna falta de ortografía, porque sabía que tal compañero tenía alguna dificultad ¡Y la maestra no se daba cuenta!”

Un hecho triste que marcó la infancia y adolescencia de Magnabosco fue la meningitis de la hermana menor, que le generó graves secuelas. La madre tuvo problemas para asimilar la situación y la futura escritora debió hacerse cargo de los cuidados de sus hermanos y de la casa. “Quedé con la obligación de hacer el liceo sin perder ningún año y aparte iba, después de la una de la tarde, de lunes a viernes a acompañar a mi hermana a un tratamiento primero a la escuela de recuperación psíquica, después a la Escuela Roosvelt, que tenía una parte de rehabilitación física, y luego a un masajista. Imaginate a una gurisa de 14, 15 años en el patio de la Escuela Roosvelt rodeada de niños sin brazos, sin piernas… Porque mientras trataban a mi hermana yo tenía que esperar. Y yo tenía que huir de ahí, era insoportable la situación. Si un niño se caía te decían que no lo tocaras, y podía quedar ahí, reptando una hora, hasta que lograba volver a su silla. Y con esa habilidad que adquirí de niña empecé a hacer cuentos. La Roosvelt tenía un jardín con estatuas y empecé a inventar cuentos para esos gurises con personajes que vivían en ese jardín. Date cuenta que era pura resiliencia esa capacidad de generar historias, para no llorar, para no rebelarme contra mis padres y decirles que no aguantaba más.”

¿Estudiaste algo vinculado a la Literatura después?

No. Realmente tenía una necesidad enorme de cortar con esa situación familiar donde yo era responsable de mis hermanos, de mi madre… Mi novio era de Colonia y estudiaba Ingeniería, tuvo la oportunidad de trabajar en Fanapel y se fue a Juan Lacaze. Y era una época en que no podías irte con tu novio sin casarte, así que me casé con diecinueve años, y ya a los veinte tenía un hijo en mis brazos, y tuve tres al hilo. Recuerdo que cuando llegué a mi casa en Juan Lacaze y me di cuenta que nadie me estaba pidiendo nada era increíble. Ese primer año de casada, hasta que nació mi hijo, debo haber leído como cinco libros por semana. Iba a la Biblioteca Rodó de Juan Lacaze, y creo que era íntima de la bibliotecaria, porque iba día por medio. Y me auto formé, de una manera muy desordenada, leyendo, buscando los libros que aparecían en las reseñas de los diarios, cuando viajaba a Montevideo o a Buenos Aires mi gloria eran las librerías.

Poco después fue el golpe de Estado ¿Cómo fue vivir esos años en una ciudad como Juan Lacaze?

Era tremendo. Yo escribí una novela, sin publicar, que se llama Las margaritas del señor Prefecto, en donde cuento en forma novelada, desde el punto de vista de un niño de una familia de pescadores, una historia que viví en esos años. Yo vivía justo en frente al río y había un ranchito frente a mi casa, en el 76. Estando en la playa mientras daba de comer a mi hija en brazos aparece un cuerpo en la orilla, y en la playa solo estábamos esa familia de pescadores y yo. En eso corren de la prefectura un marinero y después el Prefecto. El hombre estaba con las manos y los pies atados con alambre, obviamente era uno de los que tiraban de los aviones. Estaba muy hinchado pero era el cuerpo de un hombre joven. Y viene el Prefecto y me dice: “Vaya para su casa, porque esto son peleas entre los chinos, cosas que pasan”. Y a mi se me ocurre decir: “Este hombre no peleó, tiene las manos atadas”. Imaginate, una gurisa de veinticuatro años con un nene de un año y medio y una beba de ocho meses, la inocencia para decir eso en esa situación. Y el tipo se cuadra y me dice: “Usted no vio nada. Ni va a decir nada. ¡Esto no pasó!” y se va. A los pocos días prendieron fuego el rancho donde vivían los pescadores y yo fui invitada, porque daba clases de declamación en la biblioteca, a integrar la Comisión de Cultura, que funcionaba en la Comisaría del pueblo (risas). Tenía que asistir de forma obligatoria y bajo firma. Y el Prefecto se me sentaba enfrente y me miraba todo el tiempo.

En los ochenta volvés a Montevideo y empezás a estudiar dramaturgia.

En el 81, volviendo de Montevideo a la una de la mañana, en pleno invierno y en la oscuridad más absoluta se cruzó un caballo y quedamos tirados al costado de la Ruta 1. Venía mi suegro manejando y yo atrás con los niños, cantando. Estallaron todos los vidrios. Mis suegros quedaron inconscientes, mis hijos gritaban y no me preguntes cómo pero logré correr a mis suegros a la cuneta, correr el auto y quedamos al costado hasta que paró una Onda y se llevan a mis suegros. A nosotros nos rescató un matrimonio de Colonia Suiza en un Volkswagen, que nos permitió estar adentro para no pasar frío hasta que llegó una ambulancia. Y en ese momento pensé que me podía haber muerto, con veintinueve años, y me pregunté si estaba haciendo lo que realmente quería hacer, y la respuesta fue que no. Yo no escribí nada en esos diez años, y siempre lo quise hacer. Y dejé todo y me vine a Montevideo con mis hijos, a empezar de vuelta. Vi un aviso de un taller de dramaturgia con Rolando Speranza y me anoté, y lo hice dos años (1982 y 1983). Y empecé a mandar cosas a los concursos, no había otro camino, y empecé a obtener premios. Saliendo de la dictadura estábamos (Álvaro) Ahunchaín, Dino Armas y alguno más, (Ricardo) Prieto era ya un poco mayor. Somos la generación invisible. Después como dramaturga pedí permiso para integrar La Candela, que la dirigía Andrés Castillo, presenciaba los ensayos y ahí veía la dinámica, las entradas, las salidas. El teatro tiene un tiempo cronológico que tenés que entender para poder escribir.

¿Viejo Smoking es de esos años?

Si, la estrenaron en La Candela en el 88, fue la primera obra que tuvo repercusión en Montevideo, me dieron el Florencio, que ahí está (señala una repisa entre telas y bobinas de hilo en donde está la estatuilla ganada por Viejo Smoking). Las vecinas me preguntan: “¿De donde lo sacó?” Y cuando les cuento me dicen que no pueden creer que viva de coser y yo les digo: “¿De qué creen que vive un artista uruguayo?”

Y casi enseguida te estrena la Comedia Nacional

Claro, porque fue como el boom de la dramaturga, hicimos Las mágicas noches del doctor Pelayo a dúo con Alberto Paredes y con música de Jaime Roos. Era un proyecto de Dumas Lerena, con improvisaciones, fue maravilloso. Fuimos con el elenco de la Comedia a los bailes del Palacio Salvo para investigar. Allí las mujeres bailaban solas haciendo fila india al costado de la pista, y cuando alguien quería bailar con alguna de ellas venía y la empujaba para adentro y se quedaban bailando. Nunca más vi algo así. Todo eso para incorporarlo a la obra, uno iba a escuchar. Como decía García Lorca, un dramaturgo tiene que tener buen oído, aprender los modismos…

Hasta comienzos de la década del 2000 se siguen estrenando tus obras, pero a partir del 2005, 2006, se vuelve más dispersa esa actividad. Al mismo tiempo trabajaste elaborando proyectos de cultura para el Frente Amplio.

Un día me llaman y me dicen que me invitaba (Ricardo) Ehrilch, que iba a ser el futuro intendente, a integrar la Comisión de Cultura del Frente Amplio, que si yo quería trabajar seis meses en forma honoraria. Yo lo consideré un honor, era frenteamplista desde el 71 y creí toda la vida en los valores del Frente Amplio. Capaz que fui una ingenua, pero yo estaba convencida de que íbamos a remover las raíces de los árboles y que esta sociedad iba a ser más justa para mis hijos. Y bueno, teníamos seis meses para intercambiar sobre qué hacer con la cultura. Y tuvimos grandes discusiones, porque en este país todavía no se entendió lo que es la cultura, se la confunde con el arte, de vieja trayectoria aristocrática. Y nos preguntábamos qué hacíamos con la gente que nunca fue a un teatro, que nunca leyó un libro… Grandes discusiones, y la idea era generar proyectos, de ahí salió Esquinas, para integrar a los vecinos, las ferias barriales… Y una gran discusión que no se terminó de dar nunca era de qué manera se iba a enfocar el arte, esa discusión la ganó el populismo, yo nunca estuve de acuerdo. Se pretendía, por ejemplo, que Rubén Olivera fuera a dar clases de guitarra a los barrios a gente que no tenía formación. Yo decía: “compañeros, tiene que ir a dar clases a gente que ya tiene formación, no puede ir a darle a un gurí de quince años que por primera vez va a poner los dedos en una guitarra, vamos a ser racionales con los recursos”. Hay un montón de gente que puede dar clases a los que por primera vez van a acercarse al instrumento, pero no Rubén Olivera. Y era una discusión sin fin, con un entrevero entre lo que era formarse como artista y acercar la cultura a la gente, a mi criterio dos cosas distintas. Se podía, por ejemplo, hacer un taller para acercar a la gente a la lectura, acercando textos, sensibilizando sobre literatura, y otro, también en los barrios, ya con características de taller literario para quienes ya escribían o que ya tenían un interés, son dos cosas distintas. Ahí un escritor reconocido me dijo que a él no le importaba quien iba a los talleres, porque él facturaba igual. Y ahí ya vi que había un problema y que yo estaba siendo una ingenua. Esos seis meses las reuniones fueron en un Hotel en la calle Colonia, nadie cobró nada, nadie nos prometió nada, éramos doce, diez hombres y dos mujeres. Ya en la segunda reunión dos se pararon y dijeron: “¿Acá no hay un puesto?”. (Mauricio) Rosencof les dijo que no y entonces se fueron. Dos a los que ahora hay que pagarles miles de dólares por los recitales. Y así se empezó a ir la gente. Quedamos tres, las dos mujeres seguimos hasta el último día, y en la reunión final antes de que Mauricio decidiera quienes quedaban como asesores le dije: “Mirá Mauricio, si por alguna casualidad me elegís a mí quiero que escribas unas líneas fundamentando por qué te parece importante que trabaje en cultura. Porque toda la vida he luchado por la transparencia, y considero que capaz hay cientos de personas más capaces que yo, por eso necesito una fundamentación, hasta para mis hijos”. Y en el momento en que lo decía le veía la cara a Rosencof y me decía: “tierra tragame, te acabás de cavar la tumba”. El me contestó: “¡Cómo me vas a pedir eso petisa!” Y bueno, no fui asesora. Esa es mi historia, una historia de la que no me arrepiento pero haciendo balance siento que fui muy ingenua. Todavía tengo el programa de Tabaré que se hizo en El Galpón de la Asamblea de la Cultura ¡No se cumplió un solo punto! Al final lo que pasó es que por primera vez la gente de la cultura, que siempre acompañó al Frente Amplio, se encontró con la posibilidad de tener un trabajo público. Por primera vez había oportunidad de que tuvieras un trabajo y te pagaran como artista. Y ahí empezó el que con quien me acuesto, a quien muevo, a quien le lloro. Nunca pensé que se iba a caer en esto. Si yo paso raya te digo: el Frente se convirtió en el peor partido tradicional que he visto en mi vida. Y sigo siendo profundamente de izquierda.

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Leonardo Flamia Periodista, ejerce la crítica teatral en el semanario Voces y la docencia en educación media. Cursa Economía y Filosofía en la UDELAR y Matemáticas en el IPA. Ha realizado cursos y talleres de crítica cinematográfica y teatral con Manuel Martínez Carril, Miguel Lagorio, Guillermo Zapiola, Javier Porta Fouz y Jorge Dubatti. También ha participado en seminarios y conferencias sobre teatro, música y artes visuales coordinados por gente como Hans-Thies Lehmann, Coriún Aharonián, Gabriel Peluffo, Luis Ferreira y Lucía Pittaluga. Entre 1998 y 2005 forma parte del colectivo que gestiona la radio comunitaria Alternativa FM y es colaborador del suplemento Puro Rock del diario La República y de la revista Bonus Track. Entre 2006 y 2010 se desempeña como editor de la revista Guía del Ocio. Desde el 2010 hasta la actualidad es colaborador del semanario Voces. En 2016 y 2017 ha dado participado dando charlas sobre crítica teatral y dramaturgia uruguaya contemporánea en la Especialización en Historia del Arte y Patrimonio realizado en el Instituto Universitario CLAEH.