Los que andamos de a pie, no siempre percibimos los acontecimientos políticos como capaces de afectar nuestra existencia personal. Se nos pierden los hilos entre lo individual y lo colectivo entre la Historia con mayúsculas y nuestras pequeñas historias.
Hace un montón de años que leí «La consagración de la primavera» de Alejo Carpentier, pero me acuerdo perfectamente de aquella «apolítica» bailarina rusa zarandeada por la azarosa historia del siglo XX. De la Rusia revolucionaria al París del surrealismo, de la guerra de España a la resistencia francesa, de la Francia ocupada por los nazis a la Cuba de Batista y a la revolución.
De la misma manera, la política insistió en golpear a las puertas de mi vida, como a las de casi toda mi generación. No había posibilidades de mantenerse al margen y, a principios de 1976, me estaba insertando en Barcelona, o mejor dicho en el ambiente del exilio uruguayo en Barcelona.
Y pasaron los años, fuimos consiguiendo mejores trabajos, aprendiendo catalán e integrándonos, casi sin darnos cuenta, en la España efervescente de los años que siguieron a la muerte de Franco. Recuerdo el triunfo del PSOE como propio, mientras que el franquismo y la transición eran cosas que les habían pasado a los españoles, y el Estatuto de Autonomía de Catalunya, algo que nos costaba comprender desde nuestra visión integradora de América Latina. La noche en que Felipe González ganó las elecciones la pasamos bailando en la Puerta del Ángel.
Entretanto, familiares y amigos nos mandaban discos del nuevo canto popular uruguayo y los semanarios que crecían como hongos después de la derrota de la dictadura en el plebiscito por la reforma constitucional. El canto popular era demasiado murguero para mi gusto y, cuando mi marido hablaba de volver al Uruguay, cuando se acabara de acabar, de una vez por todas, esa dictadura que se caía a pedazos, yo no prestaba demasiada atención. Habíamos logrado estar bien en Barcelona, la ligazón entre mi historia personal y la Historia del paisito (¡y cuán paisito se veía desde allí!) se había adelgazado, como un elástico vencido.
En marzo del 84 yo tenía 28 años, un hijo de 3 años y una beba de poquitos meses. Mi madre y mi suegra coincidieron en Barcelona para visitarnos y conocer a su nueva nieta, e insistieron en quedarse con los gurises para que nos tomáramos unos días de vacaciones a solas. No les costó mucho convencernos: nos fuimos a Cadaqués, un pueblo paradisíaco de la Costa Brava, a minutos de la casa donde Dalí había pintado a Gala desnuda en la ventana. Apenas llegamos, nos enteramos por televisión de la liberación de Seregni. Nos sentamos en el salón del hotel, entre aquellos europeos de cualquier parte que poco y nada sabían de Sudamérica y, emocionados, vimos a la gente y sus banderas en Bulevar Artigas, escuchamos las consignas y los cánticos que tanto conocíamos, y las palabras de Seregni en el balcón de su casa. Pasaron el discurso completo en el «telediario» de la noche.
Entonces sentí que aquello que estaba pasando, en el país tan chiquito y tan lejano, era la Historia. Y también que aquellas palabras de Seregni, apelando a la paz y al mismo tiempo a la salida de los presos y el retorno de los exilados para ser «obreros de la reconstrucción de la patria del futuro», me convocaban. Dibujaban un quiebre en mi camino, se estaban colando entre las variables que uno analiza para decidir los rumbos de su vida. Mi pequeña historia personal no podía quedarse ajena. Los hilos que atan lo individual y lo colectivo volvían a anudarse. Esa noche resolvimos volver al Uruguay. Por la palabra de ese hombre que nunca conocí personalmente.
He vuelto a escuchar en estos días aquellas palabras. He visto en televisión las mismas escenas que vi en un hotel de Cadaqués una noche ventosa de comienzos de primavera. Y, claro, sé que no fue sólo mi vida la que se vio afectada por ellas. Es que Seregni cambió el rumbo de la Historia y, nos guste o no, como a la bailarina rusa de Carpentier, la Historia nos toca a todos. Más vale, entonces, que la hagamos en vez de padecerla.
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