En 1964, Antar edita “Hombres de nuestra tierra” (Ciclo de canciones uruguayas), un álbum singular en la discografía uruguaya. Para hablar de un álbum conceptual hay que remontarse al extraordinario (y posterior) “Todos detrás de Momo” de Los Olimareños/ Lena de 1971, pero es difícil hallar otro trabajo similar en nuestra región como el de Daniel Viglietti y Juan Capagorry. En aquel lejano Uruguay se debatía de qué manera la canción debía transformarse en un vehículo nacional que oficiara de equilibrio ante la fuerte influencia “argentinista”. Anselmo Grau y Rubén Lena, entre otros, fueron los que sintieron la ausencia de un cancionero uruguayo. Había que crearlo. En ese momento histórico es que nace el proyecto de Viglietti/ Capagorry que contiene una génesis muy interesante. Viglietti ya había editado su primer disco y estaba recién iniciando su carrera. Al mismo tiempo, Capagorry estudiaba guitarra con Cédar Viglietti, el padre de Daniel. De esta manera se conocieron y después de cada clase Capagorry se quedaba estacionado conversando de arte y demás temas con Daniel. De aquellas charlas y de cierta coincidencia en la manera de ver el mundo, es que nace el proyecto de escribir un ciclo de canciones basadas en ciertos oficios (algunos desaparecidos para la época) y en los seres humanos que los trabajaban. Poco a poco fueron apareciendo los textos que según el propio Viglietti eran puestos bajo la lupa y corregidos de manera estricta, lo mismo que las músicas. Tanto Juan como Daniel eran implacables a la hora de la corrección y ambos crearon el material casi a dúo. Yendo a lo musical, el arte de Viglietti, pese a ser un joven artista, ya estaba redondeado en aquel momento. Su guitarra estaba definida y no cambiará demasiado en adelante. Hablamos de una guitarra “culta” que ejecuta música popular. Y aquí curiosamente entra en materia el disco de Abel Carlevaro (como Vicente Vallejos) que grabaría un año después. Surge la pregunta: ¿el alumno influenció al maestro? Viglietti fue uno de los primeros estudiantes de Carlevaro, y en una de las clases le enseñó a su maestro una polca que estaba trabajando (“Acordeonista”). Esto despertó en Carlevaro el recuerdo de una antigua polca que tocaba con su hermano Agustín: “La infeliz”. Viglietti la utilizó como introducción y aquí noto un círculo virtuoso donde, paradójicamente, maestro y alumno se retroalimentan. Los textos en prosa, no los de canción escritos por Capagorry, servirán de prólogo. Cada canción empezará con un recitado y aquí nos detenemos frente a otro encuentro virtuoso: la entonación y el timbre del poeta se asemejan al de Osiris Rodríguez Castillos. Sin dudas hay una conexión y una línea estética que se intenta proseguir. Pero lo curioso es que lo que propone Viglietti desde lo compositivo es totalmente distinto al universo “osiriano”. La guitarra del autor de “Cielo de los Tupamaros” es decimonónica, la de Viglietti es contemporánea, con gestos de música culta y distinta del barroquismo del gran creador montevideano. Los ritmos elegidos no están presentes al azar. Hay una intención detrás de cada rítmica donde aparecen la Huella, la Milonga, el Cielito, el Gato, la Polca, la Media Caña, y otras estructuras más libres. Pero el grueso está determinado por esas rítmicas que eran (y son), algunas de ellas, material de los musicólogos. Aunque es bueno anotar que estos ritmos no aparecen cerrados; hay libertad creativa y no guardan la estructura de su coreografía fija, por ejemplo, en el Gato. Aquí no se trata de hacer folclore “puro” sino de -basados en esos ritmos- crear una nueva materia. La belleza de ciertas canciones está en su despojamiento y en cierta serenidad campera. La hermosa “Pescador de Arroyo” resalta en el lado A del LP, que cierra con otra belleza (con gran influencia yupanquiana) “Calagualero”. El lado B abre con el potente Gato “Monteador”, canción que Viglietti nunca dejó de tocar en sus presentaciones. “Garcero” tiene un aire impresionista que se escapa a la estampa campera, retratando de manera exquisita ese paisaje con garza. El disco se cierra con “Cañero del norte”-la canción más política quizá- con una rítmica desaparecida como la Media Caña que se funde con un Gato. Una canción que en lo personal me parece fascinante porque introduce de manera inteligente sutiles alteraciones. Un punto a resaltar es que la temperancia de la guitarra no obedece a la estándar y se adecua a la de los guitarreros folclóricos del interior que utilizan (o utilizaban) una afinación más baja. Otra parte importante del álbum, la tercera pata del proyecto, fue el gran trabajo de la fotógrafa Isabel Gilbert quien propuso viajar al interior del país para hacer un mapeo antropológico: los “hombres de nuestra tierra” en medio de los oficios que cuentan las canciones. Este trabajo plástico es tan importante como el poético-musical, y puede decirse que las fotografías se transforman en imprescindibles; sumadas como comentarios afectuosos de un interior profundo que estuvo siempre, política y psicológicamente, tan alejado del centro de gravedad de la capital. “Hombres de nuestra tierra” es más que un gran disco: es un mojón en el rico camino de nuestra música, y está bien que se siga comentando y apreciando. La única forma de que no caiga en el saco del olvido.
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