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“Comprender a nuestros padres es una forma de conocernos a nosotros mismos” por Martín Imer

“Comprender a nuestros padres es una forma de conocernos a nosotros mismos”  por Martín Imer
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Un notable estreno nacional de este fin de semana es El retrato de mi padre, film que se define a sí mismo como “un thriller documental”. El nuevo trabajo del director Juan Ignacio Fernandez Hoppe vuelve a indagar en su historia familiar para intentar reconstruir la figura de su padre, un hombre al que no pudo conocer debido a que falleció durante la infancia del realizador. Una historia íntima, de la cual pudimos conversar con el cineasta.

¿En qué momento comenzaste a visualizar una película dentro de esta historia?

A esta altura de mi vida me reconozco como un corredor de fondo, un tipo que necesita llevar los procesos hasta las últimas consecuencias, profundizar una historia hasta el último giro posible, exprimir la emoción al máximo. Eso por supuesto lleva tiempo, mucho tiempo de trabajo, porque voy ensayando distintas aproximaciones a un mismo asunto a lo largo de los años.

Recuerdo con 9 o 10 años -mi padre murió cuando yo tenía 8- estar sentado en la cama de mi cuarto repitiendo “papá, papá, papá”, porque sentía que debía igualar el número de veces que decía “mamá” al cabo de un día. Eso ya era un intento mágico, infantil, de compensar un vacío, pero también es creer en el poder reparador de la palabra, y eso tiene que ver con contar una historia.

Más tarde, a los 13 años empecé a estudiar guitarra, porque me enamoré de los Beatles, pero también porque consideraba que de esa manera podía conectarme con mi padre, de quién sabía muy superficialmente que había sido músico, asunto que en la película se explora en profundidad. Pero para eso faltaba mucho todavía.

Recién a los 22 años, en el marco de la carrera de Ciencias de la Comunicación, hice mi primer intento de llevar la historia de mi padre al cine. “Hijo” es un cortometraje de ficción -el cual codirigí con un querido amigo y colega, Matías Paparamborda- que trata justamente sobre un hijo que tiene que vaciar la casa de su padre que acaba de morir.

En el corto vemos al protagonista -interpretado por Jorge Temponi- poniendo las pertenencias de su padre en cajas. Lo que debería hacerse en una tarde se va alargando, el hijo demora a propósito la tarea, se queda a dormir en la cama de su padre. Pasan los días y de a poco esas pertenencias empiezan a revelarle indicios de lo que pueden haber sido los últimos días de vida de su padre, y sobre todo terminan oficiando como una especie de portal hacia una comunicación, me animo a decir trascendente.

Guardar las pertenencias de mi padre en una caja como acción dramática no era algo inventado para la ficción, sino que lo estaba tomando de la realidad. Mi prima Bety -sobrina de mi padre- se encargó de dicha tarea el día después de la muerte de mi padre. Luego esa caja me la dio cuando cumplí 18 años y yo prácticamente no me animé a abrirla hasta el año 2016, con 35 años, cuando finalmente me dije: ahora voy a fondo, hasta las últimas consecuencias. Esa caja con sus pertenencias son parte fundamental de “El retrato de mi padre”.

De ese apertura definitiva de la caja en 2016 al estreno en 2023 pasaron 7 años de trabajo casi ininterrumpido. Ahí es de orden señalar el enorme esfuerzo de la productora de la película, Carolina Campo Lupo, por sostener una producción durante tanto tiempo. Se requirieron todo tipo de malabares.

¿Cuál fue la primera reacción de tu familia ante la propuesta?

Luego del corto “Hijo” (2005), llega mi primer largometraje “Las flores de mi familia” (2012), donde abordo otro tipo de conflicto familiar, en ese caso protagonizado por mi abuela y mi madre. O sea que no era la primera vez que con mi familia nos embarcábamos en este tipo de aventura. En parte están curados de espanto, aunque nunca del todo, ni ellos ni yo.

En el caso de “El retrato de mi padre” la historia implicaba desenterrar un pasado doloroso, del cual apenas se había podido hablar alguna vez: la sospecha de que la muerte de mi padre se tratase de un suicidio. A pesar de eso, mi familia me apoyó en todo momento, cada uno a su manera. Tanto mi tía, como mi primo, mi prima y mi madre, se los ve en la película ayudándome a armar ese retrato.

Esto no quiere decir que el proceso no haya estado exento de conflicto, al contrario, y eso se ve también en la película. La tensión, especialmente con mi madre, es palpable en cada escena. Hay discusión, enfrentamiento, desacuerdo pero también colaboración, llanto catártico, risas y música, todo mezclado y expuesto de una manera abierta que solo es posible porque mi familia se entregó al proceso con enorme generosidad.

Siento que el premio ante tanto sacrificio fue grande. Logramos hacer en familia un duelo largamente postergado y extraer una luz muy potente de lo que en un principio parecían ser solo sombras tenebrosas.

¿Hubo, durante el rodaje, momentos en los que pensaste en parar ante algo tan personal?

Aquí me gusta recordar lo que llamo de un modo bastante sui generis “la parábola del cirujano”. Imaginemos a un cirujano que al abrir el cuerpo del paciente ve que adentro la cosa está complicada, acaso peor de lo que de antemano los exámenes adelantaban. Puede asustarse, coser la herida y no tratar el órgano enfermo, o bancar el panorama complejo y operar hasta llegar al final, porque sabe que la primera opción es condenar al paciente a la muerte, sin dar batalla.

En un momento del proceso yo me preguntaba: ¿pero para que reabrí esta herida? ¿para qué destapé esta caja de pandora? ¿por qué nos someto a mi familia y a mí a esta autopsia cinematográfica? Es cierto que yo cargo con el dolor de la orfandad, y de la tarea casi imposible de reconstruir un padre que apenas tuve. Pero para mi familia desde cierto punto de vista el asunto es más doloroso, porque ellos vivieron toda la vida con él, y sufrieron en carne propia mucho de los conflictos que intentan contarme en la película. A ellos les explotó la caja negra en la cara, como dice mi madre en un momento, a mí me llegan apenas los ecos de esa explosión.

¿Qué sentis, hoy, al ver la película terminada? ¿Sentís que lograste completar esa imagen de tu padre?

Sí, ahora sí puedo decir que lo logré, pero mientras vemos la película observamos mi angustia y obsesión por completar esa imagen, ese retrato de mi padre. Profundizar sobre ese asunto sería adentrarme en la parte final de la película, y prefiero que la vean. Pero das en el clavo con la pregunta, porque esa duda me atravesó durante todo el proceso, y me refiero no solo a la hora y media de película, sino a los seis años de trabajo. Padecí mucho esa incertidumbre, hubo períodos enteros que lo primero que pensaba cada día al levantarme era: “no voy a lograr lo que quiero lograr en esta película, no voy a poder traer a mi padre a la vida en esta arriesgada operación cinematográfica que estamos haciendo”. En términos de la parábola del cirujano sería: no solo se me va a morir el paciente sino que encima va a haber un montón de espectadores siendo testigos del desastre y juzgándome.

Lo que me costó mucho tiempo darme cuenta fue que justamente esa duda profunda mía, como cineasta y como hijo, era lo que había que contar en la película. No tanto un retrato acabado de mi padre, sino un relato sobre los esfuerzos denodados de un hijo por encontrar la verdad sobre su padre, y todos los obstáculos que tiene que enfrentar (el mundo, su familia, él mismo) para encontrar esas respuestas.

Como en cualquier narrativa clásica, como espectadores nosotros logramos empatizar más con el protagonista si justamente lo vemos dudar, fallar, pelear, enfrentar obstáculos cada vez mayores y no siempre salir airoso, sino al contrario, ir desarmándose cada vez más. Esta es la base misma del conflicto dramático, esto eleva la historia de lo personal a lo universal.

Todos somos hijos e hijas buscando comprender a nuestros padres, porque es una forma de conocernos a nosotros mismos también. Pero en la película quisimos ir incluso más allá en la construcción de la empatía e identificación con el protagonista. “El retrato de mi padre” en su esencia puede definirse como la historia de alguien que lucha por conocer la verdad, porque intuye que al encontrar esas respuestas va a recomponer algo que está roto, perdido u olvidado. Y ahí podemos identificarnos de manera más amplia con otras tantas búsquedas, en el plano social y político, no solo en la esfera íntima, familiar.

Pero volviendo a ese hijo y cineasta que duda del valor de su búsqueda y de sus logros, confieso que costó mucho que yo me atreviera a mostrarme así en la película. Me protegía. Como director estaba obsesionado por lograr una aparente perfección de la trama policial y con eso cometía el peor de los pecados: simplificar al protagonista, haciéndolo funcional a la trama. Ahí el papel de los co editores Guillermo Madeiro y Guillermo Rocamora fue fundamental. Ellos hicieron mucha fuerza para que viéramos en la película como ese hijo se pierde en el camino, se queda en silencio, sin respuestas para dar, vuelve obsesivamente e incluso torpemente a las mismas cosas. Se ven sus fallas, dice cosas que no quiere, lo vemos vulnerable, desbordado y también ridículo incluso. Y sobre todo lo vemos dudando de la utilidad de su misión hasta el último instante. Como espectadores dudamos junto a él hasta el final. Esta película tiene un clímax emocional muy poderoso en el último segundo. Es un gol en los descuentos.

Un elemento importante que le queda al espectador es la importancia de cuidar la salud mental de los otros y el consumo de fármacos. ¿Crees que en el país existen medidas adecuadas para regular y cuidar a esos individuos?

Existen medidas adecuadas, sin duda, pero es un asunto complejo donde no alcanza con las políticas públicas, que por supuesto siempre pueden mejorar. Siento que el asunto de fondo es cultural como sociedad, hacia dentro de cada familia y de cada individuo. Tomo prestada una imagen que leí por ahí en la sección de comentarios de un medio de prensa, a propósito de Gastón Machado, un técnico de fútbol que se suicidó hace una semana aproximadamente. El comentario decía algo así: si uno se quiebra una pierna, no duda un minuto en llamar al médico. Si uno ve alguien tirado en la calle con una pierna quebrada porque lo acaba de atropellar un auto, va a llamar a una ambulancia. Si uno tiene un hijo con una pierna quebrada y no llama al médico basándose en la creencia de que se va a mejorar solo, pueden hasta quitarle la patria potestad. Ahora suplantemos “quebrarse una pierna” por “estar deprimido”, “angustiado”, con “ansiedad”, con “ideas suicidas”, con un “sufrimiento existencial paralizante”, etc, etc, veremos como en gran medida muchísimos de nosotros vamos a descartar llamar al médico, ya sea por vergüenza, por considerar que se nos va a pasar, que no es tan importante, y podemos actuar de la misma si se trata de un familiar, de un amigo, de alguien cercano. Ese es el problema: no pedir ayuda.

Cuando la salud mental se desequilibra, la vida se empaña por completo, se compromete todo lo demás, y sin embargo muchísimas veces callamos. Mi experiencia con la película es que al hablar, filmar, en definitiva compartir con otros la carga del dolor, el proceso terminó siendo enormemente curativo. Para mi familia, para el equipo de la película y espero que también para el público. Así lo hemos sentido en el recorrido de la película por los festivales internacionales y especialmente en el pre estreno, el 25 de julio pasado en el DocMontevideo.

A propósito de esa función, un espectador me escribió al otro día:

Yo me quedé con ganas de decir públicamente que todas las personas que compartimos la película en la sala, asistimos a un gran acto de sanación. Porque los actos de amor más difíciles de realizar son el perdón y la sanación.

Ojalá así sea.

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