El “mía o de nadie” y el trasfondo de una masculinidad que seguimos ignorando
Hace una semana el femicida de Adriana Fontes, Alfredo Hernández, sentenció ante la fiscal Gabriela Rusiñol: “es mía o de nadie”. Y nos sorprendimos, como si fuera la primera vez que lo escuchamos, o como si no supiéramos que quienes ejercen violencia de género o les quitan la vida a las mujeres, lo hacen precisamente porque se sienten sus dueños.
“Hay criminales que proclaman tan campantes la maté porque era mía, así nomás, como si fuera cosa de sentido común y justo de toda justicia el derecho de propiedad privada, que hace al hombre dueño de la mujer”, recitaba Eduardo Galeano hace 10 años, en el marco de la campaña contra la violencia de género “Nunca más a mi lado”, de la banda No Te Va a Gustar.
Expresiones iguales o muy similares han sido y siguen siendo divulgadas en infinidad de manifestaciones sociales y culturales, como la música, el cine y la publicidad, y consumidas a diario por todos nosotros.
Tristemente famosa, recordada y explícita, es la letra de Cacho Castaña que reza «si te agarro con otro te mato, te doy una paliza y después me escapo». O la interpretada por Luis Miguel, «te vas porque yo quiero que te vayas, a la hora que yo quiera te detengo, porque quieras o no, yo soy tu dueño”. Acercándonos a la actualidad nos encontramos con Romeo Santos y su: “eres mía, mía, mía”. O con Andrés Calamaro, que se considera el “propietario de tu lado más caliente”. Y la lista podría seguir infinitamente.
A lo largo de la historia, se les ha enseñado a los hombres a través de todas las vías y medios posibles, que las mujeres les pertenecen y que por tanto pueden hacer de ellas lo que les plazca. Primero sus esposas o compañeras (detengámonos a pensar un segundo en el significado de la palabra “esposa”), luego sus hijas, a quienes ese mismo padre “entrega” en el altar a otro hombre, o a otra familia a cambio de una dote, como ocurría en nuestro país hasta mediados del S. XX y aún sucede en otros países del mundo.
Por supuesto que no todos los hombres interiorizan y aplican este mandato de “propiedad” de formas tan extremas como violando, acosando o matando. Pero queremos hablar precisamente de los que lo hacen, no de quienes no lo hacen.
Todos los femicidas se creen dueños de las mujeres que asesinan. La única diferencia es que el femicida de Adriana Fontes, lo dijo.
Lo sorprendente es, después de todo lo antedicho, que como sociedad recién nos estemos enterando de esto. O eso pareciera, a juzgar por la sorpresa generalizada.
Esa es la base de la violencia basada en género y del patriarcado que la sustenta: los hombres son jerárquicamente superiores a las mujeres, y tienen por tanto la potestad de decidir si pueden trabajar o estudiar, vestirse de jeans o falda, salir o no con sus amigas, usar o no redes sociales, vivir o morir.
Seguimos en el nivel “sorpresa”, cuando desde hace al menos 10 años deberíamos estar actuando sobre el tema de fondo, la raíz del problema. ¿Y cuál es esa raíz? La construcción social de la masculinidad.
Esto, si bien es una opinión, no es antojadiza. Sociólogos, psicólogos y un sinfín de investigadores se han dedicado a teorizar y analizar el tema desde la década de 1980, cuando surgieron los estudios sobre masculinidades.
En 2018 se presentó el libro “Debates actuales sobre las subjetividades masculinas y el femicidio”, del cual participaron numerosas instituciones, entre ellas la Universidad de la República y el Centro de Estudios sobre Masculinidades y Género. En él se hace énfasis, precisamente, en la necesidad de “llegar antes” con la prevención, no solo a las víctimas, sino a quien ejerce violencia, porque “es necesario transformar el concepto que los hombres tienen sobre ser hombres”.
En las últimas décadas hemos destinado recursos e instituciones a la implementación de políticas de género y campañas, con el fin de atacar este flagelo haciendo foco fundamentalmente en las mujeres, lo cual tiene lógica, era y es urgente y necesario, y sin dudas hay que seguir trabajando sobre eso. Pero no podemos seguir omitiendo que existe “otra parte”, ni tener la candidez de pensar que el problema se resolverá sino empezamos a trabajar sobre los valores, mandatos y estereotipos que hacen que los hombres se sientan “verdaderamente hombres”.
Es cierto que algunas medidas se han tomado, tanto del Estado como desde la Sociedad Civil, pero con todas las buenas intenciones del mundo, llegan tarde. Atacan el problema cuando ya está instalado.
Existen grupos de varones que han comenzado, por voluntad propia, a cuestionar las bases de su masculinidad porque se han reconocido como privilegiados en un sistema que oprime, somete y violenta a las mujeres, en pos de sus privilegios, y no lo comparten ni desean perpetuarlo. Lo que indica que sin dudas, algo se está moviendo. Pero son gotas en el océano, valiosas, pero gotas.
Urge empezar a construir otros modelos de masculinidad, donde mujeres y varones puedan relacionarse, cualquiera sea su vínculo, desde la igualdad y el respeto. Y cuando digo construir me refiero desde el sistema educativo, de salud, las familias, la sociedad civil, la cultura y todos los ámbitos sociales, con políticas públicas específicas.
Si continuamos educando machos hoy, seguiremos cosechando femicidas, acosadores y violadores mañana. Y, lamentablemente, seguiremos corriendo el problema de atrás.
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