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Cosmovisiones (sobre la incompatibilidad entre humanismo y teísmo) por Marcelo Aguiar

Cosmovisiones (sobre la incompatibilidad entre humanismo y teísmo) por Marcelo Aguiar
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Lo poco que sabemos sobre nuestra prehistoria nos da algunas pistas para especular sobre cómo habrá sido la visión del mundo del Homo Sapiens, durante los más de doscientos mil años de su existencia sobre los cuales apenas se tienen registros fósiles. A falta de mejores herramientas para acceder al conocimiento, las únicas respuestas disponibles para hacer frente a los grandes interrogantes debían ser provistas por las creencias, bajo la forma de mitos ancestrales, repetidos oralmente generación tras generación. Un cúmulo de artefactos culturales que irían cristalizando con el tiempo en lo que hoy identificamos como religiones.

El primer registro de un eclipse solar se encuentra en manuscritos del astrónomo chino Tchoung-kang en el año 2137 a.C. Según las creencias de la época debían lanzarse flechas al cielo y hacer sonar los tambores para espantar al dragón que intentaba tragarse al Sol. En la antigua Mesopotamia, cuna del célebre código de Hammurabi, primer código penal y civil del que se tienen registros, a la enfermedad se la designaba con la palabra asiria shértu, que significa además pecado, ira de dios y castigo. Eran los sacerdotes los encargados del diagnóstico mediante adivinación y de los tratamientos con exorcismos. Para los hebreos, primer pueblo monoteísta, sobre el cual la religión determinaba todos los aspectos de la vida cotidiana, la enfermedad era el castigo de dios hacia el pecador, una idea extraída del Antiguo Testamento que persistió durante siglos.

Fue recién en la Grecia presocrática, hacia el siglo VI a.C., que se registran los primeros intentos sistemáticos de pensamiento crítico, como alternativa a las respuestas de la tradición mitológica. En la escuela jónica, o de Mileto, con Tales, Anaximandro y Anaxímenes, se produce ese cambio cualitativo que supone una primera apuesta a la razón. Una confianza en nuestra capacidad para entender los grandes misterios como asuntos naturales que responden a leyes comprensibles, y fundamentalmente, la aceptación de la crítica como un principio necesario del pensamiento, contrario a la rigidez del dogma. Es quizás el primer antecedente de conflicto entre dos cosmovisiones.

En lo que hace a la medicina la ruptura con la teología se produce en la Grecia clásica con Hipócrates de Cos, quien empezó a clasificar los datos sobre las enfermedades. Desestimando los humores y deseos vengativos de los dioses, Hipócrates fue el primero en afirmar que cuando una enfermedad afecta a muchas personas simultáneamente había que buscar la causa en el aire, mientras que cuando afecta a un solo individuo había que pensar en sus hábitos de vida. Una verdadera hazaña intelectual que dio inicio a la ciencia médica moderna, la cual retomaría su desarrollo muchos siglos después, una vez superada la concepción medieval de la enfermedad como castigo divino y su curación por el arrepentimiento y la penitencia.

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La historia nos da una sucesión abrumadora de ejemplos que evidencian el conflicto epistémico entre las religiones asentadas y la cosmología científica incipiente, a medida que ésta comienza a resquebrajar sus dogmas. La retractación compulsiva de Galileo o el asesinato de Giordano Bruno son sólo los ejemplos más notorios de la intolerancia religiosa ante el pensamiento científico y filosófico. Hasta mediados del siglo XX, el Index de libros prohibidos de la Iglesia Católica incluía unas 4000 obras. Una larguísima nómina que muestra lo ajustado del término oscurantismo: Copérnico, Bruno, Kepler, Descartes, Pascal, Montesquieu, Spinoza, Hume y Kant, incluyendo esa hazaña intelectual que fue la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert.

Y este choque es inevitable desde el momento que las grandes religiones monoteístas,  además de muchas otras dimensiones, tiene como un componente ineludible de su doctrina el de realizar afirmaciones fácticas: nuestro planeta fue creado en seis días;  su antigüedad es de 6000 años; los humanos fueron creados a imagen y semejanza de dios, no por un proceso evolutivo; existió un diluvio que afectó a todo el planeta sin dejar rastros geológicos; es posible la resurrección; una persona puede nacer sin que exista fecundación de un óvulo por un espermatozoide; es posible convertir agua en vino; existen demonios que transfieren el semen que recogen, para inyectarlo en el cuerpo de las mujeres (Tomás de Aquino), etc. Ni en cien páginas sería posible agotar el listado de afirmaciones que refieren a hechos supuestos que son parte consustancial del dogma religioso.

¿Puede alguien seguir considerándose creyente sabiendo que cada uno de estas afirmaciones es falsa, porque contradice leyes fundamentales de la naturaleza? El físico Alan Sokal describía así el dilema: “toda la autoridad de las religiones en materia ética depende de la veracidad de sus doctrinas fácticas”. Una encrucijada que obliga a los creyentes a elegir una de dos vías: o se reafirma el valor de verdad literal de los textos, rechazando a la ciencia (como hacen los fundamentalistas), o se admite el repliegue de la religión en todos los terrenos abiertos a la refutación, y se degrada la infalible y rígida “palabra de dios” a una pobre colección de alegorías, salvando así, a un altísimo costo, su compatibilidad con la ciencia. En esta última opción, saber por qué un ser todopoderoso habría elegido un lenguaje tan vago para trasmitir sus enseñanzas, sabiendo las nefastas consecuencias que eso traería para millones de personas, o especular por qué un dios así de incompetente debería servir como guía para nuestros valores morales, son asuntos que exceden en mucho el alcance de esta nota. En todo caso, parafraseando al filósofo y neurocientífico Sam Harris, la teología no es mucho más que una rama de la ignorancia humana.

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Pero más allá de la cuestión epistémica, importa evaluar cómo este conflicto impacta en la sociedad. Es indudable que muchas de aquellas afirmaciones tienen problemas mucho más serios que su evidente falsedad, apenas disimulable con los trucos escapistas de la hermenéutica. Porque quienes las toman como inofensivas alegorías son una ínfima proporción entre los creyentes, y porque en manos de los fundamentalistas tuvieron y siguen teniendo consecuencias desastrosas para millones de personas.

En una bula de 1484 el papa Inocencio VIII defendió la existencia de las brujas dando luz verde a la delación, persecución, “caza”, tortura y quema de decenas de miles de personas inocentes, la mayoría de ellas mujeres pobres. En 1526, Lutero consideró que “Es una ley muy justa que las brujas sean muertas (…) Las magas deben ser ajusticiadas, porque son ladronas, rompedoras de matrimonios, bandidas, asesinas (…) Así que deben ser ajusticiadas, no sólo por los daños, sino también porque tratan con Satanás”

Pero sería un error pensar que los efectos de esta disputa son cosas del pasado lejano, de la prehistoria o de la Edad Media. Muy por el contrario, son un problema del presente, cada vez que el fundamentalismo cristiano o islámico consigue acercarse a las esferas del poder.  Veamos sólo algunos ejemplos.

  • En 1990 la Organización Mundial de la Salud (OMS) se hizo eco del consenso científico y dejó de considerar a la homosexualidad como una enfermedad. Hoy, más de treinta años después, sigue siendo considerada un crimen en un tercio de los países del mundo, y en 9 de ellos, todos con fuerte incidencia del Islam, se castiga con pena de muerte.
  • En su primera visita por África, en 2009, el papa Benedicto, contrariando todas las evidencias científicas y las recomendaciones de la OMS, declaró que el problema del sida “no puede ser vencido con la distribución de condones» porque eso «sólo aumenta el problema». Seis años antes, en Dakar, 150 representantes de la Iglesia católica africana ya habían rechazado el uso del preservativo en un continente que reunía a cerca del 70% de las personas con VIH del mundo, enfermedad que, por esos años, ya había causado la muerte a más de 25 millones de personas.
  • Un tribunal de los EEUU, cediendo a la presión de grupos cristianos, falló, en 2010, para detener el financiamiento federal a la investigación en células madre embrionarias, un área de estudios considerada fundamental para enfrentar enfermedades incurables como el Parkinson, la diabetes o el Alzheimer.
  • En el año 2017, el presidente Erdogán, en su nefasta cruzada de islamización de la sociedad, sumó a Turquía a la lista negra de países como Arabia Saudita que ya no enseñan la teoría de la evolución de Darwin, en las clases de biología de secundaria.
  • En los Estados Unidos, el país más creyente del mundo desarrollado, por lejos, casi la mitad de la población cree en el creacionismo más que en la teoría evolutiva de Darwin, y 8 de cada diez estadounidenses cree en los milagros (1).

El conflicto entre ciencia y religión es una constante histórica desde que los humanos descubrimos que nuestro intelecto dispone de un arsenal suficiente como para entender las leyes de la naturaleza, sin necesidad de apelar a los atajos de la magia.  Sólo un dios inmanente a la naturaleza, como el que propuso Spinoza, puede convivir pacíficamente con la ciencia, porque no se espera de él interacción alguna con el mundo material, y su existencia queda convenientemente limitada a la imaginación de los creyentes o actuando como argamasa social de identidades colectivas.

Cuando la religión supone a un dios creador, interesado en los asuntos humanos, uno que responde a los rezos y realiza milagros, uno que anda husmeando en las relaciones íntimas entre las personas y dando consejos, el conflicto es inevitable. Si un dios así existiera, sería un asunto científico de primer orden entender las leyes que gobiernan su interacción con el mundo material, del mismo modo que hoy se intentan comprender asuntos tan complejos como la materia oscura, esa masa no visible de la que se supone su existencia, o la energía oscura con fuerza gravitacional repulsiva, teorizada para explicar lo que se sabe sobre la expansión del universo, o el propio Big Bang.

Como resumía magníficamente el psicólogo canadiense Stephen Pinker: “Al desvelar la ausencia de propósito en las leyes que rigen el universo, la ciencia nos obliga a asumir la responsabilidad de nuestro propio bienestar, el de nuestra especie y el de nuestro planeta. Por la misma razón, socava todo sistema moral o político basado en fuerzas místicas, cruzadas, destinos, dialécticas, luchas o eras mesiánicas. Y en combinación con unas cuantas convicciones irreprochables –que todos nosotros valoramos nuestro propio bienestar y que somos seres sociales que nos influimos mutuamente y podemos negociar códigos de conducta-, los hechos científicos militan en favor de una moral defendible, a saber: los principios que maximizan el florecimiento de los humanos y otros seres sintientes” (2)

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