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Denis Merklen, sociólogo: No somos simples opinólogos, somos científicos sociales

Denis Merklen, sociólogo: No somos simples opinólogos, somos científicos sociales
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No todos los días tenemos la oportunidad de entrevistar a un catedrático de la Sorbona y menos en español. Aprovechando la visita de este compatriota lo arrinconamos para hablar de su visión del Uruguay actual y de la Francia de Macrón.

Por Jorge Lauro y Alfredo García / Fotos Rodrigo López

Perfil:

Estudió sociología en la Universidad de Buenos Aires donde enseñó e investigó hasta 1996, principalmente junto a Juan Carlos Portantiero. Se doctoró en 2001 en la Ecole des hautes études en sciences sociales de París bajo la dirección de Robert Castel.Actualmente es catedrático en la Sorbonne Nouvelle de París y miembro del célebre Institut des hautes études de l’Amérique latine. Su enseñanza se centra principalmente sobre la sociología política. Ha llevado adelante investigaciones en Argentina, China, Francia, Haití, Senegal y Uruguay. Ha publicado en español, francés, inglés, rumano y alemán. Es autor de 14 libros y 70 artículos científicos. 

 

Naciste en Montevideo en 1966. ¿Qué hacía tu familia?

Mi familia es larga. Mis padres son maestros. Ejercían como maestros, hasta que partieron al exilio en el año 1973 conmigo y mis hermanos. En aquel entonces éramos cuatro. Nos fuimos a Buenos Aires y ahí quedamos, hasta que una parte de la familia volvió. Entonces ya éramos más hermanos. La familia se reinstaló aquí y algunos quedamos en Argentina, los mayores.

Y ahí estudiaste Sociología.

Sí, y trabajé en la Universidad de Buenos Aires como docente e investigador durante diez años. Luego me fui a Francia, con un proyecto doctoral que terminó en 2001. No era un momento muy propicio para volver al Río de la Plata. Hubo un intento de instalarme aquí en el año 1998, incluso concursé en la Universidad de la República y obtuve un cargo, pero era muy difícil. A veces nos olvidamos, pero entonces los docentes universitarios no podían vivir de sus sueldos de docentes universitarios, salvo algunos poquitos. Como yo no tenía otro tipo de recurso más que mi salario, no prosperó y volví a Francia.

Ya sos francés a esta altura.

Bueno, tengo un pasaporte francés, lo que no me impide sentirme uruguayo.

¿Seguís pensando en español?

Depende. Creo que en ese sentido soy bastante bicultural y bilingüe. Con mis compatriotas franceses me siento muy uruguayo, y con los uruguayos me siento un poco francés. Y con mis compatriotas franceses y uruguayos me siento un poco argentino. Son los inconvenientes de quienes han migrado y desarrollan unas competencias un poco particulares (risas).

¿Estás dando clase en la Sorbona?

Sí.

¿Dónde hiciste tu doctorado?

En la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, de París. No es la Sorbona estrictamente, donde también trabajé un tiempo e inicié mi carrera universitaria como docente universitario. Aún soy docente en la Sorbona.

Académicamente seguís muy ligado a Uruguay.

En este momento afortunadamente tengo vínculos muy estrechos y fluidos. Acabamos de desarrollar un proyecto de investigación muy lindo en sus resultados. Estoy muy satisfecho con lo que hicimos, y también con unos vínculos de cooperación que se establecieron con el MIDES. No siempre ha sido así, depende de muchas variables y muchas cosas. Siempre vuelvo al Uruguay y tengo conexión con mis colegas y un poco con el mundo político, porque me interesa la sociología política. Mis vocaciones van un poco por ahí.

¿Qué tan desarrollada está la sociología en Uruguay?

Justo ahora estamos en el congreso de sociología. En la sesión inaugural se presentó una muy interesante encuesta sobre los sociólogos en el Uruguay, y hubo una serie de conferencias sobre la historia de la sociología, que me permitió ver un poco más finamente algunas cosas. La sociología institucionalizada en Uruguay es una disciplina muy joven, tiene unos pocos años, prácticamente medio siglo, tal vez un poco más. Antes había estudios de tipo sociológico y hubo sociólogos muy importantes, pero de manera institucionalizada es una disciplina muy joven. Y no debemos olvidarnos que fue interrumpida por la dictadura cuando estaba naciendo. Esa es un poco su joven historia. En Uruguay le tocó vivir en un contexto presupuestario muy difícil. Y, afortunadamente, en estos últimos quince años, se ha fortalecido la institucionalidad, con la creación de la Facultad de Ciencias Sociales, con un edificio, más personal y salario, y dinero para poder asistir a congresos y hacer investigaciones. Se ha abierto un mercado de trabajo importante para la sociología, indudablemente, en las agencias públicas y en los distintos sectores del Estado, y esto es así en todas partes del mundo. Todo eso hace que los importantes talentos que el medio local desarrollaba encuentren un terreno más fructífero y cómodo para trabajar. La producción científica requiere no solamente de gente talentosa sino también de recursos. Todo ese contexto hace que, en un país de población relativamente pequeña, el desarrollo haya sido muy interesante. En muchas áreas importantes hay muy buenos trabajos de sociología.

Estamos teniendo una especie de auge de los sociólogos a nivel del espectro político. Pasamos de los economistas a los politólogos y ahora los sociólogos parecen tener un cierto protagonismo. Hoy son fuente de consulta, son referentes. ¿Es bueno o malo eso?

No voy a decir yo que sea malo. Depende de a quién le hacen la pregunta y el ojo con que se mire. A mí me parece una buena cosa. Los ochenta y noventa fueron años en que las ciencias sociales, en su vinculación con el espacio público, fueron fuertemente dominadas por la economía y la ciencia política a tal punto que la sociología había prácticamente perdido su capacidad de hablar de política. Los periodistas, entonces, cuando querían saber algo de política se lo preguntaban a un politólogo. Es algo bastante curioso pero era así. No sé por qué los periodistas tenían esas ideas, lo sabrán mejor ustedes que yo. Ahora pareciera haber un poco más de espacio para que los sociólogos puedan recuperar una parte del rol de intelectuales, es decir, de informadores de la opinión pública y de productores de inteligencia colectiva. La sociología tiene mucho para aportar allí. Dicho esto, es verdad que la sociología —a mi gusto, y esta es una opinión puramente personal— tal vez para poder reconquistar terreno ha adoptado algunos de los modos discursivos y de las maneras de actuar propios de la economía y de la ciencia política. Entonces la sociología que es más fuerte en el Uruguay es una sociología que está muy estrechamente pegada al dato estadístico, algo que en las sociedades en que vivimos es absolutamente indispensable.

Pero no suficiente.

No es lo único que la sociología tiene para aportar a la sociedad, a las instituciones, a los partidos políticos, a los movimientos sociales, a la prensa y a los ciudadanos.

Los sectores más conservadores le echan la culpa de muchas cosas que ellos consideran desviaciones de los sistemas tradicionales de vida, a que hayan llegado ahora con tanta fuerza.

Depende a qué se refieran. Tal vez en buena medida tengan razón. No necesariamente es una mala cosa. Nuevamente depende del cristal con que se mire. Es verdad, y no puede negarse, que en las sociedades de mercado, digamos capitalistas, la sociología ha tenido —la mayor parte del tiempo, no siempre— una vinculación más fácil y estrecha con el pensamiento que consideramos de izquierda. Esto es así. Nos juntamos los sociólogos y para encontrar uno que vote un partido conservador, de derecha o liberal, hay que buscar un montón. No es cierto que siempre haya sido así, y algunos de los grandes nombres de la sociología han sido personas conservadoras y de derecha, y que son muy útiles a toda la sociología. Pero en general hay algo de esto. No es casual que cuanto la sociedad se interroga sobre sus relaciones sociales y que cuando las personas se piensan como miembros de un colectivo en el que viven juntas estén pensando más con el hemisferio izquierdo y que se acerquen a la sociología, y que cuando se piensan más como individuos y como relaciones puramente económicas, y cuando reducen la política a sus formas más institucionalizadas, se acerquen más a la economía y a la ciencia política, y allí el pensamiento liberal y de derecha habita con mayor agrado y facilidad. La antropología y la sociología, tal vez, respondan y alimenten preguntas que tienen un poco que ver justamente con los vínculos sociales, con cómo vivimos juntos.

Tenés un seguimiento bastante claro de lo que pasa en Uruguay.

Trato de tenerlo. El hecho de que durante un año y medio hayamos hecho una investigación minuciosa nos da una cierta mirada. Hay una cantidad de cosas de las que no tengo más que una idea aproximativa. Trato de mantenerme informado, de leer lo que se publica. Estoy atento a la prensa.

¿Cómo está Uruguay en relación a las sociedades un poco más de vanguardia, si se las puede definir así?

No sé cuáles son esas sociedades. Nuevamente depende de para quién. En los debates políticos actuales en Francia el gobierno del presidente Macron piensa que Francia es un país muy atrasado porque tiene, según él, estructuras sociales que corresponden a una sociedad que él ve como del pasado, mientras que él cree que liberalizando, por decirlo de manera rápida, Francia se va a acercar a lo que él considera los países de vanguardia. Creo que debemos abandonar la idea de vanguardia. No pienso que haya países de vanguardia. Creo que debemos abandonar absolutamente la idea de que hay una vanguardia de países a los que deberíamos acercarnos. Puede ser que haya países o sociedades que se organicen de un modo al que nosotros nos gustaría parecernos, y ahí debemos discutir políticamente si nos gustaría parecernos a Estados Unidos, a Inglaterra, a Chile, a Argentina, a Brasil o a cualquier otro país.

Acá los modelos que se pregonan más son Nueva Zelanda y los países nórdicos como Finlandia. Y Chile últimamente, desde el punto de vista más económico.

Tomemos algunos casos un poco más situados. Estuve trabajando en los barrios más pobres de Montevideo, y creo que hay que prestar mucha atención a la cuestión de la vivienda. Hay modelos institucionales o formas de resolver el problema de la vivienda que son muy distintos entre los países. En América Latina la respuesta a la cuestión de la vivienda es, en su casi absoluta totalidad, de un solo modo: la vivienda es un bien privado de la familia, hay quienes son propietarios y quienes alquilan. El ideal es la propiedad de la vivienda por parte de la familia. Y los Estados que hacen algo para solucionar el déficit habitacional, o la mala calidad de la vivienda, lo que hacen es institucionalizar dispositivos que permitan acceder a la vivienda. Por ejemplo bancos hipotecarios, créditos o, como hizo ahora muy recientemente Argentina y también, en una escala mucho más importante  Brasil y México, la construcción de viviendas a nivel masivo para luego darle acceso a ellas a los sectores más desfavorecidos. Bueno, ese es un modelo, que se corresponde, por ejemplo, con el modelo de los países de Europa del sur como Portugal, España, Grecia e Italia. Pero hay otro modelo que ningún país de América Latina nunca ha mirado, incluyendo a Uruguay, que es el modelo de países del norte de Europa como Francia, Alemania, Bélgica, Holanda y Escandinavia, que han desarrollado modelos institucionalizados de acceso a la vivienda, donde existen sistemas públicos o semipúblicos que hacen que las personas vivan en esas viviendas sin necesariamente tener una relación de propiedad. Esa es la razón por la cual en Alemania, Francia y Escandinavia la mayor parte de la población no es propietaria de sus viviendas, y eso no es porque los países sean pobres.

¿Son estatales las viviendas?

Son lo que en Uruguay llamaríamos entes. Instituciones que en general tienen aportes de capitales del Estado y privados. En Francia, por ejemplo, y esta es una política muy vieja que nace antes de la Segunda Guerra Mundial y que adquiere su carácter masivo a la salida de la guerra, cuando hubo que rápidamente construir muchas viviendas, porque había mucho que había sido destruido por los bombardeos, sobre todo en el norte de Francia. Un 20% de la población vive en viviendas de este tipo, y a nadie se le ocurre ser propietario. Son viviendas que proporcionan los municipios, el Ministerio de Vivienda y un complejo de instituciones. A estos sistemas institucionales de acceso a la vivienda en América Latina no se les presta absolutamente ninguna atención. Nunca leí un solo trabajo en estos países en donde alguien se haya puesto a estudiar estos modelos de vivienda, que son diferentes y funcionan de manera diferente por ejemplo en Francia, Alemania o Suecia, simplemente porque salen del radar del modelo político. Uruguay ha tenido innovaciones como FUCVAM, que se acercan un poco a esta idea.

Pero que igual terminan en la propiedad individual.

Depende. En las cooperativas de usuarios no. Es una forma institucionalizada y no estatal, un bien público no estatal, porque es cooperativo. Sabemos que ha tenido límites, problemas y demás, pero ahí hay algo. En fin, por eso digo que esto de las vanguardias, las sociedades, los modelos, y qué sé yo, me parece que es un mal modo de pensar. Es mejor pensar en algunos sectores de las instituciones, del mercado, de las empresas, y ver cómo hacemos. Francia, por ejemplo, tiene una parte muy grande de su funcionamiento social en manos del Estado, y aproximadamente un 52% del producto es estatal. Los alemanes han decidido achicarlo, y el gobierno actual de Francia quiere achicar esa cifra, porque dice que está mal. Hay opiniones políticas. En este sentido vuelvo a lo de la sociología en Uruguay. La sociología se presenta, tal vez, y a mi gusto, un poquito en demasía bajo la idea del experto. Yo no me animaría a decir como un experto que tal porcentaje de la economía es mejor en manos del sector público, si un 30 o un 50%. No creo que un experto pueda decir eso. Se trata de una elección estrictamente política. Los que investigan y conocen bien algunas áreas de la sociedad pueden brindar elementos para informar y ayudar al debate político a trascurrir por otros caminos, pero nosotros no somos expertos como los que tiran cohetes a la luna y saben que dentro de dos años un satélite va a estar allá. No somos expertos de la misma especie.

No son tan exactas las ciencias sociales.

No. Es mejor que la sociedad no nos considere como los que dicen la verdad. Por ejemplo, aquí en Uruguay hay dos muy buenos sociólogos que conocen muy bien el mundo de la seguridad pública, Rafael Paternain y Gustavo Leal. Tienen visiones muy distintas para ese problema, y no por eso uno es más experto que el otro, o uno es mejor sociólogo que el otro. Simplemente ninguno de los dos tiene la varita mágica para resolver ese problema, o al menos no han encontrado una clave, y cada uno propone, y en el espacio de las batallas políticas y sociales las cosas se inclinan para un lado u otro, o incluso otros, porque hay cosas que no tienen nada que ver con lo que piensa Paternain ni con lo que piensa Leal. Allí la sociología y las ciencias sociales intervienen en el mundo social de esa manera, más que como expertos. Los economistas se creen que son expertos, pero no es verdad que todos los economistas piensen igual, y si hay un mundo en donde hay divergencias ese es el mundo de la economía.

Y mirando en retrospectiva muchas veces las profecías han sido erradas.

Independientemente de la capacidad predictiva, que tiene mucho que ver, nuestro trabajo no está desconectado del conocimiento empírico y de la ciencia. Hacemos ciencias sociales, pero las sociales son ciencias que tienen un modo de funcionamiento que entra directamente en la materia política. No somos simples opinólogos, no somos militantes, no somos periodistas. Somos científicos sociales, y esos roles son importantes. ¿Qué ocurre con la figura del experto? La figura del experto busca una alianza entre el periodista, el político y el experto, donde el experto trata de subir un escaloncito y ocupar un lugar de más poder. Ahí los periodistas tienen que ser un poquito más despiadados y solicitar menos la complicidad del científico social, para poder marcar las distancias entre la universidad de la investigación y el espacio de los debates públicos.

Cualquiera es experto en esta época. O citado como tal por un periodista, por lo menos.

Hay formas de ser experto que son más lindas y divertidas. El fútbol, por ejemplo. Me gusta que todos los uruguayos se sientan expertos, me parece extraordinario. No le hace ningún daño a nadie que tengamos una idea de cómo se debe jugar al fútbol.

Y en política también.

También, pero ahí la responsabilidad es mayor. Y no es verdad, tampoco, que cualquier cosa dé igual o que el conocimiento de la historia no nos dé experiencias y enseñanzas, o que la comparación entre países no nos permita conocer las consecuencias de tal o cual…

A ojo de buen cubero, una mirada al mundo muestra que hay un corrimiento hacia la derecha, hacia lo más primitivo, instintivo. ¿Está en retroceso la sociología?

Sí, sin duda. Siempre depende de cuándo empecemos a contar. Por decirlo de alguna manera, en aquellas épocas del Mayo Francés, por ejemplo, cuando los intelectuales ocuparon un lugar político muy importante —pensando por ejemplo rápidamente en la figura de Sartre—, allí la sociología encontró un terreno propicio, respiró, se expandió, y también se profesionalizó. Ahora un poco es víctima de ese desarrollo, y también del corrimiento de la mirada que la sociedad tiene de sí misma hacia la economía. Hay, muchas veces, una necesidad imperiosa de criticar el razonamiento contable sobre el mundo social.

No todo puede ser medible en valores.

La política no puede dejar de pensar en la puerta de la contabilidad. La contabilidad no puede marcarle el ritmo y el paso a la política. Ahí hay una claudicación de la sociedad sobre sí misma, y del pensamiento sobre sí mismo. Las formas de contar de la contabilidad no son siempre las mejores. Por nombrar un viejísimo ejemplo: hace muchísimo tiempo que el feminismo nos enseñó que las mujeres adentro de la casa hacían una tarea muy importante para la vida social y familiar, para la reproducción de los individuos y demás, y que el hecho de que ese trabajo no fuese remunerado no lo convertía en un trabajo menos importante o incluso menos duro de realizar, y que cuando la sociedad tomó consciencia de ello dio un paso muy importante en términos políticos. Ahora bien, porque la economía se convirtió al monetarismo sigue ignorando políticamente esa masa de producción de riqueza, como si eso no existiese. La economía es ciega. Para la economía, para los economistas, en las cuentas, desde el punto de vista contable, este trabajo es inexistente. Y lo mismo ocurre con el sector público: si yo doy clases en una universidad pública soy parte del gasto público y no produzco valor, dicen los economistas, pero si yo hago exactamente la misma tarea en una universidad privada entonces estoy haciendo crecer el producto bruto. Bueno, los economistas tienen un problema, porque eso no puede ser verdad. Cualquiera se da cuenta de que no puede ser verdad que el Estado no produzca riqueza. El problema es que no se lo cuenta y se lo transforma en un gasto.

Porque es intangible a la hora de los balances.

Sí, bueno, pero es intangible porque ellos impusieron un modo de contar que nosotros aceptamos pasivamente. Pero es un proceso estrictamente político, no hay ninguna razón por la cual se considere que una enfermera lo único que hace es gastar dinero. Y lo mismo ocurre con las políticas sociales: los economistas —y hay aquí trabajos muy importantes al respecto— distinguen, entre lo que ellos llaman prestaciones, contribuciones y ayudas, las contributivas y las no contributivas. Es una operación contable. Contributiva es aquella en la que yo cotizo y luego recibo, por ejemplo, la jubilación o el seguro de desempleo: cotizo mientras trabajo, y recibo el día que me quedo sin trabajo y me ponen en el seguro de paro. Ahí, dicen ellos, hay contribución. Si yo recibo porque tengo una ayuda familiar, porque tengo cinco hijos o uno discapacitado, por ejemplo, ellos dicen que no es contributivo porque yo no di nada para recibir eso a cambio. Es una manera absolutamente mezquina y miserable de ver el mundo, porque presupone que aquellas personas que, por ejemplo, trabajan en un asentamiento para hacer la vida mejor y desplegando cotidianamente cantidades colosales de energía, no le aportan nada al bien público ni a la riqueza nacional ni al hecho de vivir mejor. Y se la pasan arreglando el camino, la zanja, el arroyo que se inunda y resolviendo problemas extremadamente difíciles de resolver en esas circunstancias, dejando en ello el cuerpo, el alma y cantidades considerables de energía que la economía ignora olímpicamente porque no hay moneda de por medio. Todo lo que no tiene una moneda detrás, la economía lo saca del espacio del razonamiento político. Nuestro trabajo es volver a meterlo ahí adentro. Si los economistas no saben cómo hacer para contabilizar eso, tienen que trabajar más para encontrar la manera de hacerlo. Lo que es indudable es que esas personas trabajan, y que lo hacen por el bien público.

Dejando de lado las vanguardias y mirando de afuera, ¿cómo ves al Uruguay socialmente?

El sociólogo que soy ve con muy buenos ojos el Uruguay. Ahora bien, en sociología y ciencias sociales hace mucho una vieja socióloga y antropóloga argentina me enseñó que no se puede decir algo sin decir con qué se compara.

Puede ser consigo mismo.

Comparar consigo mismo es una muy buena manera de comparar. El Uruguay de 2019 comparado con el de 1990 o 1980 está mucho mejor. La sociedad es más saludable. Y comparada con la de otros países, por ejemplo los vecinos, me parece que la uruguaya es una sociedad mucho más integrada, cohesionada, igualitaria, y en consecuencia mucho más republicana y democrática. Ahora bien, esto no está distribuido igualmente para todos los uruguayos. En este trabajo que estuvimos haciendo con aquellos uruguayos que están en situaciones más difíciles es indudable que todo ese proceso del Uruguay vuelve aún más dura y mezquina esa misma sociedad comparándola con los ojos de aquellos que han quedado iguales luego de quince años de progreso. Cuando comparamos a la sociedad uruguaya con ese 7 u 8% que vive en situaciones de mucha dificultad, y cuando estamos allí, cuando nos instalamos a vivir allí, cundo miramos qué será de nosotros dentro de diez años. Es decir, nos acercamos ahora a una elección presidencial, y una joven familia de un asentamiento cualquiera por Camino Maldonado piensa que qué será de ellos dentro de diez años. O dentro de cinco, cuando termine el período del próximo gobierno, porque los gobiernos marcan etapas en la vida social. Bueno, yo no sé si una de estas familias, o uno de estos jóvenes, porque muchas de estas familias son jóvenes, están absolutamente convencidas de que estarán mejor dentro de cinco años. Veo así al Uruguay, muy bien y con muchos claroscuros. Y por otra parte, las sociedades y las personas que las habitan tienen expectativas que están muy directamente vinculadas a la situación que se vive y a la trayectoria. Voy a dar un ejemplo de algo que ha sido probado, podríamos decir, o demostrado en infinita cantidad de circunstancias: las migraciones rurales —el Uruguay ya pasó por eso hace muchísimo tiempo, la China lo está viviendo ahora de manera muy importante—, nos muestran que los campesinos cuando llegan a las ciudades, incluso si tienen una situación muy difícil, están contentos y muy felices, porque acceden a un montón de cosas que deseaban, que esperaban, que necesitaban cuando vivían en el campo, y que es lo que la ciudad ofrece. Ese es el sentimiento de quien llega. Pero si a esa misma persona le volvemos a preguntar por su situación unos años más tarde, cuando ya se convirtió en un habitante de la ciudad, probablemente mire su misma situación con otros ojos, porque ya no es un campesino y no se compara a sí mismo con la tierra que acaba de dejar sino con las perspectivas que tiene para adelante, y ya no le resulta tan divertido andar en ómnibus y mirar las luces de la ciudad, sino que también quiere otras cosas, como ir al cine o curarse en un hospital. A los uruguayos de hoy, tal vez, al haber torcido la línea de la pobreza, debe resultarles un gran orgullo ver eso, pero también es indudable que, para un joven que vive hace veinte años en el siglo XXI y que se proyecta como el ciudadano de la democracia contemporánea, eso no alcanza. Y es perfectamente lógico que sea así, que el progreso de la sociedad alimente nuevas expectativas.

Y aparte uno naturaliza su situación. Si lográs determinadas cosas, las incorporás.

Esta es una reunión de viejos. Estoy seguro que casi todos nosotros progresamos un poco, y hablamos con nuestros hijos y les decimos que cuando nosotros éramos chicos no había tal cosa. “Papá, vos venís de la Edad Media”, me dicen mis hijos. Y yo no puedo pretender que mis hijos se contenten con lo que a ellos no les pasó. Ellos tienen las expectativas de la familia que yo construí, y es perfectamente natural que así sea. Decirles a nuestros chicos que nosotros no teníamos televisión, como para que ahora se contenten con un celular viejo, es un consejo de viejo. Y con las sociedades pasa algo parecido: pretender que los uruguayos de hoy se conformen con el progreso de los últimos quince años es un poco ilusorio, porque los uruguayos de hoy tienen las expectativas del Uruguay de hoy. El propio progreso aumenta nuevas necesidades y deseos, y afortunadamente es así. No todo esto es necesariamente bueno y deseable, porque no todos los deseos y expectativas de la población se construyen solos. No estoy seguro de que el deseo de tener un auto nuevo sea la mejor cosa que puedan construir los uruguayos. No estoy seguro de eso, más bien pienso todo lo contrario. Pero hay que ir al debate político y público para tratar de construir colectivamente cuáles son los horizontes de futuro que nos damos, y esa es la tara primordial de la política. Y ahí el sociólogo no tiene nada para decir.

¿Ese factor es el que ha pesado en los cambios políticos de la región? Lula sacó cuarenta millones de personas de la pobreza, gente que puede tener su comida y sus electrodomésticos y que hoy quiere más.

Claro, y estoy totalmente seguro de lo que voy a decir: la izquierda se equivocó, porque creyó que el progreso social era aumentar la capacidad de consumo. Y esto es así en parte. Hay —y había, y existen— otras maneras de pensar el progreso, incluso el progreso individual. Por ejemplo, la ciudad de Montevideo hace ya varias décadas que trabaja mucho sobre su espacio público. Recuerden aquella época en que se arreglaron las plazas y la rambla. Ahí hay un modo en que la sociedad, toda junta, se proyecta hacia el porvenir y que no tiene nada que ver con el consumo, el ingreso y la capacidad de ir a un supermercado, sino que es otro andarivel. Y nos pone muy felices tener una plaza linda, una calle arbolada y una rambla donde es lindo ir a pasear cuando hace calor. Las izquierdas latinoamericanas cometieron el horrible error de apoyarse muy poco en el espacio y los bienes públicos, y mucho, excesivamente, en el dar acceso al mercado a todo el mundo. Entonces aquel eslogan extraordinario que se repitió excesivamente, sobre que tantos millones de brasileros entraron a la clase media y que qué maravilloso era el gobierno de izquierda, era seguramente un razonamiento sociológicamente muy pobre y políticamente propio de una izquierda que tenía al menos un ojo tapado y una oreja con un tapón.

¿El medir la pobreza por ingreso?

Por ejemplo.

No se crearon ciudadanos sino consumidores.

Sí. La idea de ciudadanía es compleja. Hablo del bien público, de lo que todos construimos, de la manera en que tenemos de vivir juntos: esto no es simplemente literatura y debe estar en el corazón del pensamiento político. Si la izquierda, y estoy hablando para el semanario Voces, piensa que a la sociedad le va bien cuando a las personas les va bien, tiene que luego decir, detrás de eso y muy cuidadosamente, qué significa que te vaya bien. Si que te vaya bien es aumentar el consumo, con toda seguridad va a crear ciudadanos que en algún momento la van a asesinar, porque ese grupo de ciudadanos va a encontrar que puede progresar mucho más rápidamente con otras alternativas políticas. De alguna manera la izquierda crea sus propios enemigos políticos cuando hace eso. No ha sido tan así la izquierda uruguaya. No podemos ser injustos y pensar que la izquierda uruguaya funcionó igual que la brasilera o la argentina. No es cierto. La izquierda uruguaya ha estado mucho más atenta que las otras —haciendo referencia a tradiciones de pensamiento político— a formas republicanas de pensar la política. Pero al lado de esto de repente también está la crisis política que esta campaña electoral pone de manifiesto.

Un fenómeno como Sartori en Uruguay marca eso: las expectativas de alguna gente ven ahí una salida más rápida.

Pareciera.

La votación de Sartori se dio en sectores bastante marginales, en lugares de extracción baja.

Pensemos en nuestros vecinos argentinos. El macrismo triunfó con una gran cantidad de votos de sectores pudientes y de clase media, pero también de sectores populares. E incluso hoy, en las elecciones que se avecinan en Argentina, hay una parte bastante importante de los sectores más sumergidos que van a votar a Macri.

Aun con toda la situación que están viviendo.

Por supuesto.

¿El odio es el motor actual en las decisiones políticas de la gente?

Eso no lo sé. Puede ser, no lo sé.

En Argentina hay gente cuya situación económica ha empeorado y…

En Argentina las cosas suceden de manera distinta a la uruguaya. No necesariamente tiene relación con lo que estábamos hablando antes. Allí sí el kirchnerismo tiene una responsabilidad muy grande: la construcción política ha sido a través de la construcción de un enemigo. Construyo mi grupo porque identifico claramente un adversario político. Tal vez los gobiernos de la época del kirchnerismo pensaron que el peronismo era imbatible y que entonces la creación de un polo antiperonista les iba a permitir permanecer en el poder. Y eso salió mal. Ahí hay una responsabilidad de los políticos de un lado y del otro, con la construcción de un enfrentamiento casi irreconciliable. Es exagerado decir que están en guerra civil, pero es de difícil superación. Es como Peñarol y Nacional.

¿El mundo no va a eso? Trump creó o aprovechó el enemigo de la inmigración, o aprovechó ese fantasma. Le Pen, también. O la ultra derecha europea. ¿No hay una corriente universal?

Sí, en Francia le llaman populismo. Y ahí están el chavismo, el peronismo, Trump, Marine Le Pen, Salvini, Cinque Stelle, Podemos, y una cantidad de movimientos de izquierda y derecha. Y es verdad que si hay algo que caracteriza al populismo es el razonamiento que divide al mundo entre el pueblo y las elites, o el pueblo y los poderosos. Hay algo de esto en todo el mundo, por razones diferentes. El Brexit, por ejemplo, tiene mucho de esto. Está también Bolsonaro, por supuesto. Y hay cierto peligro en estos movimientos que no siempre se originan de la misma manera. No puede decirse, por ejemplo, que la oposición que hay hoy entre Macron y Le Pen en Francia, muy alimentada por ambos, que se eligen como enemigos, sea gemela a la oposición entre Kirchner y Macri, o Lula y Bolsonaro, porque difícilmente podría asimilarse a Lula con Macron. Hay cosas que son complejas de analizar. Es verdad que hay una tendencia a la polarización y al conflicto.

La satanización del otro.

Pero cuando pensamos en algunos problemas de la relación de cada país con el Estado, ahí en ese clivaje, en esa ruptura, no se sabe muy bien dónde está parado cada uno. Depende de las tradiciones políticas e institucionales. Es más complejo. Por ejemplo, Bolsonaro es un antiestatista, lo que los europeos consideran un populista. En Argentina el populismo kirchnerista no es antiestatista, en cambio. No se acerca al pensamiento liberal de Bolsonaro. Las oposiciones no son siempre gemelas.

¿Qué es el fenómeno francés de los Chalecos Amarillos?

Di una conferencia al respecto en el Instituto de Ciencia Política de Buenos Aires. Una crisis política instalada con un movimiento social irrumpiendo inesperadamente en el espacio público, que tomó por sorpresa a una sociedad.

Hay desde ultraderecha nacionalista hasta cualquier cosa, cobijadas en ese movimiento.

Es un movimiento social, no tiene una raíz política. Tiene como principal enemigo al gobierno, con un fuerte componente antiliberal y un fuerte componente de los olvidados de la modernización liberal de la sociedad francesa. Son, en buena medida, los que se sienten perdedores de la mundialización.

¿Y quiénes son en Francia, los inmigrantes, los obreros?

En Francia estadísticamente los inmigrantes son una porción poco significativa. Cuando se mira desde lejos se piensa que todos los negros son inmigrantes, lo que es una estupidez tan grande como pensar que el Negro Rada es inmigrante. O que todos los árabes son inmigrantes. No tiene ningún asidero con la realidad. Hace cinco generaciones que están ahí; con ese criterio todos los uruguayos dejarían de ser uruguayos. No es un parámetro que permita entender este fenómeno. Es un fenómeno de las periferias urbanas y principalmente de las pequeñas y medianas ciudades. Porque la industrialización en Francia no fue principalmente captada por las grandes ciudades, tiene otra geografía. Por ejemplo, en el norte en pequeñas ciudades, con su tradicional clase obrera minera en la siderurgia y el carbón, que existió desde la época de Émile Zola hasta ahora. Es un territorio distinto. Es esa Francia de los pequeños pueblos, la ruralidad y las pequeñas ciudades que han sufrido mucho la desindustrialización y el retiro del Estado del servicio público porque desde el punto de vista contable, nuevamente, no era rentable tener una maternidad para que atienda a cinco mujeres embarazas por mes, entonces se la cierra y se la lleva a otro lugar donde pueda atender a cincuenta. Entonces se cierra allí, y se pone una ambulancia para llevar a las que viven lejos. Ese criterio contable no necesariamente deja contentos a todos. Y el gobierno aceleró en ese sentido. Por otro lado está la derrota sucesiva de los movimientos sociales, principalmente del sindical, frente a una serie de reformas que significaron golpes muy duros para los sectores más humildes de Francia, como la reforma a las jubilaciones y el código de trabajo, y la privatización o transformación de los ferrocarriles en una sociedad anónima. Todo eso hizo pensar, a aquellos que se convirtieron en los chalecos amarillos, que los partidos políticos y los sindicatos no servían para nada y eran ineficaces. Entonces decidieron salir a cortar la calle y romper todo.

Buscan otros mecanismos de expresión y representación.

Sí.

¿Es espontáneo, alguien lo canaliza o lo lidera? ¿Hacia dónde va?

Es muy reacio hacia todo tipo de liderazgo. Hay algunas figuras que han aparecido, pero es un movimiento que se organizó principalmente a partir de Facebook, pese a que no son jóvenes, en su gran mayoría, sino activos del corazón de la estructura económica y la población económicamente activa. No son jóvenes, ni marginales ni migrantes. Son empleados poco calificados y obreros en su inmensa mayoría, y que son reacios a toda forma de liderazgo. Tienen tres enemigos principales: la clase política, los movimientos sociales y la prensa. Detestan a los periodistas, los apedrean, les rompen las cámaras. Odian la televisión y la prensa escrita. Han intentado, muy infructuosamente, dar otra visión de la cosas. Cuando leen el diario, como decía la canción de Joaquín Sabina, sienten que no habla de ellos mismos. Entienden que en los debates políticos no se habla de ellos, que no se habla de ellos en la prensa, y que los sindicatos no se ocupan de ellos. Se sienten dejados de lado. Pero son una porción importante de la sociedad.

¿Qué porcentaje estimás que son?

En el momento en que apareció el movimiento las encuestas les daban un 70% de aprobación, y un 60% de los franceses se decían chalecos amarillos, aunque no estaban todos en la calle, porque habrían sido varios millones de personas. Pero se sentían muy identificados con la protesta.

¿Es la protesta por la protesta, o qué alternativa o propuesta tienen? ¿Tienden a desaparecer?

Ahora se ha achicado mucho y está muy pequeño, porque no tiene programa. Tiene un sinfín de reivindicaciones. La que desencadenó todo fue la suba del combustible, justamente porque son de ciudades pequeñas y medianas y no se benefician del transporte público y necesitan del auto para vivir y eso los golpeaba muy directamente.

Había muchos camioneros.

Pero los camioneros son muy poquitos. La estructura de población en Francia es muy distinta a la del Uruguay. Hay una cantidad incalculable de pequeños pueblos muy cercanos unos a otros, y eso hace que en la vida actual, donde la gente ya no vive una vida pueblerina sino que en un pueblo está el cine y en el otro el teatro, se circule mucho. El 80% de los chalecos amarillos dice utilizar el automóvil cotidianamente para poder vivir. En París menos de la mitad utilizamos el automóvil para movernos, y menos de la mitad de los parisinos tienen un automóvil. Ellos quieren más servicios públicos, una democracia de más calidad, una prensa distinta, una comunicación diferente con el poder político y una mejora del poder adquisitivo, pero todo esto no está en un programa claro que explique cómo se hace una democracia mejor.

¿Alguien lo capitaliza políticamente?

No. Un poco Marine Le Pen, pero no claramente. Otro poco el movimiento de la Francia Insumisa de Mélenchon. Pero no se sabe todavía. En las últimas elecciones europeas, una elección que no pinta claramente la situación, las cosas quedaron más o menos igual que antes del movimiento, sin grandes cambios. No hay que olvidarse que en Francia el voto no es obligatorio y hay una inmensa mayoría de las personas que hace años es abstencionista, que no votan porque no saben por quién votar. Probablemente lo que está claro es que la gran perdedora de este movimiento popular es la izquierda, que no sabe qué hacer con esa protesta social, aunque son sus clientelas tradicionales las que se están movilizando.

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